En materia de edición literaria, España lo ha visto prácticamente todo. Se publica más de lo que se lee, y todo lo que se publica, más que menos se edita. El bonito papel del editor.
En nuestro país, hasta el escritor más consagrado tiene que enfrentarse a su editor para discutir el detalle más nimio de su novela (y quien no lo acepta, flaco favor hace a su libro). Las discusiones traspasan las cuestiones económicas de los adelantos o la promoción para trascender al terreno púramente literario. El editor y el escritor son personas como nosotros, pero discuten con pasión de cuestiones inexistentes. Los puedes ver debatir sobre el nombre de un personaje con el mismo fervor que dos futboleros lo hacen sobre el último derbi. Chocan por ese final, para uno cursi y para otro necesario, o por la extensión del quinto capítulo, que uno quiere recortar y el otro dejar impoluto. El editor y el escritor hacen de la ficción de la novela, sin saberlo, una realidad en la que trabajan y con la que se ganan los garbanzos.
Por desgracia, esta relación singular desaparece cuando el libro es una traducción proveniente del extranjero. La mayoría de editores (y también los escritores) consideran que cuando un título ya ha sido editado en su país de origen, no merece la pena volver a echarle mano. Total, ¿qué se puede hacer que no haya hecho el editor original? Por eso nos acostumbramos a que todos los best sellers extranjeros y también los títulos más humildes nos lleguen tal y como los concibieron en su casa, sin cambiar absolutamente nada, y nadie se sorprende cuando lo más que conoce el escritor de su editorial extranjera es el responsable de comunicación, en el hipotequísimo caso de que participe en la promoción. En la mayoría de casos, ni eso.
Lo curioso es que no ocurre en todos los países por igual. En otros lugares, sin importar el desarrollo de su industria editorial, sí comprenden que la labor de un editor de texto no se limita a los autores de la propia lengua, sino también a aquellos que han traducido. Hay editoriales estadounidenses que le piden a nuestros autores españoles descripciones más exhaustivas de los personajes, y editoriales alemanas que se atreven hasta proponer un cambio de final. No hace falta llegar tan lejos en la edición de otras lenguas, pero eso no significa que se deba respetar el texto original como si el editor del país de origen no se pudiese equivocar. ¿Os imagináis a Ken Follett desarrollando la segunda escena del capítulo diez de Los pilares de la tierra en exclusiva para la edición en castellano? ¿O a J.K. Rowling agregando una descripción del retrato del pasillo de Encantamientos a petición de su editora española? Esto, que a nosotros nos choca tanto, es una práctica más habitual de lo que creéis cuando nuestros autores son los traducidos. Cuánto mejorarían algunos títulos extranjeros (y quizá, se hubiesen ahorrado un fracaso en nuestra tierra) si se extendiese la práctica de editar aunque sea un poco a los escritores extranjeros que publicamos en España. No es una cuestión de soberbia. Es el simple hecho de querer lo mejor para el libro, y en eso estamos todos unidos.