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El espíritu de la Muga.
De la Frontera.
Como forma de vida.
A principios del siglo XIII operaron por la frontera sur de la Corona de Aragón partidas más o menos numerosas de almugávares en constantes razzias con la vecina taifa valenciana.
Algunas de aquellas Gentes de la Frontera se agruparon en Compañías. Esta es la historia de una de ellas.
La que estaba más al sur, en el límite de la muga, la Compañía Almogávar de Teruel Frontera.
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4/4/22
17/12/16
- MUJERES ALMOGÁVARES, las dos mil de Galípoli
MUJERES ALMOGÁVARES
LAS DOS MIL DE GALÍPOLI, 710
aniversario
Sucedió hace 710 años en
Galípoli, una ciudad griega fortificada situada en una península frente al mar
de Mármara en la actual Turquía.
La Gran Compañía Almogávar la había
convertido en su guarida oficial cuando quedó huérfana de su caudillo Roger de
Flor el año anterior. Este había sido asesinado junto a la mayor parte de su
cuadro de mando en un banquete en palacio, y a manos de unos mercenarios alanos, pagados
por el propio emperador.
Así murieron todos, borrachos y
desarmados, a oscuras, con el cuello cercenado a traición, mientras les estaban
escanciando vino, y hermosas bailarinas desnudas danzaban
con gesto serio al son de una música de fondo, que no cesó hasta bien
terminada la escabechina.
Muchos meses después, la hueste,
arrinconada y olvidada a su suerte, abandonaba eventualmente su refugio de Galípoli para ir a ajustarles
las cuentas a aquellos alanos. Una expedición más de venganza y castigo propia
de las circunstancias, pues había que hacerse valer para poder sobrevivir.
Ya para entonces eran demasiados
los enemigos que acumulaban. Y cuando apenas hacía unos días que por el
horizonte se perdieron las galeras con todos los hombres de la Compañía, por el
mismo camino aparecieron nuevos barcos. Esta vez el emperador les mandaba
mercenarios genoveses. Aviesos y elegantes,
a lo mejor aún se acordaran de cuando la Compañía saqueó y prendió fuego, allá en
Constantinopla, al barrió genovés de
Pera, la misma noche de las nupcias del pirata Roger de Flor con la princesa de
Lantzara. En mal momento llegaban los vistosos y gesticulantes genoveses, a
bordo de veintiocho galeras, pues tras las murallas, sólo quedaban cien
almogávares y seis caballeros. Los demás eran ancianos, inválidos, mercaderes, y
la numerosa prole de los almogávares al
cuidado de dos mil mujeres.
Eran estas últimas las curiosas
hembras que acompañaban en sus andanzas a la Compañía. El cronista las divide
en tres clases. Las “amigas”, las esposas, y las “fembres de les Armes”
Y hubo que reclutarlas a todas. Armarlas,
y distribuirlas por la muralla.
Lo que siguió es el típico trajín
de un asedio heroico con intentos de pactos, propuestas de rendición, salidas
suicidas y aguerridos asaltos.
Para que mantuvieran el brío les
repartieron toneles de vino a cada tramo de barbacana. Y allí estaban ellas,
arrojando piedras y cantals. Despojándose de la coraza para amamantar.
Repeliendo los ataques, desplomando las escaleras que intentaban apoyar los
asaltantes, arrancando garfios, atendiendo heridos y adoptando de inmediato a
los hijos de las que caían. Por quedar las aspilleras a la altura de la cara, a
muchas les desfiguraron el rostro para siempre.
Hacía calor, el sol del mes de
julio caía impune sobre las armaduras de los genoveses.
Y los pocos almogávares y
marineros que quedaban hicieron una salida sorpresa prácticamente desnudos,
armados sólo con cuchillos y lanzas. Y desbarataron la primera línea genovesa
matando a su capitán el tal Spíndola , y a su lugarteniente, el tan Bocanegra.
Se replegaron los sitiadores
perseguidos por los habitantes de Galípoli. Hubo rendiciones y supervivientes.
Las mujeres custodiaron seiscientos genoveses apresados y los más afortunados
abandonaron en sus naves a toda prisa la playa, el malecón y el puerto de la
ciudad sitiada.
No tardaron en regresar a Galípoli,
tal vez alertados de antemano, el grueso de la Compañía que había terminado de
ajusticiar a su manera a los magnicidas alanos. Al llegar se encontraron con las evidencias, las muestras y el postrero
relato de los asaltos sufridos.
Es difícil penetrar en la mente
de aquellos almogávares y de sus hembras. Tal vez podamos intentar comprenderlos
al conocer la petición que los recientes viudos le exigieron a Ramón Muntaner,
gobernador de la plaza e intendente de la Compañía, de que ejecutaran a dos
genoveses por cada mujer almogávar muerta en combate.
Muntaner se negó.
De ninguna manera.
¡Cómo que dos genoveses por cada
mujer! Y dio orden de que se ejecutara a todos los prisioneros.
Ese, consideraron, era el precio
de sus mujeres.
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