Ignacio P. es un hombre gris. Un economista de traje oscuro y corbata discreta, un tipo con sus pequeñas rutinas y sus pequeñas rarezas no demasiado extravagantes, como tomar café con tres terrones de azúcar. Un loco de los números, de los índices, de las cifras. Hasta hace bien poco, a Ignacio la mayoría de la gente le ignoraba sin más. Hasta aquel día de 2008 en que alguien entró a los despachos de los informativos donde trabaja, gritando “¡Crisis- crisis- crisis!”, cosa que él ya estaba esperando con la paciencia de un monje budista. Ese día, Ignacio sonrió, fue apenas fue una pequeña mueca, pero su satisfacción era inmensa: llegaba su momento. Pasó de ser un segundón con apenas dos minutos de aparición cada semana, a convertirse en la pieza imprescindible del telediario en pleno prime time. Su rostro comenzó a salir en sesudos –y continuos- debates donde todos esperaban ansiosos su opinión. Y de un día a otro fue, también, el centro de atención de todas las reuniones sociales. Los hombres admiraban su conocimientos de economía y en las mujeres, además de admiración, se veía esa mirada de “qué tipo más interesante”. “Qué gozada, qué deleite” -se decía Ignacio- “todos me saludan en la oficina y en la calle, todos me preguntan y quieren saber qué profundos pensamientos escondo bajo mi calva”.
Pero Ignacio el otro día tuvo un gran bajón. Fue cuando se encontró al hombre del tiempo por los pasillos de la cadena. Éste, inquieto, casi en un susurro para que nadie pudiera oírle, le llevó junto a la máquina del café y le dijo: “Ignacio, no te fíes, te están utilizando. Te lo digo yo, que me pasa lo mismo: en verano, con el anticiclón de las Azores, todos me ignoran y en cambio en invierno me convierto en la estrella del canal. Todo el mundo quiere saber si habrá nieve o tiene que sacar el paraguas y mi espacio dura casi 10 minutos en antena. Pero la diferencia es que veranos e inviernos habrá siempre y crisis como ésta… Ay, Ignacio. Prepárate para el día en que acabe. Hoy estás arriba y mañana abajo, es la vida”.
En ese momento, Ignacio se dio cuenta de lo efímero de su éxito. Quemándose el paladar, tomó de un solo sorbo su café con tres terrones y entró en una crisis: una crisis personal.
jueves, 27 de noviembre de 2008
lunes, 24 de noviembre de 2008
Gente que corre
Hoy después de comer me bajé a leer al parque que hay cerca de la oficina. Y allí observé a la gente que corría. No porque me interesara, sino porque no hacían más que pasar por delante e interrumpir mi lectura. Lo suyo, más que jogging era JODDING.
Mirándolos con atención, como soy muy dada a las categorías absurdas que no aportan nada a la humanidad en general, establecí que existen dos tipos de corredores: con y sin estilo. Los corredores CON ESTILO –se suelen identificar por sus brillantes y ajustadísimas prendas de nylon y sus emepetrés a la última- corren con gráciles y amplias zancadas. Cuando pasan, es un visto y no visto. Flus, flas, adiós. Entre los corredores SIN ESTILO –a quienes, a su vez, delatan los chándales anchos del carrefur o con la chaqueta y pantalón descabalados- existen varias subcategorías. A saber:
- Gente que parece que huye. Son como zombies desgarbados inmersos en una carrera a ninguna parte, un camino desesperado y sin vuelta atrás. Cuando los veo, al principio me da un vuelco el corazón. ¿Qué sucede? ¿Un fuego? ¿Un atraco? ¿Qué le ha pasado a ese tío que corre? Luego ya me fijo en el chándal y me tranquilizo. “Ah, sólo es un corredor sin estilo”.
- Gente a la que le pesa tó. Corren arrastrando los pies y moviendo como flanes sus culitos flácidos. Estos, si huyeran de algo, no tendrían opciones. En un fuego se quemarían, en un robo se quedarían sin cartera. Son seres tristes que salen a correr con su cara puesta de “por -favor que-no-me-mire-nadie”. Pero, lástima, su propia vergüenza los hace más visibles. En la jerarquía del parque están un peldaño por debajo de las palomas.
- Gente que pasa de tó. Lo mismo dan una zancada o dos que se paran a comerse unas pipas o a fumarse un piti. Bajan a correr por pasar el rato y porque, en teoría, es más sano que el sillón ball. Pero eso es si corres al menos un minuto seguido y si no das una calada por zancada, ¿no?
En fin, que disfruté del espectáculo de la fauna humana. ¿Y el libro? Ah, ya leeré en el metro. Eso si no me lío otra vez a mirar al personal…
Mirándolos con atención, como soy muy dada a las categorías absurdas que no aportan nada a la humanidad en general, establecí que existen dos tipos de corredores: con y sin estilo. Los corredores CON ESTILO –se suelen identificar por sus brillantes y ajustadísimas prendas de nylon y sus emepetrés a la última- corren con gráciles y amplias zancadas. Cuando pasan, es un visto y no visto. Flus, flas, adiós. Entre los corredores SIN ESTILO –a quienes, a su vez, delatan los chándales anchos del carrefur o con la chaqueta y pantalón descabalados- existen varias subcategorías. A saber:
- Gente que parece que huye. Son como zombies desgarbados inmersos en una carrera a ninguna parte, un camino desesperado y sin vuelta atrás. Cuando los veo, al principio me da un vuelco el corazón. ¿Qué sucede? ¿Un fuego? ¿Un atraco? ¿Qué le ha pasado a ese tío que corre? Luego ya me fijo en el chándal y me tranquilizo. “Ah, sólo es un corredor sin estilo”.
- Gente a la que le pesa tó. Corren arrastrando los pies y moviendo como flanes sus culitos flácidos. Estos, si huyeran de algo, no tendrían opciones. En un fuego se quemarían, en un robo se quedarían sin cartera. Son seres tristes que salen a correr con su cara puesta de “por -favor que-no-me-mire-nadie”. Pero, lástima, su propia vergüenza los hace más visibles. En la jerarquía del parque están un peldaño por debajo de las palomas.
- Gente que pasa de tó. Lo mismo dan una zancada o dos que se paran a comerse unas pipas o a fumarse un piti. Bajan a correr por pasar el rato y porque, en teoría, es más sano que el sillón ball. Pero eso es si corres al menos un minuto seguido y si no das una calada por zancada, ¿no?
En fin, que disfruté del espectáculo de la fauna humana. ¿Y el libro? Ah, ya leeré en el metro. Eso si no me lío otra vez a mirar al personal…
viernes, 21 de noviembre de 2008
Las pequeñas bellezas cotidianas
Se dice que una persona es bella por sus ojos, por la forma o la tersura de su cuerpo o por su estilo irrepetible. Se dicen muchas cosas sobre la belleza, pero poca gente aporta puntos de vista novedosos. Y entre las pocas personas capaces de hacerlo están los profesionales que ven a los demás desde su prisma particular.
Un ejemplo. Mi hermana fue a recoger unas botas al zapatero y éste alabó su forma de pisar, le confesó con admiración que hacía mucho que no veía un tacón gastado de una manera tan uniforme, prácticamente igual de un lado que del otro. Me imagino al zapatero trabajando en ese taller tan oscuro como sus uñas, cogiendo entre sus manos ese zapato de pisada perfecta, pensando en la cenicienta que vendría a recogerlo. Y a mí me pasó algo similar. Fui al ambulatorio a hacerme una analítica y el ATS que hacía las extracciones me dijo coquetamente, antes de introducir su aguja… “¡Mmm, buenas venas!”. En esa frase me pareció sentir un punto de picardía inconfesable, poco le faltó para pedirme el teléfono. ¿Hay venas sexy? ¡Hay que fastidiarse!
Todo esto me ha hecho evocar otros bellos y posibles amoríos profesionales. ¿Podría un maquillador enamorarse del rizo de unas pestañas, entre todas las del mundo? ¿O un fisioterapeuta caer rendido ante la perfección de un codo? ¿O una funcionaria ser seducida por el trazo de una firma en una hoja de autorización? Y es que cada persona, todos, tenemos algo bello esperando ser descubierto. Por eso nunca, nunca, nos sintamos feos.
Un ejemplo. Mi hermana fue a recoger unas botas al zapatero y éste alabó su forma de pisar, le confesó con admiración que hacía mucho que no veía un tacón gastado de una manera tan uniforme, prácticamente igual de un lado que del otro. Me imagino al zapatero trabajando en ese taller tan oscuro como sus uñas, cogiendo entre sus manos ese zapato de pisada perfecta, pensando en la cenicienta que vendría a recogerlo. Y a mí me pasó algo similar. Fui al ambulatorio a hacerme una analítica y el ATS que hacía las extracciones me dijo coquetamente, antes de introducir su aguja… “¡Mmm, buenas venas!”. En esa frase me pareció sentir un punto de picardía inconfesable, poco le faltó para pedirme el teléfono. ¿Hay venas sexy? ¡Hay que fastidiarse!
Todo esto me ha hecho evocar otros bellos y posibles amoríos profesionales. ¿Podría un maquillador enamorarse del rizo de unas pestañas, entre todas las del mundo? ¿O un fisioterapeuta caer rendido ante la perfección de un codo? ¿O una funcionaria ser seducida por el trazo de una firma en una hoja de autorización? Y es que cada persona, todos, tenemos algo bello esperando ser descubierto. Por eso nunca, nunca, nos sintamos feos.
martes, 18 de noviembre de 2008
Los autobuses de la EMT (métEMT dentro y verás)
Para mí, los autobuses de la EMT son sketches con ruedas. Lugares abiertos al humor más disparatado, rollo Benny Hill o Mister Bean.
Están esos bandazos que dan los conductores. Para un lado, para el otro, ¡imposible mantener el equilibrio! He oído que los surfistas californianos entrenan en los autobuses de la EMT para coger soltura y estabilidad sobre la tabla. Eso sí, las señoras a partir de los 50 son todo un ejemplo de dominio de la técnica. Aguantan los meneos con una actitud soviética, muy quietas con sus zapatos de suela de goma agarrados al piso y la mano bien sujeta a la barra. Claro, algunas son tan agarradas…
Luego están los propios conductores. Unos tipos con aires de superioridad que saben que nuestro destino está en sus manos. Ellos deciden a quién suben y a quién no. El autobús empieza a salir de la parada y tú llegas corriendo, sudando, dándolo todo, alargas la manita para que el conductor te vea por el retrovisor… y éste, con cara de César en el Circo romano, decide si subir o bajar su pulgar, decide “sí o no”, “vida o muerte”. Ja. Luego están esos que no pronuncian palabra, que hay que pedirles audiencia para preguntarles dónde bajarse. Y otros para los cuales aquello de “No hable con el conductor” no significa que él no te pueda dar la brasa hasta que se harte (técnicamente el cartel no pone “Conductor, no hable con los pasajeros”). Por no hablar de los que llevan su musiquiqui a tope, que no suele ser una de Shubert, no, sino más bien una de Camela, con su estribillo:“Tú te has burlado de mí y pasas por mi lado, para hacerme sufrí”. Y tú, al autobusero: “¡lo que ha pasado por su lado es la parada, jefe!”.
¿Y los viajeros? Ah, eso da para escribir un blog entero. El pobre cachas cansado que pilla el sitio antes de que lo coja una pedigüeña embarazada. Y las abuelas de codos poderosos y bolsos fornidos. Y los niños de mochilas serial killer. Y el hombre mutante con oreja de móvil. Y la chavala de voz chillona, con una frecuencia tal que dejaría sordo a un perro. Y el tipo que estornuda y acto seguido se coge a la barra con la misma mano que se ha puesto en la boca (quizá buscando con sus mocos un mejor agarre ante los meneos del bus). Tanta gente… y tantos otros que me dejo.
¿Y yo, dónde encajo en todo esto? Ah, yo soy la plasta criticona que luego lo pone todo en un blog. Esa soy yo.
Están esos bandazos que dan los conductores. Para un lado, para el otro, ¡imposible mantener el equilibrio! He oído que los surfistas californianos entrenan en los autobuses de la EMT para coger soltura y estabilidad sobre la tabla. Eso sí, las señoras a partir de los 50 son todo un ejemplo de dominio de la técnica. Aguantan los meneos con una actitud soviética, muy quietas con sus zapatos de suela de goma agarrados al piso y la mano bien sujeta a la barra. Claro, algunas son tan agarradas…
Luego están los propios conductores. Unos tipos con aires de superioridad que saben que nuestro destino está en sus manos. Ellos deciden a quién suben y a quién no. El autobús empieza a salir de la parada y tú llegas corriendo, sudando, dándolo todo, alargas la manita para que el conductor te vea por el retrovisor… y éste, con cara de César en el Circo romano, decide si subir o bajar su pulgar, decide “sí o no”, “vida o muerte”. Ja. Luego están esos que no pronuncian palabra, que hay que pedirles audiencia para preguntarles dónde bajarse. Y otros para los cuales aquello de “No hable con el conductor” no significa que él no te pueda dar la brasa hasta que se harte (técnicamente el cartel no pone “Conductor, no hable con los pasajeros”). Por no hablar de los que llevan su musiquiqui a tope, que no suele ser una de Shubert, no, sino más bien una de Camela, con su estribillo:“Tú te has burlado de mí y pasas por mi lado, para hacerme sufrí”. Y tú, al autobusero: “¡lo que ha pasado por su lado es la parada, jefe!”.
¿Y los viajeros? Ah, eso da para escribir un blog entero. El pobre cachas cansado que pilla el sitio antes de que lo coja una pedigüeña embarazada. Y las abuelas de codos poderosos y bolsos fornidos. Y los niños de mochilas serial killer. Y el hombre mutante con oreja de móvil. Y la chavala de voz chillona, con una frecuencia tal que dejaría sordo a un perro. Y el tipo que estornuda y acto seguido se coge a la barra con la misma mano que se ha puesto en la boca (quizá buscando con sus mocos un mejor agarre ante los meneos del bus). Tanta gente… y tantos otros que me dejo.
¿Y yo, dónde encajo en todo esto? Ah, yo soy la plasta criticona que luego lo pone todo en un blog. Esa soy yo.
jueves, 13 de noviembre de 2008
Un, dos, tres... probando
“Las cosas bien hechas bien parecen”, dice mi señora madre. Es decir, que las cosas bien hechas lucen mejor y no salen así como así, son fruto del esfuerzo. Por eso, a veces me imagino cómo han surgido los grandes momentos de la humanidad. Fijo que han tenido su ensayo previo, su making of. Algo así como…
Jesucristo caminando sobre las aguas.
Ensayo nº 1: Jesucristo practica en la bañera de casa. Nada más meterse, se escurre y casi se esnuca. Ensayo nº2 (también en la bañera): Jesucristo pone un pie con éxito sobre el agua pero hunde el otro, a plomo. Esta vez sí que se esnuca. Ensayo nº3… Y así hasta que la cosa va rodada. JC hace un ensayo general en un pequeño lago, con unos amigos, y luego hace su aparición ante público de todas las edades. Queda como dios.
Napoleón entra en Polonia.
Ahí está Napoleón guiando a sus tropas, con esa pose tan característica, la mano al pecho. ¡Pues no veas hasta que se le ocurrió la posturita “marca de la casa”! Primero fue casualidad. Un día comió escargots, le subieron gases a la parte alta del estómago y, debido a los pinchazos, puso así la mano. Le gustó tanto el gesto, que trató de repetirlo. Pero cachis, no le quedaba igual. Su madre le chillaba, al verle ensayando delante del espejo: “¡Napolito, mira que eres ridículo; así nunca llegarás a nada!”. Y un buen día, flop, salió espontáneo. Ya tenía el gesto con el que quedaría inmortalizado.
Newton descubre la gravedad.
Lo que nadie sabe es que, días antes de caérsele en la cabeza la famosa manzana, se le cayó un coco de un cocotero del jardín botánico de Londres (se conoce que el hombre tenía afición a echarse la siesta debajo de los árboles). Cuando le impactó el coco en el coco, no descubrió la ley de la gravedad, sino que se limitó a decir: “Oh, fucking coconut!”. Acto seguido perdió la consciencia.
Y podríamos seguir hasta nuestros días. ¿La moraleja? Bueno, si os empeñáis me invento una: nada sale a la primera. Hay que ser tozudos y, a lo mejor, un día – además de crear algo bueno para el mundo, o al menos para nosotros- podremos salir en un blog como éste. Dudoso honor…
Jesucristo caminando sobre las aguas.
Ensayo nº 1: Jesucristo practica en la bañera de casa. Nada más meterse, se escurre y casi se esnuca. Ensayo nº2 (también en la bañera): Jesucristo pone un pie con éxito sobre el agua pero hunde el otro, a plomo. Esta vez sí que se esnuca. Ensayo nº3… Y así hasta que la cosa va rodada. JC hace un ensayo general en un pequeño lago, con unos amigos, y luego hace su aparición ante público de todas las edades. Queda como dios.
Napoleón entra en Polonia.
Ahí está Napoleón guiando a sus tropas, con esa pose tan característica, la mano al pecho. ¡Pues no veas hasta que se le ocurrió la posturita “marca de la casa”! Primero fue casualidad. Un día comió escargots, le subieron gases a la parte alta del estómago y, debido a los pinchazos, puso así la mano. Le gustó tanto el gesto, que trató de repetirlo. Pero cachis, no le quedaba igual. Su madre le chillaba, al verle ensayando delante del espejo: “¡Napolito, mira que eres ridículo; así nunca llegarás a nada!”. Y un buen día, flop, salió espontáneo. Ya tenía el gesto con el que quedaría inmortalizado.
Newton descubre la gravedad.
Lo que nadie sabe es que, días antes de caérsele en la cabeza la famosa manzana, se le cayó un coco de un cocotero del jardín botánico de Londres (se conoce que el hombre tenía afición a echarse la siesta debajo de los árboles). Cuando le impactó el coco en el coco, no descubrió la ley de la gravedad, sino que se limitó a decir: “Oh, fucking coconut!”. Acto seguido perdió la consciencia.
Y podríamos seguir hasta nuestros días. ¿La moraleja? Bueno, si os empeñáis me invento una: nada sale a la primera. Hay que ser tozudos y, a lo mejor, un día – además de crear algo bueno para el mundo, o al menos para nosotros- podremos salir en un blog como éste. Dudoso honor…
miércoles, 12 de noviembre de 2008
La dictadura del bostezo
No conozco ser más posesivo que el bostezo. Es un abusón que se aproxima a ti cuando menos te lo esperas y se adueña, por las bravas, de cada uno de tus actos. Hablas… bostezo. Levantas la mano… bostezo. Te agachas… otro bostezo. Cuando bostezas, cada músculo de tu cara se contrae, la mandíbula se abre desesperada, tu mente se vacía de todo pensamiento. Tú no bostezas, el bostezo te bosteza a ti, habla a través de tu desencajada boca y mira por tus ojos entrecerrados. El bostezo te atrapa, te sostiene con fuerza, te retiene hasta que se aburre de tu presencia. Porque es él, y no tú, quien decide cuándo marcharse.
Y es que existe un instante de tedio para el caprichoso bostezo, en que por fin consiente en liberarte. Pero no te deja por las buenas, qué pensabas, sino con una condición: que lo contagies a otro incauto. Así, durante unos segundos, sois dos –a veces más- los que estáis absorbidos por él, mientras os hace suyos en una catarsis absurda. Es su triunfo: el bostezo ha conquistado todo lo posible dentro de ti y a tu alrededor. Y entonces, sólo entonces, busca nuevas víctimas a las que someter a su implacable mandato.
Y es que existe un instante de tedio para el caprichoso bostezo, en que por fin consiente en liberarte. Pero no te deja por las buenas, qué pensabas, sino con una condición: que lo contagies a otro incauto. Así, durante unos segundos, sois dos –a veces más- los que estáis absorbidos por él, mientras os hace suyos en una catarsis absurda. Es su triunfo: el bostezo ha conquistado todo lo posible dentro de ti y a tu alrededor. Y entonces, sólo entonces, busca nuevas víctimas a las que someter a su implacable mandato.
lunes, 10 de noviembre de 2008
La máquina parlante
Un miércoles fui al polideportivo a hacer un poco de ejercicio y esto es lo que me pasó…
Me subo a la máquina elíptica (esa en la que andas como un astronauta en ingravidez, moviendo manos y pies como un idiota)… y veo que la pantalla me suelta mensajitos. Ante mis ojos aparece una cadena de frases aleccionadoras del tipo: “Wellness es bienestar- Wellness es futuro- Wellness es una nueva forma de vida- Vive Wellness”. ¿Había visto bien? Aquella máquina, al más puro estilo 1984, me estaba intentando comer la olla con un siniestro discurso sobre el bienestar físico. Será nazi, la máquina.
Daba mal rollito, sí. Pero no me iba a bajar, que ya había cogido carrerilla. Zancada tras zancada, acabé mis 20 minutos de ejercicio aeróbico a un ritmo que me sorprendió a mí misma. Quizá había hecho mella en mí el discurso wellness… No, no podía ser. ¿O sí?
Porque la cuestión es que desde entonces, dos o tres veces por semana, mis pies me guían a pasos marciales hasta el polideportivo. Me subo a esa hipnótica máquina y pedaleo, pedaleo, pedaleo sin respiro... Ahora los caudillos del wellness estarán orgullosos de mí. Sí. Sí. Soy una ciudadana ejemplar. Una ciudadana wellness.
Me subo a la máquina elíptica (esa en la que andas como un astronauta en ingravidez, moviendo manos y pies como un idiota)… y veo que la pantalla me suelta mensajitos. Ante mis ojos aparece una cadena de frases aleccionadoras del tipo: “Wellness es bienestar- Wellness es futuro- Wellness es una nueva forma de vida- Vive Wellness”. ¿Había visto bien? Aquella máquina, al más puro estilo 1984, me estaba intentando comer la olla con un siniestro discurso sobre el bienestar físico. Será nazi, la máquina.
Daba mal rollito, sí. Pero no me iba a bajar, que ya había cogido carrerilla. Zancada tras zancada, acabé mis 20 minutos de ejercicio aeróbico a un ritmo que me sorprendió a mí misma. Quizá había hecho mella en mí el discurso wellness… No, no podía ser. ¿O sí?
Porque la cuestión es que desde entonces, dos o tres veces por semana, mis pies me guían a pasos marciales hasta el polideportivo. Me subo a esa hipnótica máquina y pedaleo, pedaleo, pedaleo sin respiro... Ahora los caudillos del wellness estarán orgullosos de mí. Sí. Sí. Soy una ciudadana ejemplar. Una ciudadana wellness.
jueves, 6 de noviembre de 2008
Las etiquetas de la ropa
Cada vez hacen las etiquetas de ropa más grandes y con más texto. Creo que Inditex se ha propuesto hacerlas en formato “tablas de la ley”. Vienen en tantos idiomas que uno, en plan Pekín Express, podría viajar por el mundo con una etiqueta en la mano a modo de diccionario y hablar en cantonés o en húngaro. O al menos decir en un correcto nipón “planchar en seco”. Y eso puede ser muy útil porque me temo que las tintorerías, aquí y en Sebastopol, son epicentros de la desgracia, la zona cero de un disgusto tonto.
Pero no quiero hablar ahora de las tintorerías, no me tiréis de la lengua, sino de las etiquetas. Y es que tengo serias sospechas de que alguien malo las ha creado. Un Bush del negocio textil. Un ser vil que, entre todos los materiales del mundo, ha elegido el más picajoso e incómodo al contacto con la piel. Quizá estamos ante una cortina de humo, una maniobra de distracción para que, mientras pensamos en rascarnos donde nos raspa la etiqueta, o en el típico “luego la corto, dita sea”, no pensemos en temas de mayor calado. Nadie puede rascarse algo tan molesto y pensar a la vez en la crisis o en el ridículo tamaño de los minipisos o los minisueldos. Uno está a lo suyo, tratando de aliviarse, que bastante tiene. Es una maniobra siniestra y bien concebida. No, pensándolo bien, no puede ser obra de un bush cualquiera sino de una inteligencia superior. Quizá los seres de un planeta perdido en el universo, de una increíble civilización en decadencia, estén tratando de bloquearnos, de anularnos, con etiquetas rasposas que nos tienen todo el día molestos, para venir a invadirnos. Etiquetas en los pijamas que, sin saberlo, no nos dejan dormir a gusto. Etiquetas que no nos dejan pensar tranquilos.
¡¡¡Liberémonos del yugo de las etiquetas!!! Adelante, cojamos una tijera y cortémoslas, una a una. Eso sí, luego no pretendamos que al jersey mal lavado no le salgan bolitas…
Pero no quiero hablar ahora de las tintorerías, no me tiréis de la lengua, sino de las etiquetas. Y es que tengo serias sospechas de que alguien malo las ha creado. Un Bush del negocio textil. Un ser vil que, entre todos los materiales del mundo, ha elegido el más picajoso e incómodo al contacto con la piel. Quizá estamos ante una cortina de humo, una maniobra de distracción para que, mientras pensamos en rascarnos donde nos raspa la etiqueta, o en el típico “luego la corto, dita sea”, no pensemos en temas de mayor calado. Nadie puede rascarse algo tan molesto y pensar a la vez en la crisis o en el ridículo tamaño de los minipisos o los minisueldos. Uno está a lo suyo, tratando de aliviarse, que bastante tiene. Es una maniobra siniestra y bien concebida. No, pensándolo bien, no puede ser obra de un bush cualquiera sino de una inteligencia superior. Quizá los seres de un planeta perdido en el universo, de una increíble civilización en decadencia, estén tratando de bloquearnos, de anularnos, con etiquetas rasposas que nos tienen todo el día molestos, para venir a invadirnos. Etiquetas en los pijamas que, sin saberlo, no nos dejan dormir a gusto. Etiquetas que no nos dejan pensar tranquilos.
¡¡¡Liberémonos del yugo de las etiquetas!!! Adelante, cojamos una tijera y cortémoslas, una a una. Eso sí, luego no pretendamos que al jersey mal lavado no le salgan bolitas…
El "té belleza"
El martes por la mañana una compi de curro me ofreció un nuevo té que había comprado. Era una infusión con vainilla y flores y en la bolsita ponía “té belleza”. ¿Y por qué es un “té belleza”? -me pregunté-. El caso es que me lo tomé y no noté nada. Eso al principio. Porque muy pronto sentí que tenía “el guapo subido”. Iba por la calle y la gente me miraba de arriba abajo. Pensé que era sugestión, hasta que un joven ejecutivo silbó a mi paso. Una de dos: o me encontraba en una dimensión paralela o el té había hecho su efecto... Ante mi desconocimiento de las leyes espacio/tiempo, me decanté por la segunda opción. La ignorancia es atrevida.
¿Yo, un pibón? Tal situación no podía ser desaprovechada. Así que, ya que iba de compras por el centro, aproveché para colarme en un preestreno a todo trapo que vi en la Gran Vía: a la gente guapa la dejan entrar en todas partes. Allí estaba yo, entre los actores, formando parte de un mundo de glamour que nunca había conocido. En el photocall lucía como nadie. Y es que, madre mía, estaba buenísima. Unas piernas largas largas, un increíble pelo rojo, unas pestañazas que se me pusieron… Hasta yo me tiraría los trastos, pero no era plan de ponerme a hablar sola en medio del evento. Al final de la proyección -yo estaba sentada con Pilar Rubio y todos me decían “tú eres guapa, pero tu amiga ésta es un poco cardo”- me fui con un atractivo arquitecto y sus amigos a tomar algo a una terraza desde la que se divisaba todo Madrid. Un fiestón. Comida y bebida a raudales, todo muy fino y bien presentado, como a mí me gusta. Lo pasaba en grande. Pero dieron las 12 y empecé a sentir que algo iba mal... Fui al servicio y en el espejo observé que mis piernas se estaban acortando, mi cara redonda volvía a ser la de siempre y, oh no, mi pandero volvía a su ser. Se estaban pasando los efectos del té belleza y sólo tenía una opción: escabullirme de la fiesta y huir de esa gente frívola que sólo me quería por mi –espectacular- apariencia.
Salí pitando y a falta de carroza para volver a casa, pillé un taxi con un taxista muy, pero que muy brasas. La realidad se imponía a cada segundo. En cuanto subí a casa, tomé un yogur (desnatado), y me prometí no volver a probar ese mejunje de té. ¿Luego quién quiere volver a ser normal?
¿Yo, un pibón? Tal situación no podía ser desaprovechada. Así que, ya que iba de compras por el centro, aproveché para colarme en un preestreno a todo trapo que vi en la Gran Vía: a la gente guapa la dejan entrar en todas partes. Allí estaba yo, entre los actores, formando parte de un mundo de glamour que nunca había conocido. En el photocall lucía como nadie. Y es que, madre mía, estaba buenísima. Unas piernas largas largas, un increíble pelo rojo, unas pestañazas que se me pusieron… Hasta yo me tiraría los trastos, pero no era plan de ponerme a hablar sola en medio del evento. Al final de la proyección -yo estaba sentada con Pilar Rubio y todos me decían “tú eres guapa, pero tu amiga ésta es un poco cardo”- me fui con un atractivo arquitecto y sus amigos a tomar algo a una terraza desde la que se divisaba todo Madrid. Un fiestón. Comida y bebida a raudales, todo muy fino y bien presentado, como a mí me gusta. Lo pasaba en grande. Pero dieron las 12 y empecé a sentir que algo iba mal... Fui al servicio y en el espejo observé que mis piernas se estaban acortando, mi cara redonda volvía a ser la de siempre y, oh no, mi pandero volvía a su ser. Se estaban pasando los efectos del té belleza y sólo tenía una opción: escabullirme de la fiesta y huir de esa gente frívola que sólo me quería por mi –espectacular- apariencia.
Salí pitando y a falta de carroza para volver a casa, pillé un taxi con un taxista muy, pero que muy brasas. La realidad se imponía a cada segundo. En cuanto subí a casa, tomé un yogur (desnatado), y me prometí no volver a probar ese mejunje de té. ¿Luego quién quiere volver a ser normal?
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Las "no aptitudes"
Dice mi profesora de autoescuela que no nací para conducir. Y conste que lo dice desde el cariño, que ya tuve un profe que me lo decía desde el odio. Se supone que una mezcla de despiste, dispersión mental y lentitud me impide llevar un vehículo como el resto de la especie humana.
Pero la cuestión es que esto me ha hecho pensar –además de en la ruina económica y moral que me va a suponer el carné- en todas las veces a lo largo de la vida en que nos damos cuenta de que no valemos para algo. Yo lo imagino como una acumulación de fracasos, que se materializan en un momento concreto y un tanto surreal. Como por ejemplo…
5 de mayo de 2008. 13: 30 PM. Paco, de Alcantarilla (Murcia), se da cuenta de que su suflé sabe igualito que el nombre de su pueblo.
17 de octubre de 2008. 12: 35 PM. María, de Madrid, finaliza el test de Cooper en clase de gimnasia. Tras escupir hasta los higadillos, da por terminada su recién iniciada carrera como atleta olímpica.
3 de noviembre de 2008. 17:30 PM. Nuria, de Pamplona, no es capaz de poner recto el puñetero cuadro de su salón. Se da cuenta de que es una manazas. Y otra cosa peor: como en el lienzo torcido sale un barco en el mar, se marea cada vez que lo mira. Ya no puede vivir sin su Biodramina.
Así que si un buen día se nos plantea uno de esos momentos de torpeza, sonriamos y asumamos nuestros límites. Si fuéramos perfectos, sería un rollo. Bueno, vale, si fuéramos perfectos sería perfecto; pero quien no se consuela es porque no quiere.
Pero la cuestión es que esto me ha hecho pensar –además de en la ruina económica y moral que me va a suponer el carné- en todas las veces a lo largo de la vida en que nos damos cuenta de que no valemos para algo. Yo lo imagino como una acumulación de fracasos, que se materializan en un momento concreto y un tanto surreal. Como por ejemplo…
5 de mayo de 2008. 13: 30 PM. Paco, de Alcantarilla (Murcia), se da cuenta de que su suflé sabe igualito que el nombre de su pueblo.
17 de octubre de 2008. 12: 35 PM. María, de Madrid, finaliza el test de Cooper en clase de gimnasia. Tras escupir hasta los higadillos, da por terminada su recién iniciada carrera como atleta olímpica.
3 de noviembre de 2008. 17:30 PM. Nuria, de Pamplona, no es capaz de poner recto el puñetero cuadro de su salón. Se da cuenta de que es una manazas. Y otra cosa peor: como en el lienzo torcido sale un barco en el mar, se marea cada vez que lo mira. Ya no puede vivir sin su Biodramina.
Así que si un buen día se nos plantea uno de esos momentos de torpeza, sonriamos y asumamos nuestros límites. Si fuéramos perfectos, sería un rollo. Bueno, vale, si fuéramos perfectos sería perfecto; pero quien no se consuela es porque no quiere.
Los auténticos cracks de la publicidad
Paseando por la calle, no puedo dejar de observar algunas publicidades que me llaman la atención. Y no están precisamente en las grandes vallas o en los mupis, vamos, los chirimbolos de toda la vida donde ponen anuncios. Se trata de la publicidad de los pequeños negocios.
Un clásico que todos conocemos es el bar que anuncia su menú con fotos amarillentas, tan, tan antiguas que las gambas son trilobites y el filete es de mamut. Pero a mí lo que más me fascina son los pequeños colmados y los kioscos de helados que exponen fuera una hilera de latas vacías de fanta, acuarius y cocacola. ¿Eso da realmente resultado? Es como si el restaurante pusiera en la puerta el plato vacío, con la salsa untada en la miga de pan e, incluso, la colilla de turno, para decirte: “¡pasa, que está riquísimo!”
Y alucino con las octavillas que ponen en las lunas de los coches. Como esa de “Diseño de páginas web” escrito en tipografía times new roman pelada (la que sale defecto en el Word), sin un triste color ni nada. Que igual es una estrategia muy bien concebida: trabajan tantos estilos que mejor ponen algo neutro en el anuncio y ya les preguntas tú, si eso. También son fascinantes esos anuncios que se ven en las farolas, en plan Empresa líder busca jóvenes para media jornada, bla bla. A ver, ¿eres una empresa tan importante y te anuncias en una farola? Muchas luces no tienes. Y tampoco es que cuiden mucho los textos. Una vez vi, en una parada de bus, el anuncio de una “empresa de gas en plena expansión”: ¡¡¡todos al suelo!!!
Así que me pregunto, ¿qué pasaría si esto se aplicara a la publicidad de grandes marcas? Con las fotos color-bar rancio, todos los jóvenes de United Colors of Benetton serían amarillos. Si las latas de cocacola de los anuncios estuvieran vacías, qué harían los protagonistas del spot durante 30 segundos: ¿botes para lápices? Y si el archiconocido diseñador Alberto Corazón se promocionara en tipografía times new roman… bueno, en ese caso no se perdería tanto. Pero no veo yo que sea extrapolable ese estilo de publicidad.
Así que mejor que todo siga como está. Eso sí, reitero mi admiración por la publicidad “de estar por casa”. Porque nos impacta tanto, o más, que la real… y por cuatro duros. Qué cracks.
martes, 4 de noviembre de 2008
La gente conejo
Estos días hace un frío que pela. Y vamos todos como el Conejo de Alicia, corriendo, corriendo. Nos movemos de una madriguera a otra para no pisar la calle.
Es un divertido juego: ¡el que la pisa la calle un rato seguido, pierde! Salimos por la mañana de la madriguera-casa y nos desplazamos en la madriguera-metro/taxi/coche para llegar a la madriguera-oficina, desde donde nos lanzamos a la madriguera-cafetería a tomar algo caliente. Luego regresamos a la madriguera-casa. ¿Y para salir de compras? Pues vamos de la madriguera casa a la madriguera-coche y de allí a la madriguera-parking y la madriguera-supermercado/centro comercial. ¡Todo está calculado! Y por la noche, salimos a las madrigueras restaurante/cine/pub para volver rapidito al punto de partida: la madriguera-casa.
Ni un solo centímetro de nuestros cuerpos ha de pasar frío. En esta gran ciudad, aspiramos a ser seres calentitos, bien vestidos y alimentados. Ese es el fin último del juego.
Pero –lástima- yo ya he perdido la partida de hoy. Porque esta mañana perdí el autobús: estuve un buen rato esperando en la parada y me tocó ir andando a la oficina. 15 minutos largos bajo el gélido viento. Ya ni me molesto en reengancharme. Y es que hay rivales muy duros, que no han pisado la calle en todo el santo día. Un ejemplo: subiendo en el ascensor a la ofi, oigo a dos señoras conejo que suben directamente de su madriguera-parking…
– Chica. Qué frío.
– Ya te digo, lo he visto desde el coche.
Qué mala soy jugando a cualquier cosa. Jo.
Es un divertido juego: ¡el que la pisa la calle un rato seguido, pierde! Salimos por la mañana de la madriguera-casa y nos desplazamos en la madriguera-metro/taxi/coche para llegar a la madriguera-oficina, desde donde nos lanzamos a la madriguera-cafetería a tomar algo caliente. Luego regresamos a la madriguera-casa. ¿Y para salir de compras? Pues vamos de la madriguera casa a la madriguera-coche y de allí a la madriguera-parking y la madriguera-supermercado/centro comercial. ¡Todo está calculado! Y por la noche, salimos a las madrigueras restaurante/cine/pub para volver rapidito al punto de partida: la madriguera-casa.
Ni un solo centímetro de nuestros cuerpos ha de pasar frío. En esta gran ciudad, aspiramos a ser seres calentitos, bien vestidos y alimentados. Ese es el fin último del juego.
Pero –lástima- yo ya he perdido la partida de hoy. Porque esta mañana perdí el autobús: estuve un buen rato esperando en la parada y me tocó ir andando a la oficina. 15 minutos largos bajo el gélido viento. Ya ni me molesto en reengancharme. Y es que hay rivales muy duros, que no han pisado la calle en todo el santo día. Un ejemplo: subiendo en el ascensor a la ofi, oigo a dos señoras conejo que suben directamente de su madriguera-parking…
– Chica. Qué frío.
– Ya te digo, lo he visto desde el coche.
Qué mala soy jugando a cualquier cosa. Jo.
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