Esta mañana apareció un águila muerta en la autovía. Se veía perfectamente desde la estación de servicio. Estaba en la incorporación, así que los coches pasaban no muy rápido junto a ella y trataban de esquivarla. Pero había tráfico, de modo que muchos no lograban evitarla y la atropellaban. Era grande. Sus alas tenían la envergadura de unos brazos abiertos.
No sé cómo acabó ahí. Probablemente estaba herida o enferma de antemano y no encontró otro sitio donde dejarse morir. Quizá ya estaba muerta cuando empezaron a aplastarla. A ratos quedaba entre dos carriles y los vehículos no llegaban a alcanzarla, pero a cada pasaba uno demasiado deprisa y la arrastraba consigo. Luego permanecía en la calzada y volvían a pisotearla una y otra vez.
Saltaban plumas por todas partes, y durante un poco aquello parecía una vaga niebla; como si alguien hubiera reventado decenas de almohadas. Blancas, marrones y grises. Subían cuando las empujaba una ráfaga y luego caían blandamente. Al final el águila desapareció, pulverizada por cientos de ruedas. Sólo quedaban salpicaduras de sangre que nadie veía y jirones de plumón en los rincones de la carretera. Pero por un buen puñado de horas estuvo en el asfalto, con los coches traqueteando al pasarle por encima, rompiéndose y aplanándose y soltando nubes de plumas como un surtidor interminable.
No sé cómo acabó ahí. Probablemente estaba herida o enferma de antemano y no encontró otro sitio donde dejarse morir. Quizá ya estaba muerta cuando empezaron a aplastarla. A ratos quedaba entre dos carriles y los vehículos no llegaban a alcanzarla, pero a cada pasaba uno demasiado deprisa y la arrastraba consigo. Luego permanecía en la calzada y volvían a pisotearla una y otra vez.
Saltaban plumas por todas partes, y durante un poco aquello parecía una vaga niebla; como si alguien hubiera reventado decenas de almohadas. Blancas, marrones y grises. Subían cuando las empujaba una ráfaga y luego caían blandamente. Al final el águila desapareció, pulverizada por cientos de ruedas. Sólo quedaban salpicaduras de sangre que nadie veía y jirones de plumón en los rincones de la carretera. Pero por un buen puñado de horas estuvo en el asfalto, con los coches traqueteando al pasarle por encima, rompiéndose y aplanándose y soltando nubes de plumas como un surtidor interminable.