martes, 10 de agosto de 2010
Carcajadas de porte clásico
Henri Bergson escribió en su obra monográfica “La risa” (1899) que el hecho de reírse nos instruye sobre los procedimientos de la imaginación humana, y, más particularmente, sobre la imaginación social, colectiva y popular. Es decir, que uno nunca se ríe a solas ni porque quiere, sino a la sazón de un resorte que algo o alguien activa en nuestro interior. Cuando leemos prácticamente cualquier obra de la extensa bibliografía de Mark Twain, las posibilidades de esbozar una sonrisa en cada página, de reírse incluso a carcajadas al término de un capítulo, superan en número a la media de historias y autores que enardecen el ánimo. En esta recopilación de quince relatos humorísticos queremos rendir homenaje a un autor que entendía la vida y escribía sobre ella casi exclusivamente en clave de humor.
Mark Twain (1835-1910), pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida, una pequeña localidad de Missouri situada en los límites de la frontera del Oeste. Su padre, John Marshall Clemens, era un emigrante de Virginia que trataba de hacer fortuna con la especulación de tierras en plena época de la fiebre del oro, y su madre Jane (Lampton) era una mujer de carácter que procedía de una familia de la aristocracia inglesa. Los Clemens tenían cuatro hijos y dos hijas, y poco después del nacimiento de Twain se mudaron a Hannibal, una ciudad portuaria a orillas del Mississippi. El joven escritor pasó una infancia feliz y disipada que le serviría de fuente de inspiración para sus obras insignes, “Las aventuras de Tom Sawyer” (1876) y “Las aventuras de Huckleberry Finn” (1885). A la edad de doce años, tras la muerte de su padre, Twain se vio obligado a abandonar sus estudios en una escuela municipal para empezar a trabajar. Uno de sus primeros empleos fue como aprendiz de impresor en el periódico local “Courier”, y esa experiencia abrió el apetito de Twain hacia el ámbito de la comunicación. Su afán aventurero, curioso, ligeramente bohemio y crítico encajaba a la perfección con una coyuntura próspera para el periodismo americano, un negocio en el que proliferaban publicaciones de toda clase y condición. Twain decidió entonces trabajar para su hermano Orion, un empresario que era dueño de varios periódicos y le abriría las puertas a futuras colaboraciones en el sector. Fue en esta etapa de juventud temprana cuando Twain se estrenó como autor y publicó varios relatos humorísticos que aparecieron en una revista deportiva de Boston en 1852, titulada “Carpet-Bag”.
Sus «bosquejos», tal y como él insistía en llamar a esos relatos, eran historias sin pretensiones y de apariencia inocente que delataban cierta tendencia hacia la caricatura y la observación social. Para Twain, los paisajes norteamericanos de frontera, las costumbres de sus gentes y la esencia humana –en especial sus virtudes y sus defectos– protagonizaban su particular visión satírica del mundo. La manera óptima de plasmarla era mediante un estilo narrativo trufado de vulgarismos y expresiones coloquiales de un sabor picante genuinamente americano. Entre las distintas variantes de mazorcas de maíz y de especies de marsupiales, la pluma de Twain no sólo se erige como burlona, sino que se alimenta de la energía, el color y el movimiento que provocan la propia inercia y entropía de sus personajes: hombres y mujeres que insisten en ver el mundo a su manera y no escatiman en exagerar detalles, negarse a reconocer lo evidente, o recurrir a la hipérbole, incluso a la fanfarronería. No es que mientan, es que deciden creerse sus propios embustes como el famoso entrenador de una atlética rana en “La célebre rana saltarina del condado de Calaveras”. Algunos son pobres diablos, garrulos de pueblo como el coronel Jack y el coronel Jim que no alcanzan a ver la diferencia entre un coche y un ómnibus, y otras son mujeres al borde de un ataque de nervios: véase la insoportable señora McWilliams y su peculiar lucha contra la difteria. Pero todos ellos, desde el profano editor de un periódico agrícola que confunde los nabos con las manzanas y el sufrido huésped de hotel europeo que no soporta los desayunos continentales, conforman un intrépido retrato de una América que ya no existe pero cuya estela perdura en las capas freáticas de la sociedad estadounidense moderna.
El sentido del humor de Twain exige al lector la capacidad de reírse de aparentes veleidades y exageraciones que pertenecen a una escuela clásica de comicidad: encontramos a un pícaro que se ríe a costa del incauto y se aprovecha de él, o bien se recrea hiperbólicamente en un escenario alternativo que evoca a otro muy conocido por el lector. Cuando las ocurrencias de Twain provocan nuestras carcajadas nos damos cuenta de que son risas que pertenecen a otros tiempos, a otros modos de entender el ridículo y el escarnio que, sin embargo, se entroncan indefectiblemente con el cinismo y la acritud de nuestro humor actual. Twain jamás abandonó su deje cáustico y gracioso en toda su producción literaria, y de hecho ésta alimentó su éxito como escritor de culto durante buena parte de su vida. Obras como “Los inocentes en el extranjero” (1869), “Un vagabundo en el extranjero” (1880) o “El robo del elefante blanco” (1882) hacen gala de una vis cómica que trasciende las fronteras de lo casero, lo americano y lo conocido para adentrarse en territorios desapacibles que se inspiran en los viajes que Twain realizó a Europa y a Saint Louis, Nueva York, Chicago, Filadelfia o Connecticut. En 1870, en la cúspide de su carrera, y casi una década después de luchar durante breves semanas con el Ejército Confederado en la Guerra Civil, Twain se casó con Olivia Langdon, hija de un próspero hombre de negocios de Elmira, Nueva York. Fue un matrimonio bien avenido que procuró a Twain cierta medida de estabilidad financiera y un refugio emocional que, sin embargo, no impediría su afición por contar sus periplos locales bajo una estampa de temas sociales y políticos candentes en esa época: la esclavitud, la especulación financiera, la corrupción política, la pobreza o la duplicidad de la religión. Mark Twain no era amigo de las moralinas ni de señalar caminos o responsables, para él, la literatura constituye una ficción sobre otra ficción, que es nuestra vida. Por eso, la realidad es una metaficción y lo único que verdaderamente importa es sentarse en el porche de tu casa a contemplar la eterna “commedia dell’arte” que es la existencia. Sólo entonces merece la pena escribirla, porque es lo único que nos permite reírnos de ella.
Carme Font
Abril de 2010
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