
Hacia finales del siglo XIII un caballero peregrino que había estado luchado en San Juan de Acre -último reducto cristiano en Tierra Santa-, volvió a su país natal, en lo que entonces era el Sacro Imperio, llevando con él un tesoro más preciado que todos los tesoros del mundo; porque antes de abandonar aquellas murallas desmochadas por el largo asedio musulmán, un joven fraile guerrero de la
Domus Hospitalis Sactæ Mariæ Teutonicorum, más conocida como Orden Teutónica, y que estaba herido de muerte; le encomendó al caballero peregrino la custodia de una pequeña bolsita de cuero que contenía la tierra arenisca que había estado exactamente a los pies de la Vera Cruz, en el monte Gólgota. La tierra que había sido regada con la Preciosa Sangre de Jesucristo. Después de pasar muchos sufrimientos, el pobre caballero, cuyo nombre se desconoce, llegó a Sajonia, donde murió de viejo, pero no sin antes hacer entrega de aquella mínima porción de tan sacratísima tierra a la aristocrática y riquísima abadía de Gandersheim. La abadesa hizo construir una rica cajita de oro y piedras preciosas con forma de cruz para depositar aquella valiosa reliquia, que fue venerada durante siglos al ser reconocido su poder milagroso por el arzobispo de Magdeburgo. Con el paso del tiempo fue perdiendo importancia y se relegó a una capilla oscura y olvidada de aquel convento Real.
En el siglo XVI y con las continuas guerras de religión que asolaron aquellos territorios, un anónimo soldado católico se llevó con él la reliquia hacia Franconia y la vendió a un sacristán acaudalado del priorato de Heidenfeld, ávido de poseer porciones de los cuerpos de los santos u objetos milagrosos como aquel. Poca importancia o ninguna se le dio después de muerto el sacristán a la reliquia, porque a finales del siglo XVII un rico mercader de Munich, ferviente religioso y desesperado por salvar la vida de su hijo, adquirió aquel puñado de arena que hacía más de cuatrocientos años había llegado a Alemania desde el último baluarte cristiano del disparatado reino cruzado de Jerusalén. Aquel mercader llevó la reliquia a su casa para que le concediese la gracia de apartar del cuerpo y de la mente de su hijo a los fantasmas o almas en pena que en su delirio afirmaba que le perseguían. El joven estaba como loco. Demacrado, enjuto, y muy débil por la fiebre. Tampoco comía ni bebía, ni dormía. El día que su padre llegó a casa, el muchacho fue atado a su cama y le colocaron el relicario sobre el pecho. Milagrosamente se sumió en un sueño reparador de más de tres días de duración, que le devolvió la cordura, las energías a su consumido cuerpo, y la tranquilidad a su espíritu. Parece ser que de esa familia pasó a otra y de esa otra a otra más, siempre con la fama de alejar y liberar a quien la poseía de la presencia de las almas en pena.
A finales del siglo XIX fue a parar a un colegio de la Compañía de Jesús, en Baviera, y durante los primeros años del nazismo, con la persecución del III Reich a los jesuitas que se oponían al régimen, salió la reliquia de Alemania y llegó, después de muchas vicisitudes, hasta aquí. Pero esa es otra larga historia que no contaré ahora.
En la actualidad la reliquia procedente de los Santos Lugares me pertenece. Aquella tierra prodigiosa, empapada con la sangre de Cristo ya no está en un fastuoso relicario. Está guardada en una ampolla de cristal tosco en la que debieron meterla a principios del pasado siglo los austeros responsables del colegio de la Compañía. Es un relicario con revestimiento de terciopelo azul y bordados de oro, todo bastante deteriorado por el tiempo, como podéis ver en la imagen. La ampolla está lacrada con las armas de un lugar o familia que no he podido identificar. En cuanto a los poderes milagrosos que se le atribuyen, no sé si serán verdad o leyenda, de la misma manera que no puedo asegurar que lo que contiene el poco apropiado relicario sea o no la tierra donde Jesús de Nazaret derramó su sangre en un Viernes Santo como hoy, pero así me lo han contado mis mayores, y así os lo he contado yo a vosotros. Sólo espero que si tiene el poder que se le atribuye, consiga alejar de mí la presencia del alma en pena que me persigue -como os persigue a cada uno de vosotros vuestra alma en pena particular-, y que descanse en paz para siempre.
Imagen: relicario que contiene la Tierra Santa del Gólgota, de y por dissortat