Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



lunes, 30 de abril de 2018

Tres años



La pastilla que cae en mi mano izquierda no es del rojo brillante que me tiene acostumbrado y hastiado, sino de un color oscuro y apagado, cuasi como sangre reseca. Sabida es la desidia de los laboratorios que las fabrican, y sus pésimos controles de calidad. Pero no la descarto, son tantas las sustancias desconocidas que han ingresado a mi cuerpo… El medio vaso de whisky aguado que he dejado anoche sobre la mesa de luz me ayuda a tragar la píldora. Me dirijo a la sala, aparto de un manotazo los restos plásticos de mi última cena chatarra, que han quedado sobre el sillón, y me dejo caer en él como si me abandonara en los brazos de un ser amado. Cierro mis ojos y me encomiendo a las reacciones químicas que puedan liberarme de esta opresión.
Tres años ya, sin ti.
Tres años ya, viviendo –o muriendo- en esta horrible rutina. Días agobiantes, noches de insomnio, y la tremenda angustia del amanecer, que atenaza mi corazón y mis sentidos, sumiéndome en un oscuro terror, a la espera del efecto del medicamento.
Y los efectos de las sustancias también son rutinarios: primero, unos minutos en que todo se hace aún más oscuro y aterrador. Luego, un momento indescriptible de vacío, de la nada instalada en mi mente, como si nunca hubiera existido. Después comienza a invadirme una sensación más agradable, casi diría de paz, y finalmente me atrevo a abrir los ojos, aunque todavía me costará un gran esfuerzo enfrentar las tareas del día.
Hoy me he demorado en abrir los ojos, aferrándome un poco más a los instantes de tranquilidad, deseando que no acaben nunca. El peso y el tedio de saber lo que viene después se está haciendo insoportable.
Tres años, ya. Exactamente un día como hoy.
Tres años ya, desde que aquella extraña luz me deslumbró y me impidió contemplar tu partida.
Hoy, cuando el día empezó a aclarar, barriendo las sombras de mi insomnio, tuve la sensación –o tal vez el deseo- de que fuera un día distinto, especial, único.
Pero no puedo dejar que te instales en mis pensamientos. Mi siquiatra me lo ha repetido hasta el cansancio.
Empleo todas mis fuerzas en el acto –otrora tan sencillo- de abrir los ojos.
Y al abrirlos, tratando de no ver el cotidiano desorden de mi sala, tengo que volver a cerrarlos fuertemente, y mi cuerpo se encoge como el de un niño acosado por una terrible pesadilla.
Sigo en mi sillón, sí, gastado y sucio. Pero lo que me rodea no es mi sala, donde los restos de comida y las botellas vacías amenazan con sepultarme.
Mis manos cubren mi cara, y mis dedos oprimen mis sienes. Intento calmar mi respiración, mientras me digo a mí mismo: “-¡Despierta! Las pesadillas quedaron atrás, en la noche. Ya es de día… ¡Despierta!
Con profundo terror vuelvo a abrir los ojos, pero ese ambiente desconocido sigue allí, amenazando quebrar el débil equilibrio de mi mente.
Las paredes son de un metal muy blanco y brillante, y se curvan desde la base, hasta unirse al centro del techo, en un círculo luminoso. El piso, enteramente de cristal, permite ver una corriente de agua que corre por debajo, entre unas piedras perfectamente blancas.
Los muebles son muy extraños, de formas geométricas estilizadas, propios de una película de ciencia ficción.
Entonces, desde la cocina, apareces tú. ¡Tú! Y con esa sonrisa que siempre me ha dejado extasiado, me dices dulcemente:
- ¡Querido! Te has quedado dormido… Ya casi está listo el almuerzo.