El libro celeste (1936), estructurado en numerosos capítulos breves sin numeración, retoma el fragmentado estilo de De la elegancia mientras se duerme (1925) pero con un renovado signo que se traslada de la incursión por la tradición francesa al despliegue de una ferviente argentinidad amparada en la dedicatoria tutelar que encabezan Domingo French y Antonio Berutti, “los dos merceros inspirados que el 25 de Mayo de 1810, cerrando las calles adyacentes al Cabildo, sólo dejaron pasar a los criollos perfectos que iban a darnos la libertad”. No es simple elogio criollista ni exaltado ejercicio de patriotismo, sino un volumen de pulida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, pintoresca sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, que configura un extraño mundo cuya órbita se centra en la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde —si es que la amplitud de este género moderno puede admitir tan particular composición— reclama la ayuda de la fantasía como camino hacia la felicidad. Sus originales cruces iluminan —en un tono por demás opuesto al de las preocupaciones contemporáneas de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada— la esencia del ser nacional.
El diagnóstico de los males contemporáneos de la Argentina se entreteje en sus páginas, en difuso recorrido temático de clave contrapuntística, con las analogías más inesperadas provenientes de la imaginación poética del autor. Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste perpetúa en renovada línea la experimentación híbrida que, noventa años antes, se perfilaba ya en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Pero es también, y en esencia, ejemplo de la memoria atravesada por el tiempo, los viajes y las lecturas de un espíritu itinerante que titula su libro con el color del barrilete de infancia en atemporal vuelo.
Vizconde de Lascano Tegui: El libro celeste (selección)
El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 hasta 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril. Los héroes de Mayo, continuando a caballo, terminaron en gauchos alzados que resistíanse a tomar el tren y trataban de enlazarlo. La primera estatua ecuestre que debía devolver la justa medida del héroe fue la de San Martín en la plaza del Retiro. La habían fabricado para Chile, pero cuando se dieron cuenta los patriotas del desfavor que les echaba encima la preferencia chilena, sobornaron al escultor francés y éste fundió dos estatuas en el mismo molde y a uno de los caballos (el chileno) le alargó la cola, dándole así una mejor sustentación a la estatua, que se levantaría en un terreno volcánico. Cuando el modelo del hombre perfecto se plasmó en bronce sobre un zócalo de mármol y explicaron los poetas por qué señalaba con su dedo la cordillera de los Andes,
“¿no lo ha visto a San Martín,
entre el laurel y el olivo,
señalando con el dedo
donde viene el enemigo?”,
los falsos profetas y al mismo tiempo seudos formadores de nacionalidades, los Facundo, los Ferrer, los Bustos y los Ibarra, se perdieron en los campos todavía no arados. La nación comenzaba. La civilización también. La estatua de San Martín fue regalada como una recompensa desde Buenos Aires a las provincias que se portaban bien. Una estatua ecuestre de San Martín surgió en las plazas centrales de las capitales de provincia cada vez que uno de nuestros presidentes, por ser galante con la esposa de un fundidor de bronce, recibía su visita perfumada dentro del fuerte de Buenos Aires. El pintor Villegas nos ha dejado, de uno de esos días felices, un paisaje en que las aguas del Río de la Plata parecen más azules, las veletas de San Ignacio y San Francisco mucho más doradas y las banderolas blancas de la escolta presidencial, sobre las lanzas, mucho más lindas... La estatua ecuestre de otros héroes, por su abundancia, creó la raza argentina del dragón de bronce. Hoy es común. Está en todos los catálogos de bazar. Cuando nace una ciudad, y nacerán muchas en la extensión ilimitada de la nacionalidad, será siempre una estatua ecuestre el mejor florón de su corona. Porque desde ese día, la ciudad se sentirá tan noble como aquellas ciudades medioevales que habían dado hijos, y Perseos, vencedores de dragones.
El tábano nace de la bellota del cardo. El picaflor, según los primeros conquistadores, sale del fruto del chaviyú. Pero hay algunos sabios que, como el Padre Guevara, aseguran que la hembra pone un solo huevo, y otros más sabios, de la misma laya, que sólo pone dos huevos, de los que sale un gusano que se convierte en mariposa y la mariposa en picaflor a fuerza de volar. Aceptemos la duda como en el origen de Homero y reconozcamos que el picaflor es un pavo real diminuto. Es todo pluma decorativa. Su cuerpo no es mayor que una almendra y dentro de las cartas que enviaban a España los soldados que no conocían todavía la tarjeta postal —pero sentían su necesidad— ponían el cadáver de un picaflor. Con él querían dar la sensación del nuevo mundo mentiroso y atrayente.
Entre las piedras que devolvían al colonial desilusionado su juventud, no puedo olvidar a la macedonia y a la cimbra, que nacen en el exterior de los pescados o del aliento de las ballenas, origen presunto pero no muy seguro. Lo cierto es que el mar las deposita en la playa. Blanqueadas y una su vez secas, devuelven las fuerzas perdidas. La macedonia, que era piedra capaz de engendrar otras piedras y que algunos usaban para matar las moscas, empleábase en verdad como un potente afrodisíaco. La macedonia como la silenita crecía y decrecía con la luna.
Como de la vida de Shakespeare quedan muy pocas trazas, los historiadores y los admiradores han querido llenar el vacío con cartas, documentos, anillos con sus iniciales, libros con sus firmas contradictorias. La duda planea sobre ellos cuando la investigación científica y policial no ha demostrado que son falsos y apócrifos. Felizmente el hombre sabe mentir, y si Ossián y sus poemas son invenciones, la tiara de Saitaphernes, hecha hace unos meses, es una mistificación más que honra a la imaginación humana. De la tierra virgen de América corrieron por Europa mil y una mentiras y mil y una leyendas; que, a fin y al cabo, las leyendas son mentiras más largas que las comunes. Eran cuentos sin control y sin ejemplo que persuadiera. De luengas tierras podían y debían llegar siempre las luengas mentiras. Pocos espíritus lo suficiente veraces aportan pruebas a sus afirmaciones. Ruy Díaz de Guzmán afirma haber cazado un animal que tenía un espejo en la frente y que pensaba remitir al rey Felipe. Desgraciadamente la pieza de convicción se le escapa de las manos y se interna en la selva por descuido del peón que lo llevaba en una canoa. Los jesuitas de Misiones remitieron a Europa, para agravar la confusión y la duda en que se vivía sobre la flora y la fauna, pájaros artificiales que componían, como los primeros padres de la iglesia sus Evangelios, recogiendo mentiras. Son pájaros fabulosos que no pudieron quedarse en Madrid y llegaron hasta los gabinetes de historia natural del rey Luis XV. Buffón fue engañado por los ejemplares raros. Su clasificación es, por eso, falsa, y recién, después que Azara publicara su libro, la mentida tornasol de los jesuitas, esos sabios que sacaban la cola a un pavo real, las alas a un chajá, la cabeza y el cuello a un loro, para inventar un ave, quedó desplumada. Los jesuitas querían y admiraban la volatería, pero detestaban la ornitología sin fénix.
La mimosa es una planta tímida. Es casi un animal que siente. Se descubren en sus gestos el pudor y la vergüenza. Se sonroja, se enluta y se encoge y se marchita si la tocan.
Entre las buracas que dejaban los andamios del Escorial nacieron las golondrinas. Son pájaros de duelo. Salieron de las cornisas del sepulcro real cuando el pulido Felipe II, que aplastaba sobre la rótula desnuda los gusanos que lo devoraban, se había quedado solo, sin criados, en vísperas de bajar al pudridero. Esos pájaros negros llevaron el luto de España hacia el Flandes español, donde nacía el sol, y hacia la América morena, donde se acostaba el día. El duque de Alba y el licenciado de la Gazca, al verlas pasar, comprendieron el mensaje. Y los dos cómplices, emocionados, sonrieron. El enemigo de Antonio Pérez se moría...
La emigración de golondrinas se hizo anual. Huían del invierno. En América se multiplicaban y las mensajeras románticas —que recién lo fueron cuando Miranda, San Martín y Bolívar nos libertaron— iban a Europa a morir del pecho como las mulatas de las Antillas. La distancia las vencía. Otras veces topaban con las nieves prematuras que las amortajaban y otras veces era el rey Luis XVI que les salía al encuentro. Golondrinas nacidas en América, caían, hasta doscientas por día, heridas por la escopeta cincelada del monarca, que adoraba tirar al blanco. Su cuadro de caza es impresionante. Lo escribió de su mano y está en el Memorial. Más de doscientas mil presas: faisanes, perdices, palomas, golondrinas, cisnes y venados. Siempre asesinó animales tímidos. Nunca afrontó un león, un oso o un tigre. Cuando le cortaron el cuello, por monarca o cazador de torcazas, el día helado del 21 de enero de 1793, recogieron, cuentan las gacetas, una golondrina muerta entre la nieve. Las golondrinas son pájaros de duelo.
Los muros de las iglesias de la colonia donde nos bautizaron eran de adobe crudo. Los pájaros entraban a sacar las pajas secas para sus nidos de la fábrica sagrada. La iglesia era siempre un vasto salón en que el suelo fue de baldosa cocida y las paredes blanqueadas o rosadas a la cal. Los altares estaban dentro del muro. Eran nichos de los que se caían los santos mal equilibrados. Las tallas en maderas verdes del país se abrían, se rajaban a la humedad o al calor, porque aun
trabajaba el corazón del árbol. Las llagas de San Roque eran verticales y la sinovia de su rodilla enferma, savia de guayacán o palo santo. Los artistas eran indios a quienes se les guiaba la mano. Los santos parecían, por lo deformes, enfermos, o calcos para un museo de medicina. Los ángeles no dejaban de ser obesos y sus alas, pesadas y coloreadas, daban a las iglesias el aspecto de grandes pajareras. No era una antesala del paraíso la iglesia, sino una sala de espera en un asilo de dementes.