Durante años todo había ido bien. La gente vivía cómoda refugiada en sus sofás protectores, cálidos. Cada noche caldeaban sus hogares con el brillo trémulo de la televisión; nunca les faltaba algún contenido grotesco, alguna escena humillante, los calzoncillos sucios de cualquier criatura repulsiva que les hiciera reír, que les arrancase una sonrisa plácida.
Las ciudades crecían en silenciosos latidos, engullendo el campo para llevar allí más arterias, más capilares, más vías de comunicación y urbanizaciones y zonas de ocio, vidas sentimentales sanas, entornos adecuados donde pudiéramos crecer como personas y enriquecer el plano emocional.
Cada mañana una multitud golpeaba el asfalto cuando salía del subsuelo para dirigirse a idénticas ocupaciones en idénticos lugares donde serían alienados, pero en su felicidad no les importaba porque la televisión amante les aguardaba en casa.
Todo estaba en su lugar. El fútbol en pantallas y estadios, las gallináceas dementes en sus vomitivos platós, los monstruos de hormigón en las playas antes vírgenes, teleféricos y estaciones en las montañas, series industriales sacadas como churros de sus factorías.
Los niños jugaban día y noche. Para ellos siempre había un "vale, te compro la maquinita y te callas". Y me dejas en paz ver la tele, salir, olvidarme. Si los videojuegos no bastaban daba igual, porque los aparcábamos en los polígonos donde no estorbaban, donde el ruido de su mundo no llegaba, donde quedaban al cuidado de un grupo de botellas. Cada cosa en su lugar.
Teníamos de todo. El sofá, el sagrado altar de las familias, estaba siempre repleto. El mando a distancia tenía pilas y nunca faltaba un plato de comida para nuestros estómagos ni una ración de estupidez para nuestros cerebros. Había otras cosas en el mundo, pero no nos interesaban porque eran aburridas.
El cochazo en la puerta daba cuenta de nuestro bienestar y entre el millón de pisitos de la playa uno era nuestro. Las pantallas panorámicas, enormes, planas y negras eran óleos a nuestro triunfo, nuestro particular museo de reyes. No había padre que no pudiera presumir de su nuevo televisor o su auto más grande que el del vecino, igual que no había crío que no llenase internet con sus fotos tomadas en los baños y exhibiese su borrachera, la más comatosa en lo que iba de curso.
Pero de repente algo ocurrió. No supimos bien qué era. Llegó y se fue sin sentir. Como una muerte, recorrió las casas. Los garajes llenos de coches. Los bloques de pisos en las playas antes vírgenes. Las casas llenas de pantallas y consolas. Los baños con fotografías infantiles. Las ciudades atestadas de anuncios y carteles. Los hospitales repletos de psicólogos. Todo.
Los televisores se apagaron. Su luz tremulante abrió paso al frío invierno. El coche ya no rugía, sino que su vacilante motor parecía reírse de nosotros. Se desocupaban las imperiales urbanizaciones y sus ventanas se llenaban de carteles como insultos. Todo era una burla inmensa. La ciudad era ahora gris y hueca y ya nadie sonreía al trabajar por la mañana aunque supiera que la basura seguiría allí cuando volviera, tal vez porque la pantalla no era lo bastante plana o lo bastante grande.
Entonces despertaron. Salieron a las calles. Los padres dueños de grandes coches. Los niños ya jóvenes tras el vapor de sus borracheras. Todos en masa. Y lucharon. Y gritaron. Y exigieron.
Porque les habían fallado los Gobiernos a los que jamás se molestaron en elegir. Porque les había estafado la política en la que jamás se preocuparon por participar. Porque las cosas que jamás les habían interesado - porque eran feas, y aburridas, y grises - ahora no les gustaban. Porque toda esa gente a la que en su momento no hicieron caso parecía que tenía razón. Porque mientras ellos estaban en su sofá, protector y cómodo, el mundo se había venido abajo.
Y ahora querían que se lo levantaran. Que lo reconstruyeran. Que alguien saliese de cualquier parte y lo arreglara todo mientras ellos volvían a sus sofás para que todo fuera como antes. Porque se lo merecían. Aunque nunca hubiesen movido un dedo. Aunque nunca se hubiesen implicado. Eran ciudadanos.
No descansarían, no pararían de luchar hasta que todo fuese como siempre, como debía ser, hasta que pudiesen volver a sus hogares y a la calidez de sus sofás y ser otra vez felices. Y ver de nuevo el espectáculo enfermizo de los platós, y las series industriales, y tomarse fotos en el baño y beber hasta reventar y hacer todas aquellas cosas y que esta vez fuese para siempre. Que nadie les robara su mundo nunca más.