La carpa del amor
Camina Juano en la ruta. No sabe lo que le espera. Atrás queda la Aurorita. Atrás, una carretela. Atrás, también, muy atrás: el Chevy de los Camacho, el Gordini y el camión. Camina Juano en la ruta. Busca una mujer y un auto. No sabe lo que le espera, de los Portones al Arco.
Cada vez está más cerca de su ciudad, San Martín. Sin embargo, los pasos se le hacen lentos, ya que una persona no llega simplemente a su lugar natal, sino que entra en él. A la orilla de la ruta ve que se alzan unas carpas verdes y blancas. Una fila de camionetas y unos caballos. Los gitanos.
Diez años pasaron desde que había recuperado el Ami 8. Cuando Juano recibió una pequeña herencia de su abuela, comenzó la búsqueda desesperada del auto. Encontraba modelos parecidos, o le ofrecían algún 3CV todo abollado, pero lo que Juano buscaba era la felicidad rodante que alguna vez vivió con su familia. Hasta que lo encontró hecho despojos en una playa de unos gitanos cerca de Palmira y le hizo una última promesa: «No te voy a dejar ir otra vez», y se le llenaron los ojos de lágrimas. Juano siempre le contaba a Santi que había entrado a la carpa de los gitanos venciendo el miedo que la madre y las vecinas del barrio le habían metido en el corazón. Lo había detenido una mujer enorme que revoleaba sus trenzas mientras decía que no con la cabeza. «Antes dame tu mano, morocho», le dijo. Entonces, Juano extendía la izquierda y la gitana le vaticinaba que estaba por hacer el negocio de su vida, que iba a viajar mucho, pero que se cuidara de la columna, y que una pelirroja hermosa lo iba a volver loco. El Ami era el gran negocio. No se quedaba quieto desde que era vendedor ambulante. A cuántos le dolerá la espalda luego de montarse todos los días a un micro y cargar con un bolso. Pero cuando se dio cuenta de que Gala era la mujer de sus insomnios, sintió que la adivina había fallado. Gala era castaña. Hasta que una tarde, él fue a visitarla y lo recibió una colorada recién teñida de rulos que le hizo perder la poca cordura que le quedaba. Cosas del destino o pura casualidad que le dicen.
Sin embargo, el azar es caprichoso y reiterativo. Por eso ahora le sale al paso una mujerona muy parecida a la gitana anterior. Como si fuera una prima lejana con trenzas y todo.
—¿Qué buscás vos, señor?
—¿No le gustaría comprarme unas tabletas? Son de alcayota fresquita.
—¿Querés que te eche una maldición por siete generaciones?
—Tiene razón. ¿No me da poco de agua?—y abre los ojos como dos monedas de terciopelo negro—¿Y un sanguchito de mortadela?
—Morocho lindo, mirá que sos zalamero.
—Prefiero de mortadela, porque el salame me cae pesado.
—También sos un huevón desagradecido—dice la gitana—, pero voy a ver qué tengo.
Juano mira el corral con los caballos. Todos overos. Ve la fila de las F-100. Todas blancas. Al rato vuelve la mujer con una botella de plástico y algo alargado envuelto en diario. Se ha cambiado el vestido y el escote deja ver unos pechos enormes que están a punto de dar un salto mortal. Un niño de unos seis años la acompaña.
—Acá tenés, negrito. Comé tranquilo.
Juano toma la botella y en dos tragos la termina. La gitana se inclina para darle el sánguche y Juano siente que sus ojos son dos monedas oscuras que no deberían entrar en esa alcancía. Apura la mortadela y se atraganta. Empieza a toser y se pone violeta. Entonces la mujer, mientras le palmea la espalda, manda al niño en romaní a buscar más agua.
—Es que estoy apurado, señora—le dice Juano entrecortado—. Me tengo que ir ya.
—No seás tonto. Quedate con gitana linda y te adivino la suerte.
En eso entra el niñito corriendo, pero no está solo. Lo acompañan dos hombres de camisa desprendida que echan espuma por la boca. «Estarán ahogados con la mortadela como yo», piensa Juano. Los gitanos empiezan a gritarle palabras extrañísimas y uno de ellos lo abraza por la espalda. «Estos deben saber primeros auxilios. Estoy salvado», se alegra para sus adentros. Hasta que el más grandote de los dos junta los puños y los estrella contra la cabeza del vendedor ambulante. Juano mira hacia los lados, traga la mortadela y dice: «Las F-100 y los caballos, todos negros». Y cae al piso de tierra.