Es probable que Amsterdam sea mi ciudad europea preferida, y tal vez por esto es una de las ciudades que he visitado en varias ocasiones, en muchas ocasiones, diría, aunque lo que en verdad me gustaría es vivir una temporada en esta ciudad de cuento, colorida y excitante, tocada por la inspiración humano-divina, ciudad-fetiche, ciudad-bicicleta, ciudad-museo al aire libre, ciudad de belleza comestible, carnosita y deliciosa, con aroma a hachís y marihuana, a fluido rojo... sólo hay que callejear por su belleza encarnada y fosforescente, por los puentes de esta tela de araña, que te atrapa y te engatusa, que te convida a amarla sin interrupción, con un alucinatorio y delirante sentido de la subconsciencia.
Vuelvo a Amsterdam, después de mi último viaje Interrail por Europa, y lo hago en avión, que es otro modo de viaje, quizá menos poético que en tren, aunque elevarse por los aires tiene su encanto y procura cierto grado de éxtasis. Despegar se me antoja "pura levitación".
En esta ocasión viajo acompañado, lo que da sin duda otra dimensión al viaje. Ahora que me da por recordar, la primera vez que puse los pies en esta ciudad también lo hice en compañía. No obstante, el viajero, habituado a viajar solo, descubre o redescubre otra forma de sentir, porque al fin viajar, la mejor forma de viajar -como nos recuerda el poeta Pessoa- es sentir, sentirlo todo excesivamente, porque todas las cosas son, en verdad, excesivas, y toda la realidad es un exceso, una violencia, una alucinación extraordinariamente nítida, que vivimos todos en común con la furia de las almas.
Aterrizo en Schiphol, que se perfila al igual que la ciudad como una tela de araña, y desde ahí -abajo- me encamino, en el trenecito amarillo de las ilusiones, hacia la Estación Central (Centraal Station), cuyo arquitectura me resulta similar a la del Rijksmuseum. Luce el sol y se espera un día hermoso, como linda es la ciudad...
Si Amsterdam es una ciudad de cuento, Holanda -Holland- también se me hace un país de hadas, principitos y querubines, de hadas bellísimas, con los ojos marinos de lo celeste y la sensualidad de lo hechizante, y príncipes aguerridos, montados en la bici de lo libertario.
Viajar a Holanda es como hacerlo a través de un cuento de infancia -nuestra única patria verdadera-, si nos fiamos de Rilke, gran poeta checo, que viajó por España y escribió un interesante epistolario.
Viajar a Holanda -ese país excelso y coqueto bajo el mar y por encima del cielo sagrado de las promesas-, es montar en bicicleta, erotizar los movimientos, lamer luz roja, acostarse con la polisemia, beber cerveza en la fábrica de Heineken, comer arenques en Volendam y queso y leche evaporada en Monickendam, echarse una siesta en alguna pradera tulipanada, a orillas de algún canal de ensueño, y poner en marcha las aspas de un molino de viento, sintiéndose Quijote por un momento, sintiéndose manchego y universal en una sin par aventura, atrevida, exquisita, hecha a medida humana, sintiéndose berciano y universal en Tierras Bajas (Neederland).
Amsterdam es una ciudad hecha a escala humana, ganada al mar, construida y reconstruida por el ser humano, ciudad bucólica y bohemia, que tuve la suerte de visitar por primera vez en la Semana Santa de 1989, en compañía de una amiga, Rocío. Luego, en 1992 -mientras disfrutaba de una Erasmus en Francia-, emprendí de nuevo ruta Interrail hacia la ciudad de los Coffees. Ya en 1993, provisto con otro billete Interrail y habituado a lo que se guisa y se come en esta ciudad holandesa, me introduje, quizá por la gatera de la surrealidad, en su alma. En agosto de 1993, en el hostel de Haarlem, que queda a unos pasitos en tren de Amsterdam, conocí a dos italianas de Milano, o cerca de Milán. Las hermanas Simona y Elisa Brunelli. Simona era morena y cariñosa, y Elisa una gran conversadora. Pero mis deseos de visitar Copenhague me apartaron de ellas. Mi billete Inter-rail estaba llegando a su fin, con lo cual decidí, no sé si acertadamente, prescindir de su compañía para continuar mi viaje a la ciudad de la sirenita y la luminosidad pictórica. Sentí pena -debo confesarlo- por tal apresurado desenlace con las chicas italianas.
Continuará.