jueves, 3 de junio de 2010

El predicador más macarra de la literatura universal


Tras la publicación de "El camino del tabaco" (1932) y "La parcela de Dios" (1933) Erskine Caldwell se dispuso a escribir otra novela. El éxito, con escándalo incluido, alcanzado por las mencionadas obras supuso para su autor un nuevo reto. Durante la escritura de "El predicador" a Caldwell le asaltaron las dudas y aún después de publicada la novela en 1935 mantuvo sus reservas en cuanto al resultado conseguido. Sin embargo, con la perspectiva del tiempo, lo que se pone de manifiesto es la extremada coherencia de una singular narrativa en su punto álgido; de manera que "El predicador", aunque menos conocida que sus dos novelas anteriores, supone un digno colofón a una soberbia trilogía.
Erskine Caldwell era hijo de un pastor ordenado de los Presbiterianos Reformados Asociados, y pasó los primeros años de su vida recorriendo con sus padres un buen número de pueblos y ciudades del Sur de Estados Unidos. Como dice en "A la sombra del campanario" (1966) -un libro a medio camino entre el ensayo y la reminiscencia autobiográfica- “había vivido como hijo de un pastor durante todos esos años, lo que me había hecho acumular una considerable cantidad de experiencia religiosa, por lo que me sentía confiado en poder ajustarme a cualquier clase de vida, fuera donde fuera”. Fruto en gran parte de esta experiencia es "El predicador", por primera vez editada en España por Navona.
El protagonista de la novela es Semon Dye, un predicador ambulante que un buen día se detiene en el pueblo de Rocky Comfort, en Georgia, dispuesto aparentemente a salvar las almas de sus habitantes. Dye se aloja en casa de Clay Horey, un propietario rural casado con Dene, una joven de quince años. Allí conocerá, entre otras personas, a Lorene, la ex mujer de Clay, que ejerce de prostituta; a Sugar y Hardy, una pareja de arrendatarios negros; y al vecino Tom Rhodes, destilador clandestino de whisky. A partir de entonces, y a lo largo de apenas una semana, las vidas de cuantos entran en contacto con el predicador se verán trastocadas. Dye trata de acostarse con Sugar, intenta seducir a Dene, se ofrece a ser el proxeneta de Lorene y le gana a Clay a los dados (trucados) casi todas sus pertenencias.
Seductor, pícaro, intrigante y desvergonzado, el personaje de Semon Dye rompe los esquemas de lo que se supone debe ser un ministro del Señor. Engaña, bebe, juega, fornica y no duda llegado el caso en hacer uso de un arma de fuego. En este sentido, Semon Dye –un “hombre de Dios”, como se define él mismo- puede alinearse junto a otros dos famosos predicadores de ficción: Elmer Gantry, de la novela homónima de Sinclair Lewis, y el reverendo Harry Powell de "La noche del cazador" de Davis Grub. No tan histriónico como el primero ni tan siniestro como el segundo, se iguala en perversidad a ambos. Hay en la actitud de Dye algo de demoníaco. En nombre de Dios hace el trabajo del diablo (las moscas que acosan a las mujeres en el sermón del domingo vendrían a ser como emisarias de Belcebú, el “señor de las moscas” en la tradición demonológica). Con este excesivo y turbador personaje Caldwell quiso condensar lo peor de aquellos charlatanes sin escrúpulos que se hacían pasar por ministros del Señor. En esta ocasión, más que denunciar las condiciones sociales y la discriminación racial, como había hecho con la mayoría de sus relatos y novelas anteriores, el autor dirige sus dardos hacia determinadas sectas religiosas que explotaban impunemente a las capas más desfavorecidas del Sur con manipuladores mensajes y ceremonias histéricas (el catártico, casi orgásmico, sermón final sería un epítome de este tipo de actos).
Como era de esperar la publicación de "El predicador" fue recibida con disparidad de opiniones y no alcanzó el mismo extraordinario favor del público que había cosechado con las dos novelas anteriores (aunque se vendió bien y se hizo una versión teatral de la misma). Por su parte, la crítica, un tanto desconcertada por el nuevo sesgo de Caldwell, se dividió. Mientras unos valoraron el aspecto sombrío del asunto y la “exasperación” del autor con sus personajes; otros recalcaron el carácter “entretenido” de su lectura o incidieron en el “consumado humor” de algunas situaciones. Ciertamente, un humor agridulce impregna las actuaciones de algunos personajes dándoles un toque grotesco. Todo ello presidido como de costumbre por un estilo depurado, franco, nada retórico y con unos diálogos magistrales.
En una de las más originales escenas, hacia el final de la novela, Clay y Semon van a visitar a Tom Rhodes. Lo encuentran en el cobertizo, sentado en un taburete, observando arrobado el mundo exterior a través de una grieta en la pared del mismo: “No hay nada como mirar a través de la pared del cobertizo –les dice-. Te sientas un rato, y en cuanto te despistas, ya no puedes apartar los ojos. Atrapa a un hombre como nada en el mundo. Te sientas, forzando la vista y mirando árboles o algo, y quizás empieces a pensar en lo estúpido que es lo que estás haciendo, pero no te importa un carajo. Lo único que te importa es quedarte ahí y mirar”. Al margen del simbolismo que queramos asignar a esta “rendija”, ocurre algo parecido con esta novela de Caldwell. Una vez empezada no podemos dejar de leerla.

Jorge Ordaz