martes, 26 de noviembre de 2024

Tres hombres y una mujer

 

Álvaro Pombo
El exclaustrado
Anagrama. Barcelona, 2024.

Como folletín filosófico o comedia de enredo trascendental podría denominarse las más reciente novela de Álvaro Pombo. Tres hombres –el exclaustrado que da título al libro, su sobrino Jaime, un “profesor auxiliar de filosofía”-- y una mujer, Petri Gillard, camarera en un bar de copas, que se casa con el último de ellos y tiene relaciones con los otros dos.

            De folletín la califica el propio narrador: “¿Y a Jaime qué le pasa? ¿Ama Jaime a Petri como Petri a Jaime? He aquí la gran pregunta de cualquier folletín que se precie. Y este relato es, entre otras cosas, un folletín que se precia de sí mismo”.

            Comenzamos a leer El exclaustrado y lo primero que nos viene a la memoria son El escritor o El enfermo, las novelas crepusculares de Azorín. El “discreto” protagonista –así lo llama el autor--  vive retirado del mundo en una pequeño apartamento lleno de libros, sin más visitas que la de la asistenta que le atiende. Está leyendo a Sartre, al primer Sartre, y buena parte de sus elucubraciones tienen que ver con El ser y la nada, libro que se glosa y cita abundantemente.

A ratos pensamos en Unamuno o Pirandello. Hay personajes en busca de un autor y uno que se declara autor o manipulador de todos los demás. Discutiendo con su mujer, Antón Rubial, el profesor de filosofía, le dice lo siguiente: “He aquí un personaje que ha querido ser lo que haga falta y no ha servido de nada. ¡Hay algo más trágico que Petri Gillard? Nada hay más trágico que Petri Gillard. ¡Que el corazón de la bienintencionada lectora reviente ahora! ¡Si revienta ahora, habré escrito una gran novela!”. Aunque se dirige a ella, emplea sorprendentemente la tercera persona.

En otro pasaje, es el decimonónico narrador omnisciente quien nos refiere los pensamientos de Jaime: “Se da cuenta de que Rafael siempre le ha manipulado. Le manipuló cuando le dijo que los tres, Jaime, Petri y su tío Juan, eran personajes de una ficción que él imaginaba. Personajes de Rubial”.

            Los ingredientes que se emplean en El exclaustrado son de primera calidad, muy Álvaro Pombo, el resultado de una vida dedicada a elucubrar sobre los enigmas del hombre y del mundo, a moverse por los estrechos lindes que separan filosofía, teología y literatura. Pero el resultado es una obra frustrada, un borrador que nadie parece haber leído con atención, ni el autor ni un editor a la manera anglosajona que le señalara los descosidos.

            Que son muchos, y graves. Señalaré algunos. En la página 37, hablando de Antón Rubial y de Petri Gillard, que trabajaba en un bar de alterne, afirma el narrador: “El caso fue que se casó con esta periquita y se divorciaron a los tres años. Casarse y divorciarse fueron dos actos casi continuos”. Pero pronto –o no tan pronto, en la página 100 se refiere a ella como su “exmujer”-- este narrador omnisciente, pero de mala memoria, se olvida de esa afirmación y toda la trama melodramática de la novela se basa en que Petri abandona el domicilio conyugal y luego –sorpresivamente-- vuelve a él porque sigue casada con Rubial, quien la trata y la maltrata –llega a encerrarla en casa-- como su legítimo dueño.

            Jaime solo vio a su tío, Juan Cabrera, el discreto exclaustrado, una vez hace quince años, “cuando era muy joven”. Pero como tiene en torno a veinte años, resulta que no era muy joven, sino un niño. Y no podía recordarlo vistiendo hábito, según se nos dice, porque Juan Cabrera había abandonado el convento hace veintidós años, cuando tenía cincuenta.

            Es cierto que un relato crea su propia verosimilitud, que no tiene por qué coincidir con la de la vida real, pero una cosa es que Gregorio Samsa se despierte convertido en insecto y otra que en la página 44 Petri Gillard sea una pésima cocinera (“Pero, criatura, ¿no ves que no sabes guisar nada decente? Hasta las patatas guisadas con perejil, las vulgares patatas viudas, te quedan siempre aguadas. Haces unos guisos inmaturos, de cafetería, de escort girl”, le reprocha su marido) y en la 70, cuando le abandona y se va a vivir con una amiga, coman las dos de lo que guisa Petri: “pucheros ricos que le había enseñado su madre”.

            Álvaro Pombo ha querido escribir una historia actual, aunque nos suene tan vintage. En la primera página leemos: “Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de la voluntad ajena, la voluntad del Estado”. No hay nada, sin embargo, en el resto del libro, que haga referencia a esa situación; no hay mascarillas, toques de queda, clases virtuales. La acción habría sido más creíble situada en los años sesenta. Casi todos los pequeños detalles, esos pequeños detalles que tanto contribuyen a la sensación de verdad en un relato, rechinan: Petri, antes de volver con su marido, le cita en un Starbucks y allí “los dos eligen un sándwich mixto”. ¿Un sándwich mixto en un Starbucks?

            Significativo de las inconsistencias del relato resulta que el motivo del resentimiento de Antón Rubial contra Juan Cabrera –resentimiento que mueve la trama-- fuera que a una denuncia suya se debiera el que lo expulsaran del convento en el que era novicio, sin que se dé muestra alguna de que Rubial tuviera vocación religiosa (más bien parece que le hicieron un favor al expulsarlo).

El narrador se ocupa minuciosamente de las interioridades de los personajes (con abundantes reflexiones filosófico-teológicas), pero con frecuencia da la impresión de que sus cambios obedecen menos a razones psicológicas que a caprichos del autor, a sorpresivos giros de guion como en una serie televisiva. Y como en una serie televisiva americana actúan los policías que aparecen en el capitulo final.     

Materiales para una novela intelectual, a la manera de las de Pérez de Ayala o de otras del propio Pombo, hay en El exclaustrado, pero lo que se publica es un borrador que necesitaría una lectura atenta de un editor competente y una reescritura que no afecte solo a las inconsecuencias menores, sino a la concepción del narrador.

 

jueves, 21 de noviembre de 2024

A la altura de las circunstancias

 

Simon Armitage
Avión de papel. Poemas escogidos 1989-2014
Traducción, prólogo y notas de Jordi Doce
Impedimenta. Madrid, 2024.

La poesía sigue un movimiento pendular: tiende a acercarse o a alejarse lo más posible del lenguaje cotidiano, a rehuir la anécdota y el sentimentalismo –recordemos los tiempos de la poesía pura-- o a contar historias, denunciar en verso, ser un desahogo del corazón. La segunda de esas líneas suele resultar menos prestigiosa. La poesía que todos entienden y que a todos gusta no acostumbra a gozar del favor de los críticos (en España, últimamente se utiliza para referirse a ella el término de “parapoesía”). Y pretender vivir de la poesía y sus alrededores –ahí está el caso de Elvira Sastre--  hace fruncir el ceño a los entendidos.

            Simon Armitage, el más conocido y reconocido de los poetas ingleses contemporáneos, pone en cuestión esos esquemas. Es un autor famoso fuera de los estrechos círculos literarios, escribe sobre cualquier tema de actualidad, reconoce entre sus maestros tanto a Ted Hughes como a David Bowie, se le estudia en los colegios de secundaria, ha recibido el título de Poeta Laureado. Muestra su preferencia por los temas locales y no le interesa poco ni mucho insertarse en la gran tradición de la lírica moderna, la que tiene a Mallarmé por uno de sus santones.  

            Comenzamos a leer Aviones de papel, una amplia antología de su obra preparada por él  mismo y traducida por Jordi Doce, llenos de prejuicios. Pero no tardan en desaparecer. Buena parte de la poesía actual, antes que buena o mala, es aburrida y borrosamente pretenciosa. Simon Armitage no es ni una cosa ni otra. Sabe contar historias y a menudo recurre al humor, un humor a ratos negro y al chiste no siempre del mejor gusto.

            Antes de convertirse en esa especie de oxímoron que es un poeta profesional, Armitage, que viene del norte de Gran Bretaña, de la parte más pobre y menos convencionalmente británica, fue agente de la condicional, y conoció bien el mundo de la pequeña delincuencia. Sin esa experiencia no podría haberse escrito un poema como “Caradura”, que trata de la tragedia de Hillsborough, donde 97 personas murieron durante un partido de fútbol a causa de una avalancha, desde una perspectiva tan peculiar, igual que ocurre con el que dedica a la matanza en el instituto de Colombine (“Entretanto, en algún lugar del estado de Colorado, armados hasta los dientes con miles de flores…). Esa técnica distanciadora evita la falacia patética, aunque Armitage sea un poeta que gusta de los efectos patéticos: muchos de sus poemas parecen inspirados en las páginas de sucesos de los periódicos.

            Para saber si conectamos o no con la poesía de Armitage basta con leer un poema como “Temporada de grosellas”, incluido en uno de sus primeros libros, Chico, de 1992. Se trata de un monólogo dramático, como tantos otros suyos. Lo que se nos narra es un crimen que no deja remordimiento ninguno y que solo se recuerda cuando se sirve sorbete de grosellas. ¿Un cuento en verso? Puede ser, pero si es un poema no es porque esté en verso –en prosa están los que se incluyen en Ver las estrellas, de 2010, no menos narrativos, aunque de otra manera, y no por eso dejan de ser poemas--, sino por el sabio uso de la elipsis. En cualquier caso, no importa mucho la distinción genérica: Armitage prefiere hacer poesía con lo que habitualmente no es propio de la poesía, y eso es lo que valoramos más en él.

            “Realismo sucio” es el término que habitualmente se aplica a la manera de entender la poesía que Armitage muestra en una parte de sus poemas, pero él, al contrario que Carver o Bukowski, no suele identificarse con el protagonista de sus textos en primera persona. No es tampoco un poeta monocorde: la poesía narrativa alterna con la que se acerca a la letra de la canción. Y para mostrar su versatilidad alguna vez utiliza los temas y al tono de lo que convencionalmente suele entenderse por poesía lírica: “Nieve”, “Lluvia” “Neblina”, “Rocío” de En memoria del agua, por ejemplo.

            Acierta más cuando trata temas menos frecuentados, como en “Motosierra contra hierba de las Pampas” (quizá habría sido más acertado traducir “contra el plumero de las Pampas”) o en el espléndido homenaje a Dante a la manera de Pound que es “Poundland”: el centro comercial, símbolo del vacuo consumismo, convertido en uno de los círculos del infierno.

            Armitage no siempre nos convence, no quiere ni puede ser sublime sin interrupción, pero nos sorprende y nos conmueve con una frecuencia que en pocas ocasiones encontramos en un poeta traducido tan gustoso de lo local, tan cronista de lo cotidiano. Contra lo que pudiera esperarse, los poemas (salvo los más próximos a la canción) funcionan muy bien en la traducción de Jordi Doce. También los fragmentos que se incluyen de sus versiones del Hércules furioso de Eurípides y de la Odisea, en las que insiste en un toque gore que no deja de ser marca de la casa.

            Muchos tonos los de este poeta nada monótono. A ratos parece acercarse a la greguería (“los escarabajos levantaban los paneles solares de sus caparazones”, “las ramas de los árboles eran baldas de una tienda / que vendía insectos como broches y cinturones de piel de serpiente”, “las orquídeas azules se ofrecían sin pudor”) mientras que en “Anochecer” utiliza muy eficazmente uno de los procedimientos, la yuxtaposición temporal, estudiados por Carlos Bousoño en su olvidada y todavía fértil Teoría de la expresión poética.

            Simon Armitage resuelve una paradoja, la de cómo ser universal insistiendo en lo local y cómo trascender a un tiempo concreto siento minuciosamente fiel a ese tiempo. Mejor que buscar la eternidad y trascendencia de la palabra poética, saber estar a la altura de las circunstancias.   


           

jueves, 14 de noviembre de 2024

Ensueño napolitano

 

Juan Antonio González Iglesias
Nuevo en la ciudad nueva
Visor. Madrid, 2024.

En la corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de poetas. Como Garcilaso, como Aldana, como Quevedo, también Juan Antonio González Iglesias –estudioso del clasicismo, además de poeta-- ha sido huésped de la ciudad, ahora que los nuevos reyes y virreyes se llaman –según indica en la nota de agradecimiento final-- Unión Europea y Ministerio de Cultura.

El resultado de esa estancia, sin duda grata, es un puñado de poemas cuya edición ha sido financiada “con cargo al Plan de Recuperación, Resiliencia y Transformación y la Unión Europea-Next Generation EU”. Difícil resistirse a hacer demagogia con estos datos previos. ¿Cómo no comparar a González Iglesias con los ilustres invitados de la Unión Soviética, tratados a cuerpo de rey, y que volvían cantando maravillas del Paraíso de los Trabajadores? Uno de los poemas se titula precisamente “Elogio de la cultura europea”.

            Comenzamos a leer con un cierto recelo, pero en seguida nos seduce el encanto de la mayoría de los poemas, delicadas acuarelas de ciertos rincones napolitanos. En “Domingo”, durante un grato paseo por el Lungomare se nos habla del “bosque de los yates”, del Vesubio al fondo, de los veleros que están casi llegando a Capri “un puñado / de pétalos muy blancos que acabara / de lanzar alguien sobre el mar”, de la belleza que “trae la justicia al mundo”.

“Condominio napolitano” describe la entrada de uno de los característicos palazzi (que no son los palacios españoles) de la ciudad, con su decoración navideña, sus macetas de terracota y sus vasos de mayólica “y al fondo, sorprendida en la hornacina, / una mujer desnuda en mármol blanco, / una diosa, también iluminada”.

             Una imagen suele resaltar en lo que a veces puede parecer simple descripción: “Muy lenta cae la tarde, su neblina / iguala las columnas y los árboles / y con finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una” (“Maiolicato”); en el cabo Posílipo los pinos a contraluz “parecen una tropa / de marinos recién desembarcados” (“Anábasis”).

El Castell dell’Ovo y un carguero se confunden bajo la lluvia repentina: “Todo se iguala / en gris vertiginoso. Es una fiesta. / El carguero se vuelve tan monótono / como el mar y el castillo. He visto antes / este difuminado / creo que en Turner. / No soy el único al que le complace / la secreta armonía de las cosas”.

Hay también tres gatos que contemplan inmóviles el mar como en un emblema de Alciato; la primera nieve sobre el Vesubio admirada, junto a jóvenes estudiantes, desde la terraza de la universidad; un caminar “oscuros en la noche solitaria”, enésima variación del verso de Virgilio, por los alrededores del lago del Averno tras visitar la gruta de la sibila en Cumas. Y no podía faltar un tópico tan clásico y tan Winckelman, de cuya idealizada visión del helenismo parece heredero González Iglesias, como el elogio de la belleza masculina.  Lo encontramos en “Lunes en el museo”, primer poema del libro, y en “Hércules Farnesio”, donde parece cobrar vida la escultura (“el héroe muta / en varón palpitante”) mientras que el joven que la admira “involuntario / reflejo del rival, un pie adelanta / estatua ya”.

            Pero no se limita González Iglesias a fijar en verso sugerentes estampas napolitanas, como han hecho tantos viajeros, y algunas anécdotas de su estancia en ella (sin aludir siquiera al otro Nápoles, al de la Gomorra de Roberto Saviano). Él quiere convertir a la ciudad en símbolo de una visión del mundo, de una filosofía redentora, la del clasicismo. Y ahí ya le resulta más difícil lograr el asentimiento del lector.

            Tropezamos ya en las primeras líneas del prólogo: “Sin la lógica poética no entenderíamos unas pocas cosas que importan mucho. Por ejemplo, que una de las ciudades más arraigadas en lo antiguo se llame ciudad nueva”. Pero no hace falta ninguna lógica poética para comprender que, por ejemplo, el Pont Neuf de París es el más antiguo de los puentes sobre el Sena. Simplemente, lo que era un nombre común, el puente nuevo, se convirtió en un nombre propio. No es un caso único: los poetas novísimos de 1970 siguen recibiendo el nombre de novísimos aunque ya yo sean ni siquiera nuevos. Ese error le lleva a González Iglesias a una conclusión tan arbitraria como todas las suyas: “De ello deducimos que siempre hay algo anterior a lo muy antiguo. Y que lo nuevo, si de verdad, quiere serlo, debe nutrirse de esas raíces muy profundas que se pierden en lo invisible”.

            Igual de falso nos suena el final de “Hércules Farnesio”. González Iglesias gusta, desde los primeros libros que le dieron la fama, de entremezclar el mundo clásico con el contemporáneo, el epíteto clásico con la jerga actual: “Fuera su crush este adalid barbado / que sujeta en su mano un fruto. A bordo / con él subiera de la nave Argos. / En el gimnasio fuera su colega. / Tranquilidad, testosterona, mármol / son retos para él. Grecia era esto, / la colaboración inteligente / con la naturaleza. Los teóricos / hablan de nuevas masculinidades”. Pero esas “nuevas masculinidades” son tan viejas como el mundo y hace tiempo que se aceptan igual que las tradicionales sin necesidad de ninguna coartada clasicista.

            El González Iglesias poeta no olvida al González Iglesias filólogo y buena parte de sus poemas, en este libro y en los anteriores, son glosas de ciertos términos, como ocurre con “magnánimo” o “mediodía” en los poemas así titulados. Y la traducción parcial de una oda de Horacio cierra “Imprenta”.

            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin y yo he repetido más de una vez. Lo que tienen estos poemas de lección moral vale menos que su aspiración a una belleza que no es de este mundo, pero que solo existe en este mundo. La banalidad de ciertos poemas, la esforzada moraleja, queda compensada con los aciertos expresivos y con el ímpetu de otros como “Nadador en Paestum”, que cierra el libro en lo más alto.

 

jueves, 7 de noviembre de 2024

Contra el tiempo

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Geografía de la ventura
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
Bartleby Editores. Madrid, 2024.

El deliberado silencio o la ruidosa polémica que acompañaron a muchas de las obras de Miguel Sánchez-Ostiz, sobre todo a partir de su novela Las pirañas (1992), no deben hacernos olvidar que comenzó como poeta y que lo ha seguido siendo como un hilo cordial que une su incesante dedicación a los más diversos géneros literarios.

            Alfredo Rodríguez, un poeta que ha puesto lo mejor de su empeño en promocionar a otros poetas, sobre todo a su maestro, José María Álvarez, rescata en Geografía de la ventura una muestra significativa de una poesía a la que pocos prestaron atención en su momento, pero que ha envejecido bastante menos que tantas de las que en los años setenta y ochenta acapararon los lectores.

Uno de los escritores a los que más constantemente ha prestado atención Sánchez-Ostiz ha sido Pío Baroja. La culminación de sus afanes barojianos –que, muy en su estilo, le llevaron a enfrentarse con la familia del escritor-- se encuentra en Pío Baroja a escena, “una biografía a contrapelo” --así se subtitula-- que se lee con la misma pasión con que fue escrita y que constituye una de las obras maestras del género.

En Baroja, en cierto Baroja, pensamos al comenzar a leer los versos de Sánchez-Ostiz. No en el Baroja de las Canciones del suburbio, con sus ripiosos octosílabos, llenos sin embargo de encanto, sino en el de tantas páginas en prosa como el “Elogio sentimental del acordeón” o las viñetas que acompañan a los capítulos de la trilogía Agonías de nuestro tiempo; en el Baroja de ensoñaciones aventureras de La estrella del capitán Chimista o Las inquietudes de Shanti Andía. Un buen ejemplo lo encontramos en el poema “Llévame al fin del mundo”, incluido en un libro de 1982: “Hazme escuchar la música de las constelaciones, / llévame donde los ríos aparecen inmóviles, / donde las mariposas nocturnas fosforecen / como una verde lluvia seca y cálida, / enséñame las selvas solemnes y silenciosas como templos / y las ciudades muertas de Tartaria / con rosas de arena en sus jardines. / ¡Goletas hacia las islas de la canela! / Haz que conozca todos los perfumes de más allá del canal de Suez…”. Y sigue la enumeración: “Llévame contigo en la primera caravana de la seda, en la Nave de los Locos, / hazme invisible contigo en el María Celeste, / escóndeme al paso del Barco de la Muerte”.

 A esos viajes soñados a un lugar en el fin del mundo, fuera del mundo, les seguirán otros reales, a los que ha dedicado excelentes libros, pero que no tendrán el mismo eco en su poesía, aunque buena parte de ella sea un “Elogio de la errancia”: “Y al final no hay casa que valga, / no hay casa que te defienda, / no hay casa que de verdad te acoja, / ni patria que merezca la pena”.

            Pero aunque “no hay casa que valga la pena”, Sánchez-Ostiz se ha pasado la vida buscando su “casa de la vida”, como diría Mario Praz, y al final creyó encontrarla en el valle del Baztán, cuyas trochas y veredas recorrerá incansable y cruzarán sus versos.

            Hay muchos Sánchez-Ostiz en Sánchez-Ostiz. El de más inagotable seducción es el de los primeros libros, de versos y de prosas que tenían muy a menudo el aliento de lo poético, el de La negra provincia de Flaubert o Mundinovi, miscelánea en cuyo prólogo se indica que dejó fuera todas aquellos escritos en los que advirtió “una excesiva presencia de lo cotidiano, de la acritud de las circunstancias, de las bufonadas”. Y añade una advertencia muy certera y que él pronto dejaría de tener en cuenta: “Lo desabrido, lo bronco y lo desapacible es algo que envejece mal”.

            Muchos de aquellos primeros artículos podían formar parte de una selección de su poesía, son poesía en prosa; a ratos, como ocurre en Baroja, más poética que la escrita en verso. En algún caso, así fue, como ocurre con las paginas en prosa tituladas “Siempre amanece”, incluidas en Invención de la ciudad, donde hace recuento de su vida sin olvidar los objetos que llenan su casa, desde libros antiguos (un “Alciato comido de ratones”, un “Dioscórides marcado con las huellas de varias generaciones de boticarios”) hasta “un arcángel del barroco cuya policromía se enciende con el sol de la tarde” o “barcos encerrados en botellas que navegan en una niebla de polvo”.

            La exasperación contra la época que le ha tocado vivir también está presente en la poesía de Sánchez-Ostiz, pero hay en ella menos lugar para el improperio, para la “perorata del apestado” (título de Bufalino que cita en algún poema) que en las novelas y en los últimos diarios, más confesionales. Pero toda su obra, tan personal y tan plural, casi inabarcable, no es, en el fondo, sino una diatriba contra el ultraje de los años, contra el tiempo que ni vuelve ni tropieza, que arrambla con todo y que nos envenena con una nostalgia de cosas que no sabemos si sucedieron alguna vez o solo fueron un sueño.