Hace justo un año, este mismo día de este mismo mes, sólo 365 días atrás en el tiempo escribía en este blog una entrada hablandoos de la navidad. Y hoy, un año después, para no defraudar a los visitantes anónimos que buscan mi opinión acerca de los valores de la navidad, me doy cuenta de que una de las inevitables paradojas que trae consigo esta festividad es que nadie puede evitar hablar de ella.
Todo ha empezado por una visita inoportuna a la cocina, donde pretendía tomar mi desayuno. De la radio escapaban las opiniones de un forum escueto y variado de mujeres que discutían exasperadamente entre el sí o el no a la navidad. A tiempo llegué de escuchar como una de ellas se atrevía a decir, casi a gritos y como si le fuera la vida en ello, que la navidad sólo une a las familias débiles y que no se entienden durante el resto del año. Casi inconscientemente, y siempre sin ánimo de dañar susceptibilidades, una risita tímida y cínica escapó de mis adentros, dando pie al comienzo de la que sería la bronca del día.
- “¡¡Pues si tanta gracia te hace, no aceptes ningún regalo en nochebuena!!”. - “Firmo. Aquí y ahora. Pero que no me hagan ir allí a poner la cara”.Está claro, hoy tambien desayunaré en mi habitación. Lo que sea para no seguir discutiendo sobre lo mismo de siempre. Y aquí, con mi café en la mano, el bollo hipercolesterólico y la risita aún ardiente en mi garganta, me he dado cuenta –después de más de veinte años de debate interno- de qué va toda esta historia. La navidad es un mercado. Es el sistema capitalista de una sociedad instrumentalizada. Los
navideños compran con los regalos la felicidad de la gente. Y es que en el fondo en eso consiste todo. Alguien te hace un regalo para que tú sonrías y le hagas sentir bien por dentro. Es, de hecho, la forma más egoísta de conseguir para sí mismo alegría o felicidad. La forma más tonta y más patética que alguien puede tener para sentirse bien consigo mismo. Aunque bien es cierto que no todos los regalos son igual, ni todos los
navideños los hacemos de la misma manera y con las mismas intenciones.
Hay
regalos de compromiso, los que se hacen porque te tocó en el sorteo del amigo invisible en el curro, juego del que no puedes escapar por mucho que lo intentes.
Luego están los
regalos obligatorios, los que de no hacerlos seguro que acabarás dañando lo personal que te une con esa persona. Esto suele pasar tambien con fechas tipo cumpleaños, o santos especiales, o aniversarios... Son los que el vínculo de amistad, o amor, o familia que te une con la persona, te pone en el aprieto de tener que adquirir por obligación algo para demostrar que
te acordaste.
Los
regalos de cortesía son casi los peores, son los que me hace cada año mi familia, los que descansan la madrugada del 24 al lado de un arbol de navidad convenientemente adornado; esos que desenvuelves ya pensando en qué habrá caído esta vez e instantáneamente, mandando la orden a tu cerebro de que envie con urgencia una sonrisa convincente directa a tu boca. Porque quien compró ese regalito es lo que espera a cambio. Y tú se lo das. Ese regalo, que comprobado científicamente, no te gustará y no le encontrarás uso práctico, hibernará en tu armario durante un tiempo para acabar en algún centro de donaciones o en el contenedor de la basura algún tiempo después, o yendo las cosas bien, será devuelto al hipermegacentro donde fue comprado a cambio de un vale regalo.
Luego están los
auto-regalos, los que te encarga alguien que compres para ti misma. Un cheque canjeable o dinero en un sobre; la única manera de darle utilidad a tanto gasto inútil y para nada deseado. Aunque lo peor es cuando alguien confude este tipo de regalos con los anteriores (los de cortesía) y te pide que una vez que te lo has probado, pagado y comprado, lo envuelvas con cuidado, le pongas una etiqueta con tu nombre y lo dejes al lado del arbol como si nada hubiera pasado. Y la sonrisita, por favor, que no se te olvide la sonrisita de sorpresa. Y si te sale espontáneamente un
“¡¡Hala, como mola!!” mejor todavía.
Y por último están los
regalos hechos a partir de la ilusión. Pero… ¿ilusión de qué? La ilusión de la sonrisa. De nuevo, un regalo egoísta, porque pretendes que ese regalo que has pensado, buscado, pagado con tanta ilusión, llegue a esa persona como habías pensando que llegaría. Todo un trabajo cuidado de imaginación. Que le guste, que le haga ilusión. Aunque sabes que en el fondo la que más estás disfrutando de todo eso eres tú. Pero son regalos sinceros, los haces desde el cariño, el afecto, o el amor. Los haces porque sabes que esa persona lo desea, lo necesita, sabes que le hará gracia, sabes que lo disfrutará… y no hay nada mejor que te pueda dar mayor alegría.
Estos son mis preferidos. Y uno de los recursos con que más disfruto
todo el año para sentirme bien. Yo esta navidad ya he empezado a hacerlos. Aunque reconozco el peligro que supone: puede ser confundido con un regalo de cortesía, o con uno obligatorio, o peor aún… puede ser entendido de otra manera a la que sentiste al comprarlo, puede transmitir a esa persona la asquerosa manía de tener que compensarte por ello. Puede que se sienta en la obligación de darte a tí uno
de compromiso. Puede hacerle sentir mal porque él o ella no te ha regalado nada a cambio. Pero es que a cambio ya te ha dado lo que buscabas. Puede, además, ser recibido defectuoso, puede que alguien se te haya adelantado y te repitas. Pero ya lo has hecho y aunque no hayas visto aún la sonrisa, sabes que está ahí. Sólo hay que esperar a ella.