Rasgó la hoja del calendario que
marcaba el 23 de diciembre y se quedó mirando la ineludible fecha que tenía
ante sus ojos: 24 de diciembre. Nochebuena. Le había costado arrancarla pero
ahora, ya preparada para salir y con las llaves en la mano, era el momento.
Cada año celebraba estas fechas
con su familia. Regresaba a su ciudad natal, a su barrio de toda la vida y se
reunía con sus padres, hermanos, algún cuñado saleroso y hasta con la tía
Leonor, que por más que refunfuñara amenazando con no salir de su casa, acababa
emocionada al ver a su extensa familia reunida. Tras los postres no había quien
la igualara cantando villancicos hasta que bajaba a la misa de gallo en la
parroquia más cercana, misa que no perdonaba.
A pesar de las inclemencias
típicas y tópicas del tiempo de la vetusta ciudad castellana, dentro de la casa
familiar todo era calidez, jolgorio y amor de las matriarcas de la familia
repartido a los cuatro vientos sin medida alguna.
Le gustaba volver: bajar del
autobús en la estación, abrigarse hasta las cejas con la bufanda más larga y
gorda de todo su armario, hasta casi desaparecer dentro de ella. Paseaba por la
plaza de la catedral y el Espolón sorteando a la gente enfrascada en compras
entre luces y adornos navideños; acompañaba a sus sobrinos a montarse en el
tiovivo de la Plaza Mayor después de ver el magnífico belén de la catedral.
Quedaba con las amigas para ponerse al día de lo acaecido hasta la fecha. Año
tras año, cambiara lo que cambiara, lo intangible permanecía extrañamente
ligado a los recuerdos que nacían ya desde su infancia.
Este año no volvería a casa por
Navidad, como anunciaba un conocido turrón. Por teléfono había reñido con su
madre y había disgustado a la tía Leonor, pero no se arrepentía ni por un
segundo de la decisión tomada. De poco valieron los intentos de chantaje
emocional de las mujeres, iba a hacer lo que tenía que hacer y para ello se
quedaba en la capital.
Un mes antes su jefe reunió al
personal y les contó cual iba a ser el programa específico para esas fechas con
fondos de varias instituciones. Eligieron a cinco mujeres y le pasaron sus
expedientes: situaciones familiares diferentes, nacionalidades distintas,
entornos sociales variados y un denominador común: escapar de los malos tratos.
Escondidas. Anita se ofreció voluntaria.
Sabía lo que le esperaba esa
noche y sentía que fuera del entorno laboral o cercano de aquellas mujeres, la
mayoría de la sociedad vivía ajena a su día a día. Eran unas olvidadas y ella
necesitaba convencerlas de que contaban, de que importaban, de que eran el
motor de alguien.
Quedaron en aquel piso de acogida únicamente para pasar la Nochebuena cuando apenas se conocían entre ellas. Solo querían
pasar el trámite, no tenían motivo alguno de celebración lejos de sus familias,
de sus países, con el miedo a ser encontradas como único compañero. La mayoría
con hijos a su cargo, niños pequeños que dependían de ellas mientras que ellas
dependían de un futuro incierto.
Fue la primera en llegar. Se
encontraba encendiendo varios calefactores eléctricos que caldearon la
habitación cuando sonó el timbre.
Adela había escapado una mañana.
No había mirado atrás. La duda, la culpa, los miedos habían sido un lastre tan
pesado que no habían hecho más que alargar su sufrimiento. Se aferraba esa
noche más que nunca a sus creencias religiosas, rezando.
Las huellas de Andrea no eran
físicas pero aún le costaba no caer en el error de pensar que no valía nada.
Estaba centrada en volver a armar ese puzzle roto en el que se ahogaba. Lo
primero que susurró fue que hubiera preferido dormir hasta que esas fechas que
todo el mundo celebraba hubieran pasado. Y el resto asintió.
Mariana y Ángela parecían autómatas.
Sentadas comiendo frugalmente y pendientes del reloj para marcharse y
preguntando si se podían llevar lo que sobrara.
En el rostro de María se
apreciaban las huellas de la última paliza que había recibido. Hasta su propia
familia miró para otro lado cuando les pidió ayuda. Lo que pasara dentro de su
hogar, de su matrimonio, quedaba puertas adentro.
Apenas consiguió mantener una
conversación en una cena fría Sus silencios eran largos, duros. Su mirada vacía.
¡Qué más daba una Nochebuena más! La Navidad era como cualquier otro día.
Intentó saber de sus vidas, iluminar la velada con la esperanza de un futuro nuevo que ninguna se creía. Les preguntó por costumbres, por sus hijos, por aquellos villancicos de ecos lejanos y ellas que habían rehuido su mirada y sus preguntas durante media noche comenzaron a hablar. Hablar como si jamás nadie las hubiera escuchado. Como si fuera una primera vez. Escupieron su pasado, recordaron sus raíces, compartieron dolor y penas y lloraron. La noche en la que se supone que celebras ellas lloraron juntas su desgracia. Después, una a una, dejaron el piso y cada una volvió a su “no vida” desapareciendo en la vorágine de una sociedad hedonista que pensaba en la siguiente celebración.
Anita había sido la primera en
llegar y la última en salir. Cerró la puerta despacio. Bajó y ya de madrugada paró
un taxi para regresar a su apartamento. Una vez allí, miró su propia sala de
estar. Allí le esperaba una maleta, un billete de autobús comprado con
antelación, unos días de vacaciones y la comida de Navidad con sus padres,
hermanos, algún cuñado saleroso y hasta la tía Leonor, que por más que
refunfuñara amenazando con no salir de su casa, acababa emocionada al ver a su
extensa familia reunida.
Después de aquella Nochebuena
apreció el tiempo y el amor que siempre se le había brindado y después de aquella Navidad intentó devolver
la esperanza cada día del año a aquellos que la habían perdido.
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