23 diciembre, 2009
15 diciembre, 2009
Doble fondo
Atrás de sus ojos hay un talego lleno de palomas, una galera con conejos de chocolate y elefantes de menta, una varita mágica que convierte los descampados en caminos y los caminos en rutas que conducen a muchos lados. Atrás de sus ojos hay leones enjaulados en prisiones absurdas, leones que saltan aros prendidos fuego porque se aburren si no lo hacen. Atrás de sus ojos hay cajas con mil cerraduras que guardan pedazos de mujeres: allá un torso, allá unas piernas, allá una cara sonriente, y ninguna de esas mujeres soy yo, porque yo estoy de este lado, estoy entera y estoy mirando lo que hay detrás de sus ojos.
Y le digo: atrás de tus ojos hay muchas más cosas de las que ponés adelante, y entonces él cierra los ojos para que yo no lo vea, pero ya es tarde, porque ya vi lo que hay atrás de sus ojos y porque yo también tengo muchas cosas atrás de mis ojos.
09 diciembre, 2009
Eso*
La vagina era algo malo, así se lo habían dicho. Su madre se lo había inculcado desde muy chica. Eso no se toca, le decía. Porque no decía vagina, decía eso.
-¿Tampoco cuando me baño? –preguntó Cándida, y la madre le dio vuelta la cara de un cachetazo; luego le enseñó a bañarse con una bombacha puesta, para evitar al máximo todo roce.
El padre de Cándida era un hombre importante que usaba uniforme y armas. Los hombres que trabajaban con él lo llamaban coronel. Su esposa, la madre de Cándida, también lo llamaba así. Y gracias a un esfuerzo de paternidad cariñosa, Cándida tenía permitido llamarlo papá.
No tenía hermanos. Había tenido, pero ya no. El más grande había muerto en una pelea callejera hacía un par de años, mientras intentaba arreglar un confuso asunto de honor. La hermana que lo seguía no pudo con una tuberculosis que le desgastó cuerpo y alma hasta convertirla en un fantasma lastimoso que contaba las horas que le quedaban para cerrar los ojos para siempre. Y el coronel y su esposa miraban a Cándida esperando el momento en que cediera a una fiebre, un cólico o alguna de esas enfermedades que padecen las mujeres. Pero eso no ocurría; Cándida crecía, aprendía a bañarse sola, y preguntaba si la vagina no se tocaba nunca pero nunca. Y la madre la corregía a cachetazos, porque era así como la habían educado a ella, y qué bien había salido, tan recta, sutil e imperceptible que incluso un coronel la había elegido como esposa.
-Para que tu esposo pueda consumar el matrimonio sin necesidad de dejar eso al descubierto; sería un derroche innecesario de libertinaje –explicó, árida y enjuta. Cándida asintió, resignada, y el matrimonio se consumó, absurdo y aburrido.
El soldado era un marido silencioso, tosco y extraño. Pasaban los meses y Cándida no averiguaba nada sobre él, salvo que podía volverse muy peligroso, con el peligro irracional y torpe del adolescente que se cree hombre, si ella no lo esperaba con la cena lista. Cándida quería saber qué cosas lo hacían reír, cuál era su animal favorito, a qué le tenía miedo. Las respuestas eran los chistes verdes, el perro, a la humillación, pero Cándida no las sabía porque el marido no hablaba.
Lo que sí supo, porque se lo contó una vecina, era que a su marido le gustaba ir al burdel del final de la calle.
-¿Y qué hace ahí?
-Duerme con mujeres.
-No entiendo. ¿Va a ese lugar a dormir? Si en casa tenemos cama.
-No, no a dormir. Es una manera de decir. Se acuesta con mujeres. Tiene sexo con mujeres. Hace eso que hizo con vos en la noche de bodas.
Cándida se sorprendió, y no sintió dolor ni angustia ni traición sino curiosidad. Y esa noche siguió a su marido hasta el burdel, y lo espió por la ventana de la calle, y lo que vio la entusiasmó: su marido estaba desnudo, y embestía como un poseído a una mujer espléndida. Y la mujer estaba desnuda. Y eso tenía que significar que la vagina, que eso, no era algo tan malo. Cándida regresó a su casa, con el corazón tamborileándole y los pies apurados.
Cerró la puerta con llave, se desnudó entera por primera vez en su vida y se paró frente al espejo. Primero se miró las tetas; no eran tan grandes como las de la mujer del burdel pero igual le parecieron lindas. Se las tocó y notó que las puntas, esas cosas marrones, se endurecían como cuando hacía frío, pero Cándida no sentía frío. Después se miró el ombligo y pensó que era algo atractivo. La palabra ideal sería sexy, pero Cándida no conocía esa palabra. Se dio vuelta y contempló su culo; era blanco, redondo y tenía dos hoyuelos en un cachete. A Cándida le gustó también su culo.
Finalmente abrió las piernas y observó su vagina. Primero pensó que era horrible. Luego dudó. Para despejar dudas, se atrevió a tocarla. Y ya no le pareció nada horrible. Siguió tocándola, y cada vez le gustaba más. Y más. Y más. Y quería decirle a su madre que estaba equivocada, que la vagina no era algo malo, no podía serlo, algo malo no podía sentirse tan bueno. Pero su madre no la entendería. Entonces, en un segundo de osadía que la hizo reír a carcajadas, como un exorcismo sin demonio, supo lo que tenía que hacer. Se vistió rápido y fue a buscar a Pedro.
Tenía algo que contarle.
*Este cuento y yo resultamos finalistas del XVI Concurso de Cuento Leopoldo Marechal, año 2009.
02 diciembre, 2009
Alfombras
Pasaron años, y sin embargo no lo olvido. Esa mañana, papá me dijo:
-Hoy vamos a ir a la casa del tío Felipe, porque tiene una alfombra nueva.
Yo me estremecí. Nunca me gustaron las alfombras del tío Felipe.
El tío Felipe, una o dos veces por año, iba a la selva y cazaba animales. Luego colgaba las cabezas de los animales en la pared del living, o usaba las pieles para hacer alfombras. Cada vez que volvía de la selva, el tío Felipe organizaba una fiesta; asaba venados y bebía champaña, y toda la familia estaba invitada, y debíamos ir y decir lo mucho que nos gustaba el nuevo puma apachurrado bajo la mesa ratona o la nueva cabeza de jirafa colgada encima de la chimenea. Y a mí, que nunca me gustaron los asesinatos, me repugnaba tanto cadáver disecado.
Llegamos al mediodía, justo cuando el venado de la parrilla empezaba a largar olor a carne chamuscada. El tio Felipe vino hacia nosotros gritando y gesticulando mucho, y empezó a repartir copas y a contar anécdotas aburridas o terribles sobre su última estadía en la selva.
-¡Vamos a ver la alfombra! –exclamó cuando vio que mamá empezaba a quedarse dormida, y nos llevó al living. Un león más grande que los de mi imaginación alfombraba el suelo. El tío Felipe se hinchó de orgullo, aceptó la felicitación de papá, fingió no ver la cara de asco de mamá, y me preguntó si me gustaba. Yo dije que más o menos; lo que no dije fue que el león parpadeó, y no lo dije por dos motivos: uno, porque no iban a creerme, y dos, porque si me creían, mi tío agarraría la escopeta y se aseguraría de que el león no volviera a parpadear. Pedí permiso para quedarme en el living mientras los grandes comían venado en el patio; que no, no tengo hambre, y así pude quedarme ahí, sentada en el suelo, al lado de la nueva alfombra.
-Ey –le dije al león apenas nos quedamos solos. El león abrió los ojos y me miró. Luego se paró y se sacudió, como hacen los perros cuando se despiertan. Por algún extraño motivo, mi tío no se había dado cuenta de que el león estaba vivo e indemne; por algún motivo más extraño aún, el león estaba vivo e indemne. Y yo tenía que sacarlo de ahí.
Abrí de par en par los faraónicos ventanales del living; el león se había acercado a ellos y miraba hacia afuera.
-No vas a poder salir, mi tío está en el patio –le dije, mientras trataba de idear un plan para liberar al animal sin que mi tío lo notara; entiendan, yo era una niña.
Pero el león debía saber algo que yo ignoraba, porque me lamió la cara y salió volando por el ventanal hacia el cielo inalcanzable, y lo hizo frente a la mirada asombrada de mi tío, que nunca había sospechado que el león, además de león, era alfombra voladora.