Camino despacio por la orilla. Dejo que mis pies se hundan en la arena
y que las olas los traigan de nuevo a la luz. Camino entre los charcos
antes del cambio de luna. Están calientes, como un caldo, y esperan
el agua fría. Pronto se inundarán de peces. Todos los años, todos los días
de todos los veranos, el mismo ritual. En silencio. La playa ya se ha vaciado.
Queda poco para la puesta y algunos esperan el estertor del día en los bancos,
más allá de la arena. Solo unos pocos permanecemos en el agua.
Son casi las nueve de la noche. De niño creía que la marea alta siempre
correspondía a las mañanas y que el atardecer traía la marea baja.
La infancia debió moverse a ese ritmo de olas. La brusquedad del día,
la playa llena de gente, de sombrillas, la arena sin resquicio;
el apaciguamiento de las noches, la intimidad, los juegos en las sombras.
Como la existencia, quizás, que se calma
a medida que los acontecimientos se tornan inevitables.
Ahora camino por el muelle. Repito una vez más el mismo recorrido.
La rutina permite que el tiempo se detenga, que siempre se retome
el mismo punto de partida. Han pasado quince años y, sin embargo,
no llevo ni uno en este paisaje cambiante de malecones, de calles,
de plataneras, de arenas, de mareas.
Quizás este atardecer debiera ser otro. Sería necesario pararse a contemplarlo.