24 NOTAS
I
(El que nombra) Al aire se le da el recado de que ocupe la convocatoria del misterio. Es una ocupación que acomete con oficio, sabe con qué urdir la trama, se reconoce en el trasiego de las palabras con las que nombrar lo que nadie, salvo el poeta, podría. Un poeta es un heraldo del aire. La vida se reconoce en los versos a los que ese poeta encomienda la restitución de un milagro. Ellos miden la fiebre y el vértigo de los días. La invisible cartografía de las horas la traza con el dedo sobre la hoja en blanco el poeta minucioso o desquiciado, consciente o ajeno al tumulto de las palabras, que son piedras que van llamándose, que arrastran "ese murmullo audible" de cosas que construyen el poema.
II
Un corazón no tiene consuelo. Ningún tumulto de sangre alivia su sorda percusión en su clausura sin cielo. Busca el extravío, la evidencia de que la luz es posible. Hay una llena soledad adentro suya que no es el silencio (Lo que el corazón busca entre los bosques) y que socava al silencio con su lamento.
III
(Lección de canto) Apenas el cuerpo se libera de su sombra, resuelve una contención en la que la luz escribe las palabras con las que declinar su progreso y todo queda en pasto del silencio, en eclosión mansa (dejadme disfrutar del oxímoron) de la verdadera voz del poeta.
IV
(Dame la mano) El amor es el acróbata ensimismado. "Porque tuvimos alas / y el instinto aún nos empuja". Está el placer del vuelo, que se festeja aun en la certeza de que acabará en renuncia, en la constatación cruel de que el aire no nos convidó a que se le cortejara más tiempo del preciso. Así también la vida, así la opulencia de la sangre cuando ha reconocido en su tumulto la peregrina creencia de saberse ala.
V
(Teoría de la levedad) No tener quien nos zarandee cuando el peso de la vida nos desmadeja y clausura. No tener con qué precavernos de la constancia de los años. No tener modo de zafarnos de la raíz que nos recuerda que somos, más que pájaro, árbol.
VI
(La palabra secreta) No hay poeta que no converse con la divinidad. Es de amor el diálogo. Es la palabra precursora, la secreta forma de la eternidad. "Ciegos y sordos, los amantes" se citan en pensiones. La piedra se vuelve canto, escribió el poeta. El tiempo adquiere la honda serenidad de lo que sólo se comprende una vez y se entrega al olvido.
VII
(Ateología) Tomado como un mapa del caos, un diccionario, si se abre al azar, combate las sombras. El poeta escribe "como un monje". Es rezar su decir, el escrutinio voluble del léxico, la tentativa ciega de "acotar el infinito". Así "armisticio, clamor, constelación, delirio, fisura, fingimiento", así su voz hace que respire la sustancia del tiempo.
VIII
(Almost black) Siempre hay una parte nuestra que es cierta. Lo dice Chet Baker antes o después de que le partieran los dientes. El mar es un solo huidizo de trompeta. La eternidad es el agua que lame con constancia de sangre el cuerpo varado de la tierra. Recordamos la música de las olas, cerramos los ojos y escuchamos su melodía de metrónomo loco. "Porque no perdemos la fe: / es ella quien nos pierde".
IX
(Wild is the wind) Del amor se extrae su respiración invisible. Es aire, al cabo. El viento es una multiplicación del amor. El viento tiene una topografía afantasmada. "¿Ves esa roca inmensa suspendida / en el aire como un Magritte?", se pregunta el poeta o se pronuncia para que la amada no tenga con qué contestar. Porque es un dibujo la piedra, un hecho sobrenatural, una ficción que se confunde con lo real. Como un espejo que no tiene respuestas y únicamente escribe las preguntas.
X
(La medida perfecta) (Visión) ¿Qué volumen tiene un poema? ¿El del estricto volcado de lo que anota? ¿El de la cadencia de una música? ¿El del tiempo que nos ocupa cuando se trae de nuevo y lo sentimos adentro? La medida perfecta de un poema es la del cuerpo que lo acoge. Hay algunos que cabrían en el intervalo entre una respiración y otra, pero en ese ejercicio mecánico lo que se aspira es la vida. La poesía es un ejercicio de volumétrica variable. Es la vida la que sucede mientras se abren y se cierran los ojos, un faro que anuncia un milagro con el tiempo dentro.
XI
(El mundo al revés) Si cuentas los días es por la terca ignorancia del corazón.
XII
(Dicen que dije) Uno es invariablemente cuantos ha sido. La memoria obra un prodigio del que tenemos mayor noticia que el esplendor que traza la voz cuando pronuncia el asombro, la del pecho cuando recoge el aire y ordena el caos.
XIII
(Zubzwang) Te toca mover, debes elegir una pieza y hacer que intervenga en la derrota. Cuenta en la batalla que no se sepa nunca cuándo acaba. Ni siquiera el cese de la contienda informa de una clausura. La vida continúa, la partida no concluye. "Debería existir también una palabra / para nombrar esa afonía / que dejar lugar al silencio". Deberíamos disponer del lenguaje que cancela la misma verosimilitud del lenguaje. Que todo sea eco de un eco, un palimpsesto sublime; que no decir sea una elocuencia; que morir no decida el fin de la contienda.
XIV
(Para contarlo) Vivir exige que lo extraordinario ocurra. Se anhela del futuro la terquedad del pasado. El poeta es un escriba de lo que está por suceder, un albacea de lo acabado, pero se pregunta si estará para contarlo, si tendrá ocasión de traducir ese milagro, si las palabras (que son fantasmas cuando a veces las atrapamos con las manos, con los dientes, con el alma entera) no flaquearán y nos dejarán en la muda ocupación de quien no entiende o de quien nada espera.
XV
(El humo de los días) Uno cree estar en esas viejas fotografías que nos tomaron, en las que dimos la apostura no pensada o nos esmeramos en ofrecer la que se consideró idónea. Es el humo de los días, el tántalo fiero de los espejos, la niebla del porvenir y, sin embargo, qué promesa de amor, qué vaticinio o qué inminencia de gozo la de estar en la representación de esa evanescencia.
XVI
(Poética) "Saber que podía volar / lo volvía inmune al seísmo". La poesía es la constatación del temblor. El poeta es el cantor de la sangre recién pulsada.
XVII
(Felicidad) Somos lo que no decimos, somos el vago arrimo de una felicidad incesantemente frágil, somos la dura verdad en la que no existe lo que no se pronuncia. Así el poema transcribe el flujo entre el deseo y el desánimo.
XVIII
(Nuevo final para Blade Runner) "Celébralo: que estemos aquí ahora / es puro azar...". A poco de saber qué somos, se entenebrecen las palabras, nos borra la lluvia como un cáncer. Alégrate: cuenta haber visto el delirio del aire cuando al saberse observado.
XIX
(La vida en el aire) ¡Qué va a ser ciego el amor! En sostener lo que lo proclama empeñamos razón y fe, creemos mantener un discurso válido, aunque se tema "errar los nombres de las cosas". Lo oscuro, aún así, prevalece, marca la línea por la que hacer avanzar el paso, escribe con ciego embeleso para un lector sin ojos.
XX
(Tiempo muerto) El pájaro no sabe que está festejando el vuelo. El tiempo ignora la cárcel feliz que entrega a cada latido de su corazón infinito. Es del reloj la melodía, es del hombre la cuenta avara de las horas." Como el cuco que sueña con el cielo" y entrevé el azul tras los barrotes de madera "y no tiene a quién cantarlo".
XXI
(La líquida frontera de tu cuerpo y el mío) La sustancia del amor es la del agua, que desoye la admonición de la tierra cuando progresa en su cauce. Es el río "que uniera dos ciudades / donde se hablan idiomas extranjeros". La sombra no cree en la virtud de la luz: desea la soberanía del aire. La vida es suya: del aire, del agua. No hay lógica, no se tiene un mapa, no alcanza la razón a componer un prontuario fiable, pero es dulce la Babel del cuerpo cuando encuentra a otro y funda un país para que lo habiten dos almas.
XXII
(Inacabable) Hay que escribir un haiku que nos traiga el rumor de lo que no es posible oír o de cuanto fluye sin que las manos lo agarren. "La eternidad dura un segundo", hay tardes que no terminan "porque todavía es siempre en el poema / y ahora es toda su verdad". El poeta es un teólogo. El lector, un creyente. Dios observa sin que nadie concluya el poema.
XXIII
(Repeticiones) Para leer a Borges hay que ser Borges. Una vez que hemos alcanzado esa cualidad sobrenatural, la de ser otro y la de saber que no volveremos a ser nosotros mismos, podremos mirar la luna duplicarse en el aljibe o ver al mar escribir nuestros nombres, los del amor, para que su terca mecánica sin corazón los borre más tarde o saber que "tras el sucio cristal de mis palabras" está el tiempo, el indescifrable, el oscuro, el que baila en un tango que nadie mira.
XXIV
(Otros mundos) La memoria es un caja de resonancias, un temblor de un temblor, un eco de otro eco. También un palimpsesto, una de esas muñecas rusas que contienen los temblores y los ecos, las palabras y los gestos, un universo (podríamos decir) que trae "el choque de la tiza en la pizarra" o "los vencejos / rasgando con sus picos el verano". Escribimos porque la memoria dicta lo que antojadizamente decide. Si yo digo "tu respiración sosteniendo la noche" es porque te miro y veo pulsar el aire por los dedos de la eternidad. Y bastará recordar, volver a escuchar el temblor, sentir nuevamente el eco. "Hay otros mundos, sí / pero suenan en este".
LA VIDA EN EL AIRE
Cuando clarea el día, la luz irrumpe a su antojo, toma la entera extensión del aire y todo es clamor y vértigo, todo está en orden, bulle la vida. La luz reclama más luz. Su entusiasmo es el de las cosas que se hacen o se observan por primera vez. Parece nuevo el aire. No sabemos a qué secreta ley obedece. El cielo es un mapa o es un libro. Hay mapas o hay libros que cuentan la historia del aire o del azul del cielo o de la velocidad del alma. Los poemas no nos dejan ver la poesía, escribió en Es tiempo el poeta Alfonso Brezmes. Pudiera pensarse que no hay poeta incluso. Como si la entera restitución de los versos fuera rendida por algún demiurgo o por la emanación sensible de alguna divinidad ociosa a la que se le ha ocurrido contar los milagros y registrar su esplendor o su decadencia. El que escribe desaparece cuando arrebata lo que escribe. Recordamos a veces los versos, su hondura, su permanencia, pero no damos con el autor, ni siquiera hacemos un esfuerzo en nombrarlo. Basta el oropel o la sustancia o la caricia del verso que de pronto nos ha dicho algo que se ha prendido y nos acompaña. Tampoco se precisa hablar de la poesía, si somos estrictos, pero no hay que precaverse contra el asombro y en ocasiones cuenta alertar del prodigio y convidar a los demás a que celebren la vacilación y la contundencia, la fragilidad y la robustez, la súbita fe en una religión hecha de palabras que se arriman unas a otras hasta que no parece que pudieran ensamblarse de otra manera, como si fuesen de mármol. El hombre se ha independizado de la piedra, creo recordar otros versos. Se prefiere cielo o niebla o cualquier sustancia huidiza antes que peso sin destino. Los poemas de La vida en el aire son una antología del funambulismo. No sabemos qué haremos cuando el pie no dé con el suelo firme. ¿Tendremos alas? Porque caer no es lo peor, sino perder la esperanza de que podamos echar el cuerpo al vuelo y no temer nunca más la derrota. Los mayores tesoros son también los miedos más hondos. Hay una metafísica en el botín de los versos. Lo que no hay son tinieblas. La vida en el aire es un cántico a la luz, una comunión del hombre con su imposible, con la certeza que se aleja conforme la vamos comprendiendo enteramente, con la religión pequeña de las alegrías que nos hacen humanos y humanos plenos de amor. Porque también es un libro de amor, la Babel de súbito derribada, el limpio espacio en el que dos cuerpos se ocupan en ser felices sin otro recado. El árbol sigue en pie después de que los soldados de la tempestad lo hieran y su fuego "ilumina la noche tras el rayo". Yo quiero leer con la novicia inocencia que he encontrado en este libro. Deseo que la poesía sea, más que nada, luz, don del fuego, aunque la ceniza acuda tras los fastos de las llamas y veamos la desolación con su secreto paisaje sin nombre. Detrás de cada palaba habita otra. Detrás de la ceniza habrá un poeta que la haga perderse en el aire y la tierra se recame de nuevo con la semilla de esa esperanza a veces perdida. Esa es la función del poeta, la de este estupendo poeta, la del lector también, que al hacer suyas las palabras escribe mientras lee.