Es pronto por la mañana y la marea está baja. Cuando suba, esta playa en la que me encuentro, que ahora tiene más de un kilómetro, habrá desaparecido. Pero por ahora está al descubierto y me ofrece sus frutos. De la arena surgen unos chorritos de agua, pequeños escupitajos, que delatan la presencia de los tumbaos, unas almejas blancas y grandes como la palma de mi mano, de las que ya he cogido más de cuarenta. De repente oigo la voz de Jose Luis que me llama; flaco, Shamur, vasco,... lo que sea menos mi nombre, que todavía se le hace difícil. Con la mano me hace señas para que suba al bote, una pequeña embarcación de madera a remos, desde la que se lanza al agua para recolectar la luga. Cuando subo al bote éste se encuentra casi a rebosar de sacos de este alga parda, de apariencia similar a las chorreras de una camisa, lo que unido al peso de los cuatro que vamos en el bote, hace que con cada ola nos entre agua a pozales. Mientras yo me acomodo en la popa del bote como puedo, Fernando, el Chino, se pone a remar, y Jose se afana achicando agua con un pequeño pozal. Jose Luis se retira la capucha del buzo y me informa de que cambiamos de fondeadero, pues en este ya no hay más luga.
Es el cuarto día de pesca y las cosas no van muy bien: primero el motor de la lancha grande no daba garantías, luego el ancla no cumplía su función, finalmente soplaba un sur muy peligroso... pero a pesar de todo no hay ni un sólo día que estos tres afanosos recolectores de algas no hayan salido al mar, o las hayan recogido directamente de la playa.
Pero vayamos por partes, que me atropello y no sigo el orden cronológico.
Llegué a la Isla de Chiloé en medio de una persistente lluvia. La barcaza navegaba por un mar en calma bajo un cielo totalmente gris, mientras algunos cormoranes y gaviotas volaban ante nosotros con sus alas casi rozando el agua. Más allá de la proa de la barcaza se adivinaba un perfil gris oscuro, difuminado por la llovizna y la neblina, del que poco a poco se fueron destacando algunos árboles, tejados dispersos, unos campos,... hasta que el pueblo de Chacao, con sus barcos fondeados en el puerto y sus casitas de madera, fue perfectamente distinguible.
Calado hasta los huesos y con algo de frío, pregunté por un alojamiento y me indicaron la casa del cura, a donde me dirigí con la confianza de que El Señor me acogería en su morada. El Padre Andrés, un sacerdote de ojos azules y fuerte acento alemán, me dirigió esa mirada mitad bondadosa mitad taimada tan propia de algunos curas, y me acomodó en una casita un poco lúgubre y que, además, albergaba en su piso bajo la comisaría de carabineros... ¡quién me lo iba a decir, dormir velado por los poderes terrenales y celestiales!
Al día siguiente reemprendí mi camino bajo las últimas lluvias del temporal y, con los primeros rayos de sol , Chiloé se me mostraba radiante; un mosaico de prados y bosquetes extendido sobre ondulantes colinas que se extendían hasta el infinito. La ruta 5 no es muy aconsejable, es estrecha y con mucho tráfico, así que opté por una ruta secundaria que sigue la costa Este. Sin pavimentar, tortuosa y laberíntica, continuamente debía volver sobre mis rodadas para reencontrarme con el camino correcto, pero por fin, a media tarde, llegué a una pequeña caleta donde desembocaba un río de aguas color café.
No era yo el único en la caleta, pues tres pescadores, los mismos a los que me refiero al principio del relato, acampaban en ella. Pronto entablamos conversación y, mateando alrededor del fuego, fuimos confraternizando. Al día siguiente me daba un noséqué irme, así que me quedé para echarles una mano en su trabajo. Pronto por la mañana, con la marea, salimos en una pequeña lancha a motor. Desde ella Jose Luis, embutido en su traje de buzo, se lanza al agua, donde busca la luga, el alga a la que ya me he referido. Un pequeño compresor en cubierta le da el aire que necesita, y mientras él llena sacos y sacos, nosotros los subimos a bordo.
Calado hasta los huesos y con algo de frío, pregunté por un alojamiento y me indicaron la casa del cura, a donde me dirigí con la confianza de que El Señor me acogería en su morada. El Padre Andrés, un sacerdote de ojos azules y fuerte acento alemán, me dirigió esa mirada mitad bondadosa mitad taimada tan propia de algunos curas, y me acomodó en una casita un poco lúgubre y que, además, albergaba en su piso bajo la comisaría de carabineros... ¡quién me lo iba a decir, dormir velado por los poderes terrenales y celestiales!
Isla de Chiloé, bautizada como Nueva Galicia.
No era yo el único en la caleta, pues tres pescadores, los mismos a los que me refiero al principio del relato, acampaban en ella. Pronto entablamos conversación y, mateando alrededor del fuego, fuimos confraternizando. Al día siguiente me daba un noséqué irme, así que me quedé para echarles una mano en su trabajo. Pronto por la mañana, con la marea, salimos en una pequeña lancha a motor. Desde ella Jose Luis, embutido en su traje de buzo, se lanza al agua, donde busca la luga, el alga a la que ya me he referido. Un pequeño compresor en cubierta le da el aire que necesita, y mientras él llena sacos y sacos, nosotros los subimos a bordo.
Jose, Jose Luis y Fernando, el Chino, sobre su pequeño bote.
El trabajo no acaba ahí, pues una vez sube la marea hay que descargar la luga en la playa, extenderla y dejarla secar. Después esta luga se procesa para extraer de ella la carragenina, sustancia empleada como gelificante en multitud de productos alimenticios.
Después del trabajo es el momento de sentarse en torno a un buen fuego, con el mate pasando de mano en mano sin cesar. Otros recolectores de la zona son invitados, como Doña Nancy y su familia, y la conversación se anima con numerosas preguntas a este viajero, a este turista, que ha aparecido de la nada y ya es un trabajador más. Doña Nancy es una mujer de unos sesenta años, enérgica y divertida, que en seguida se gana mi simpatía y la de Aluminio al preguntar si viajo sobre ese caballo. Claro que esto era de esperar de una persona que tiene dos yuntas de bueyes, ¡una llamada Muchacho-Valiente, y la otra Maravilloso-Jardín! Doña Nancy habla sin descanso, ríe, bromea, pregunta, cuenta infinidad de anécdotas e historietas, y entre una y otra deja entrever una vida de duro trabajo y sacrificio. La casa, los hijos, la chacra, las ovejas y las vacas, más la recolección de la luga y el pelillo (otra alga), marisquear y, por si fuera poco, el trabajo en los pantano recogiendo el pom-pom, un musgo que se emplea luego como sustrato para plantas y como relleno en los pañales. Por la noche nos invita a cenar a su casa y de propina nos regala un saco de patatas que ella misma recolecta sin dejar que le ayudemos, y que apenas podemos llevar de vuelta al campamento.
Durante cinco días acompaño a estos pescadores. Bueno, sin exagerar; como el trabajo es duro y tampoco participo de la ganancias, algunos días me escaqueo y me dedico a recolectar mariscos (palo-palo, tumbaos, lapas,...) que luego cocino para deleite de los muchachos, que me piden que no me vaya... ¡pero me tengo que ir! Aluminio, que al principio ha cogido con ganas este descanso, me empieza a echar indirectas y a sugerir que partamos. Yo también siento la llamada del camino, algo que me sale de dentro y que me empuja a continuar, a seguir cabalgando,... volver a estar, Aluminio y yo, solos en la carretera.
Así que con un poco de pena me despedí de mis amigos y seguí mi camino.
Hoy estoy en Castro y mañana embarco hacia el Chaitén. En tres o cuatro días me encontraré de nuevo en Argentina y retomaré mi camino hacia el Norte, aunque no sepa muy bien a dónde dirigirme... tiempo habrá de saberlo!