En el patio hay una mesa redonda y una silla de mimbre junto a una jardinera atestada de agaves y áloes. Otras tantas crasas crecen en un tiesto alto, grueso y amarillo a no menos de cincuenta centímetros del suelo. Las plantas se reproducen prolíficamente hasta casi salirse de su tierra, son secas y se tienden telarañas de un lado a otro de sus hojas.
Solía salir a fumar sentándome en una de las sillas junto a la típica mesa de terraza (con una sola pata sosteniendo un tablero de cristal). Me gusta mirar hacia los agaves y observar el ir y venir de los ajetreados bichitos, que parecen tan ocupados. Riego poco las plantas pero las hojas se ven carnosas y suculentas; sólo una conserva la cicatriz que dejé al cortarla para curarme una herida con su balsámico jugo.
En aquella ocasión daba cansados pasos de un lado a otro del patio, arrastrando el polvo y mirándome los pies. Hacía mucho calor; el sol golpeaba con fuerza el suelo, que relucía brillante. Me molestaban los moscardones que iban y venían. Ya pretendía marcharme de nuevo a mis quehaceres cuando, sin pensarlo un segundo, me volví varios metros hasta donde se encontraban los agaves.
Sin reflexionar lo que iba a hacer clavé el cigarrillo encendido en una de sus hojas hasta que se apagó. Pude ver cómo se abría un agujero y crepitaba la envoltura carnosa y verde; la gelatina del interior burbujeó y se evaporó exhalando un olor ácido. Después quedó una herida abierta de contornos negros, pero el agave permaneció inmóvil.
No sé qué me motivó a cometer aquel acto de genuino maltrato para el que no tenía predisposición previa, pero una inquietud morbosa me tonificó el cuerpo. No pude evitar una sonrisa plácida cuando retomé mis ocupaciones, envuelto en una inexplicable y misteriosa calma.
Solía salir a fumar sentándome en una de las sillas junto a la típica mesa de terraza (con una sola pata sosteniendo un tablero de cristal). Me gusta mirar hacia los agaves y observar el ir y venir de los ajetreados bichitos, que parecen tan ocupados. Riego poco las plantas pero las hojas se ven carnosas y suculentas; sólo una conserva la cicatriz que dejé al cortarla para curarme una herida con su balsámico jugo.
En aquella ocasión daba cansados pasos de un lado a otro del patio, arrastrando el polvo y mirándome los pies. Hacía mucho calor; el sol golpeaba con fuerza el suelo, que relucía brillante. Me molestaban los moscardones que iban y venían. Ya pretendía marcharme de nuevo a mis quehaceres cuando, sin pensarlo un segundo, me volví varios metros hasta donde se encontraban los agaves.
Sin reflexionar lo que iba a hacer clavé el cigarrillo encendido en una de sus hojas hasta que se apagó. Pude ver cómo se abría un agujero y crepitaba la envoltura carnosa y verde; la gelatina del interior burbujeó y se evaporó exhalando un olor ácido. Después quedó una herida abierta de contornos negros, pero el agave permaneció inmóvil.
No sé qué me motivó a cometer aquel acto de genuino maltrato para el que no tenía predisposición previa, pero una inquietud morbosa me tonificó el cuerpo. No pude evitar una sonrisa plácida cuando retomé mis ocupaciones, envuelto en una inexplicable y misteriosa calma.