Junto a la espigada catedral gótica de mi ciudad existe un local de grandes ventanales y puertas antiguas pintadas de verde. Cuando las abres tintinean unas campanillas alegres anunciando tu entrada. Es una chocolatería. Desde fuera pueden verse varias mesas redondas con sus correspondientes sillas y un mostrador lleno de delicias de chocolate que, golosamente, te invitan a entrar. Sobre todo hacen más llevadero el frío típico de los días de invierno. En verano puedes degustar mil combinaciones en una terraza, admirando la arquitectura del medievo en todo su esplendor mientras disfrutas también de un rato de sol.
Es uno de mis lugares favoritos. Siempre lo ha sido. Me gustaba saborear una taza de alguna de sus innumerables variantes. Sus churros eran famosos en toda la ciudad. Pero más allá de las delicias que ofrecía, lo que más me gustaba de la chocolatería era el ambiente que se respiraba. En parte por la decoración, en parte por un halo de magia que se intuía vagamente. Era tan difuso que poca gente lo percibía. Con el tiempo me había percatado que quienes mejor lo captaban, con toda naturalidad, eran siempre los niños.
Las camareras que servían eran mujeres alegres y rollizas, amantes del cacao, requisito imprescindible para poder optar al puesto. De algún modo y a través del chocolate conseguían sacar toda la alegría que llevabas dentro. En una ciudad fría como ésta era importante encontrar un lugar donde pasar las tardes de invierno cálidamente.
Una tarde, elegí una mesa apartada, la última del local, para leer un rato y relajarme saboreando un dulce y aspirando el aroma de cacao que impregnaba el lugar. Estaba tan absorta en mi lectura que no me dí cuenta de que la tarde pasaba y llegaba a su fin. La gente que había abarrotado el local se había marchado poco a poco a recogerse ya en el calor de sus hogares.
Era tarde, había anochecido hacía ya varias horas. Al levantar la vista me di cuenta de que las camareras habían recogido y limpiado y estaban sentadas alrededor de una mesa. Charlaban relajadas, después de un duro día de trabajo en el que no habían perdido su sonrisa en ningún momento. Esperaban a alguien, había una única silla libre con una taza de chocolate humeante esperando. No eran tazas comunes, se trataban de unas jícaras con su correspondiente macerina, hechas de porcelana fina. La jícara es el recipiente ideal para beber chocolate. Es una tacita pequeña con el fondo muy grueso. Y la macerina es el platito donde queda encajada la jícara. Llevaban pintados unos finos motivos en colores alegres y llamativos.
De pronto se abrió una puerta. Debía dar a la zona de cocina y de ella entraban y salían continuamente las camareras con sus bandejas. Apareció una mujer que no había visto nunca en ninguna de mis visitas. Alta y majestuosa, con un aire extranjero. Se llamaba Izel, que en náhuatl significa “única” y provenía de una larga y antigua estirpe azteca. Llevaba el pelo recogido en un moño que se soltó luciendo una espesa melena negra. Se sentó suavemente en la silla libre y tras un pequeño suspiro, probó su chocolate. Entre todas analizaron su sabor y lo comentaron. Estaban catando una nueva mezcla.
Izel debió de sentir mi presencia porque se giró y con una sonrisa me invitó a sentarme con ella. No pude rechazar la invitación. Esa mirada llena de magia tenía mucho que contar y yo jamás podía resistirme a una buena conversación. Silenciosamente, un poco avergonzada por la situación me uní a ellas. Me sentía un poco extraña, las había interrumpido, yo era una intrusa que ni tan siquiera debería estar en el local dada la hora.
Hacía ya bastante rato que habían echado el cierre pero me habían visto tan absorta en mi lectura que habían decidido no molestarme hasta que yo quisiera salir. Ahora, antes de mi marcha, me invitaban a conocer su círculo de mujeres. Enseguida vi ante mí una jícara humeante. Cerré los ojos dispuesta a catarlo. El aroma del cacao era intenso. Su textura suave y delicada acababa en un sabor ligeramente especiado.
Lentamente, con una voz que recordaba a una cascada de agua cristalina, Izel me habló de su estirpe y su relación con el cacao desde tiempos inmemoriales. Su voz se entrelazó confundiéndose con el humo que se desprendía de mi taza. Ya no existía el lugar ya no existía el tiempo.
Poco a poco el calor del chocolate hizo su efecto pero fue más allá de una sensación física. El calor se convertía en bienestar, en relax y conseguía que mi mente descansara e incluso viajara por los confines del mundo de la imaginación. Gusto y olfato me llevaban a recuerdos primitivos, a lugares exóticos de pirámides y pumas. De la jícara y su chocolate emergía una magia profunda, mística.
La mujer azteca hablaba del cacao y su preparación. Sus antepasados indígenas machacaban hasta hacer polvo las almendras de cacao. Con un pico vertían los polvos en vasijas, echaban agua y removían con cucharones de distintos materiales, ya fuera oro, plata o madera. Luego, abocaban la mezcla de una vasija a otra desde lo alto para conseguir espuma. El cacao era bebida de reyes y nobles. Distintas formas de preparación, distintos aromas, distintos sabores. El secreto de su preparación en su familia había pasado siempre de madres a hijas.
Fue una experiencia que aún hoy, años después, recuerdo con intensidad. Aquella noche Izel me regaló aquella primera taza, la que simbolizaba nuestro encuentro. Volví a la chocolatería y asistí a muchas de las reuniones que celebraban Izel y sus compañeras. Una tarde, tiempo después la chocolatería cerró. Nunca se supo el motivo pero me imagino que Izel decidió que era momento de marcharse para ofrecer sus delicias en otro lugar del mundo.
La jícara sigue en mi casa y cada tarde de invierno es todo un ritual tomarme un chocolate en ella con mis nietos que nunca se cansan de preguntarme cómo llegó el recipiente a mis manos.
me ha encantado!! Montse que bien escribes!! Un beso Ana2005
ResponderEliminarDelicioso y cálido cuento, se saborea tanto como esa humeante jícara, que me parece estar sintiendo mientras leo...
ResponderEliminarQué bonito, Mon. Gracias. Yuziel
ResponderEliminarMw ha gustado mucho Montse.
ResponderEliminarGracias por compartirlo otra vez. Tienes una capacidad admirable para recrear ambientes, sobre todo los humenates y deliciosos.
ResponderEliminarHmmm, qué diferencia entre el ambiente de tu relato y el de algunas chocolaterías modernas. ¡Gracias!
ResponderEliminar