La visión de las cepas me emociona. Me ha emocionado siempre. Las viñas tienen un palpitar que se ajusta al mío, me adapto a su ritmo y las vivo en el corazón. El invierno las convierte en esqueletos algo tenebrosos y la poda regala ese sarmiento que, cuando se quema, huele a campo, a bruma húmeda, a tierra mojada. Con el paso de los meses los viñedos empiezan a brotar, es como un milagro observar que, esas pequeñas hojas, crecen firmes y seguras, bajo la mirada atenta de su cuidador y, en el ecuador de la primavera, lucen tiesas, desafiantes al calor; brillantes bajo el sol y la lluvia. Casi con la entrada del verano, bajo las hojas, nacen pequeñas joyas: esmeraldas incipientes, todavia diminutas pero que apuntan maneras. El calor las hace crecer, engordar y convertirse en jugosas uvas que pesan sobre el cuerpo de las cepas como pechos repletos. Al finalizar agosto y al inicio de septiembre se recogen esos preciados racimos, convirtiendo la vendimia en una fiesta, en un ritual, en un ir y venir de tractores repletos de uva. Y cuando esa orgía de olor, tacto y sabor finaliza es cuando se produce el milagro y las viñas nos regalan sus mejores colores, un espectáculo para quien lo quiera disfrutar y que, para mi , es el éxtasis. Ocres, dorados, rojos y granates dan paso a la llegada del frío que barrerá ese bonito cuadro y convertirá de nuevo el paisaje en un coro de esqueletos con el secreto de la vida eterna.
Es el ciclo de la naturaleza: morir para vivir, vivir para seguir muriendo.
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