28.7.20
Casa
Para Jacob Lorenzo, tallerista de verano
Que la casa sería enorme para los dos lo supimos antes de entrar y verla en detalle. El agente inmobiliario se prodigó en atenciones, pero sobraron todas. Nos agradó esa ampulosidad, aunque por razones distintas. Ella tendría espacio para perderse. Yo para buscarla. No había que confiar en que un pasillo nos encontrara. La casa le dio a ella una felicidad nueva. Se entretenía en el oficio de mantenerla pulcra y presentable. Compartíamos una comida frugal a mediodía, antes de partir yo al trabajo. A la noche, en el regreso, la buscaba, sin éxito. La imaginaba en el sótano o en el ático. La veía en el salón haciendo punto o viendo revistas antiguas. Fantaseaba con la posibilidad de que el azar aliviase la soledad en la que vivíamos. En ocasiones (me lo confesó aunque yo lo sospechaba) no cenaba. Nunca nos vinculó la cama. Tampoco yo necesitaba ese trato íntimo de la carne, ni me entusiasmaba conciliar el sueño a su vera. Uno tiene vicios en el sueño que no desea compartir, cosas que dice sin gobierno de la voluntad, o eso he ido creyendo en estos años. La casa consentía que no tuviésemos que acatar las convenciones y los hábitos tan normales en otros matrimonios.
Anoche quise encontrarla con más determinación que otras veces, pero, al poco rato, me rendí y dediqué el tiempo encontrado en esa rendición a ver la televisión y a releer alguna novela. Una vez quise de tal modo encontrarla que abrí todas las puertas de la casa. No di con ella. Esta mañana la he visto en la planta baja. La atareaba la ropa recién cogida del patio. La oigo ahora cerca. Canturrea. Limpiar la casa es hacerla todavía más grande. Ella no lo ignora. He querido ver en estos signos de distanciamiento una evidencia de que ya no nos amamos. O de que hemos muerto y en la muerte el amor no acepta las rutinas que antaño le eran tan gratas. Me da a veces, cuando me aburro, por componer la figura de esa muerte alegórica en la que los amantes, tocándose, se pierden y, en el abrazo encontrado, se hallan y reviven. Estamos destinados a querernos así de esta forma tan quebradiza y fugaz. No hay deseo en ninguno de que esto deba preocuparnos. Ninguna voluntad hará que anticipemos el final previsible, ningún desenlace improvisado nos inquieta. Ya nos ha pasado antes y hemos salido. Es hermosa la certeza de que duerme en esta casa y de que, si grita o llora o se ríe, yo la oigo. Ella, por su parte, me mira con el afecto de siempre, me sonríe, me toca a veces la cara y me susurra al oído palabras que no confío en entender. Creo que necesitamos una casa más grande.
26.7.20
La mascarilla como costumbre
19.7.20
Bosquiniadas X / Visión del más allá / La ascensión al empíreo
18.7.20
Bosquiniadas IX / El jardín de las delicias / Tabla central
12.7.20
Nuevo elogio del verano
Veneno de verano / Un cuento tórrido
10.7.20
Elogio y refutación del vértigo
K. dice que embriagado se vive mejor. Como es muy de palabras correctas y no le cuadra acudir a un vulgarismo o a un término burdo o de apresto fonético soez, K. dice embriagado, pero yo le comprendo y en mi cabeza compongo una imagen correcta, la que se desprende de su frase pequeña y amigable. Hay frases de poco desarrollo que dan para conversaciones enormes. Otras, en cambio, largas, encabritadas, no merecen atención alguna. He sentido en carnes propias el vértigo de la embriaguez (sin aturdirme, creo) ese irse de lo real y perderse en lo ambiguo. En la ambigüedad se vive también mejor. Gusta no saber con certeza, no tener a mano la propiedad de nada y andar siempre de prestado, tocando la superficie de las cosas, ahondando a veces, pero sin sentirse el dueño de nada. Lo decía Mycroft, hace ya: uno vive en lo frágil, sin aprehender nada, sin que nada se considere conocido, ni propio incluso. Lo malo de este mundo es la propiedad que creemos tener de las cosas que nos rodean. Si no fuésemos dueños de nada, la vida sería más bonancible. Podríamos salir a la calle y saber que todo es nuestro y nada lo es en el fondo. No sé si alguien con más conocimientos políticos que yo dirá que estoy centrándome en tal o cual corriente o en tal o cual sistema, pero no es la política el sitio que quiero visitar: prefiero la poesía, el país de las palabras y de la forma en que las palabras nos cuentan cómo es el mundo y qué podemos hacer para administrarlo o para aprovecharlo de un modo mejor. Por eso lo de no ser dueños de nada al modo en que John Lennon lo dejaba hermosamente escrito en su Imagine. No possessions too. Sin posesiones, sin llaves, sin hipotecas. El mundo está demasiado escriturado. Lo mío, en cambio, lo más acendradamente mío, no es incumbencia de nadie, pero no me refiero a una posesión material, sino a mis ideas, a la manera en que las cuido dentro de mi cabeza. Mi cabeza es mía, por otra parte. Más mía que lo que los demás creen que es más mío, por ejemplo. Todos tenemos la idea de que hay cosas que le pertenecen a los que no rodean y a las que no podemos acercarnos sin su permiso y su supervisión, pero la libertad está en las palabras, en los gestos, en los libros que hemos leído y en los abrazos o en los besos que hemos dado a lo largo de nuestra vida. Voy a desvariar un poco: somos los libros que hemos leído y los abrazos y los besos que hemos dado. Somos la palabra y la carne juntamente.
K., embriagado, es más cercano. Es curioso que haga falta entrar en esa etilidad fortuita para que podamos conocer a alguien. Ebrio, desenmascarado, decían los griegos, que fueron los que vistieron la cara y la dejaron decir las cosas, sin el peso de la mirada del que escucha. El otro, el prudente, el sobrio, es una versión popular, pensada, programada para no hacer daño a nadie con lo que hace o con lo que dice, el animal público. El ebrio, bien al contrario, es el alma torturada que de pronto advierte que le han abierto las puertas y que puede explayarse, irse, andar por ahí, brincar, retozar, decir lo que no podría o no querría en otras circunstancias, y volver más tarde, feliz, satisfecho de haberse probado en libertad, sin pensar mucho en el qué dirán ése que tanto nos han dicho cuán importante es. Admiro a quienes no se intoxican nunca, los que no beben, ni fuman, ni introducen en sus benditos cuerpos sustancias que los expongan al riesgo y a la incertidumbre. Amo la incertidumbre, la amo a diario, pero hay días en que uno debe cumplir, regirse por unas normas, acudir al lugar en donde lo esperan, hacer lo que esperan que hagamos y volver a casa, ufano de la rectitud con la que hemos procedido, completamente resuelto a repetirlo al día siguiente. K. bebe sin preocuparse de ser visto: incluso le agrada que se le conozca esa faceta suya, la de esclavo de sus pocos vicios, la del que se esmera en no desoírse, en no llevarle la contraria al cuerpo, que es quien le pide las toxinas habituales. Más vale borracho publico que alcohólico anónimo, decía Antonio Linares, mi viejo amigo. Qué hermosas ellas, las toxinas, qué paraíso el que procuran. Tengo que volver a leer a Baudelaire, tengo que volver a leer a Bukowski, tengo que volver a leer a Escohotado. Tres personas muy de fiar que me enseñaron a pensar en los beneficios de ciertos venenos. El resto del mundo me ha pedido que sea prudente: que administre, que sepa gobernar y no se envicie mi alma. Por si se enturbia más de la cuenta y no sea posible domesticarla después.
K., enviciado, es más cercano también. Le he visto en las barras de los bares, un poco desquiciado, hablando hasta por los codos, ya entienden, alambicando sintagmas, lubricando verbos, por si alumbran prodigios. No siempre sucede eso de que se produzcan milagros. No los hay o los hay escasamente. Yo soy muy de Baudelaire, ya lo he dicho. Las flores del mal son más hermosas que todos los jardines del bien. Eso lo tiene claro cualquiera que haya olido la flor maldita, y haya apreciado el olor blasfemo que emana. Luego siempre hay tiempo de volver a la normalidad y de vestirse de limpio para que los vecinos lo vean a uno salir de casa y exhibir las galas mejores, pero hay que saber estar cerca del riesgo, abismarse en el riesgo, tumbarse a su vera y esperar a ver qué pasa. No pasan muchas cosas la mayoría de las ocasiones, pero en las que sí hay algo, en ésas aprecia uno el orden de las cosas, el sentido del cosmos, la hondura del amor y la belleza del alma. De momento, mi cólico nefrítico me coharta, me pone una brida y no permite que el caballo se pierda en la tormenta. Es cosa de saber volver y no echar mucho de menos la errancia y el desquicio.
3.7.20
Bosquianadas VIII / El jardín de las delicias / El infierno
Hay quien se satisface con poco y a casi nada da importancia. A poco que se le agasaja, cuando media un halago o una dádiva, por pequeña que sea, rompe en entusiasmo y se le vuelve generoso el ánimo y en todo da su complacencia. Es un recurso antiguo. La boca es fácil de callar, se convida a reprenderse pronto: también lo que a lo que se le empuja a decir. Es esa dictadura del premio, se merezca o no, haya motivos o ninguno en absoluto. Cuando esa política abunda se deteriora el concepto mismo del regalo, que viene a ser una compensación blasfema, en casi todos los casos subvencionada por las arcas públicas, de utilidad peregrina muchas de las veces, traída sin consultar a quienes harán gestión de uso. Si se perpetúa, cuando se enquista en la sociedad y a nadie sorprende, es el gobierno el deteriorado, convertido en un bazar de oportunidades. Como el padre que maleduca al hijo y lo contenta con golosinas, aunque la hora del almuerzo esté al caer. A falta de una administración eficaz tenemos un consorcio de mercaderes o de padres irresponsables o desentendidos. De ahí a la ruina del sistema dista un tramo corto: al final se acaba pagando el peaje de ese inconveniente negociado de favores. Primero cunde el despropósito, alentado sin doblez, lujosamente difundido por las vías habituales; luego irrumpe el caos, la consabida enfermedad de las instituciones, el descenso paulatino al desorden y a la ineficacia. No cabe la ignorancia, el informe torpe, el yo no sabía, el esto se arregla. El buen vasallo que anhelaba buen señor cunde todavía. El argumento de que no todos son buenos vasallos ni malos señores es admisible, por supuesto. Otro discurso peligroso consiste en extender la ficción de que la política está ocupada por incapaces. Sucede que es al incapaz al que se le da casi siempre nombradía: el ejercicio erróneo se difunde más que el atinado, el mal fascina más que el bien. El problema (por encima de argumentos y de discursos) es que importa más la wifi que la ratio, el aditamento escenográfico cuenta más que la elocuencia de la trama. Tiene la política ese aire teatral que a veces le conviene para que ocurra el milagro de la literatura. Vemos la realidad como si fuese una convención ficticia y la ficción como un simulacro de la realidad. Si no fuese trágico, podríamos hasta enternecernos, por puro regocijo estético, por ese pulso de lo maligno que nos hace tener pensamientos poco constructivos también.
2.7.20
Bosquianadas VII / El jardín de las delicias / El infierno
En el fondo es un diálogo hueco, no tiene sustancia, tal vez la poca que haya sea la de algunos más empecinados en mostrar las debilidades del espíritu que sus fortalezas, como si (dijéramos) prefiriéramos constatar el avance de la enfermedad y la documentáramos profusamente en lugar de ocuparnos en dar con los fármacos que la rebajen o retiren. En este ir y venir de las cosas, surge la desconfianza, cómo no habría de pasar eso. Se desconfía para no perder la escasa ilusión que tengamos en que las cosas finalmente funcionen, salgan bien, prosperen, todo eso. La desilusión nace de una confianza herida. Desconfianza, desilusión, decaimiento, nada que invite al alborozo, ni siquiera a la esperanza, eso tenéis, maestros. De ahí que no entremos en la consideración de pensar en el futuro. Cuando lo hacemos, no damos con la tecla o la pulsamos con titubeo. No sabríamos qué decir sobre lo que no nos ha sido mostrado. Mañana quién sabe, eso podríamos responder. Hacer como que no va con nosotros. Esperar órdenes. Saber que trabajaremos con lo que buenamente encontremos. Como el actor que espera con ansia el próximo libreto y prefiere interpretar al Shylock del Mercader de Venecia shakespeariano (en su famosa catilinaria) que a un boticario en un entremés de Lope de Rueda. Ya saben: "Soy un maestro. ¿Es que un maestro no tiene ojos? ¿Es que un maestro no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que cualquier otra dignidad pública? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?" Porque a veces este gremio se limita a pronunciar el ipse dixit de Cicerón, que viene a ser el "yo lo que tú digas, que para eso eres la autoridad y yo un funcionario de probada mansedumbre, no vaya a ser que discrepe y me dé por discrepar más y acabemos usted y yo a la gresca, que no es cuestión, ni va a serla, está probada de sobra la obediencia de este noble cuerpo, incluso la docilidad , que es especie de más enjundia semántica" Y la nave va, la vida sigue su curso, a todo se le encuentra arreglo, aunque sea a lo loco, sin que se persone la voluntad de las cosas bien hechas, cual personaje demiúrgico que apareciera de improviso en la coda de cada acto de la obra y arreglase los desbarajustes. No habiendo tal figura, aquí andamos. Empezamos sin saber, pero quién sabría. Con tal de que haya portátiles y wifi para todos, se oye decir a alguien. Me da por pensar en obras de teatro en las que hay colmo de medios (escenografía, maquillaje, vestuario, música) pero cuyo libreto es mediocre, si no malo. En la escuela (quiero pensar así) sucede a la reversa: tenemos un texto formidable y actores entregados. En ocasiones, echamos en falta un elenco con más personal o nos molesta (qué dulzura de verbo, qué poco hostil es) que los cuartos se empleen en el atrezo, cuando es más apremiante que se libre en otros menesteres de mayor urgencia. ¿Puedo opinar?, pregunta el docente. Es que tengo ojos, manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones...
1.7.20
Bosquianadas VI / El jardín de las delicias / El infierno
Rembrandt es una catedral
A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe Ronda de noche , el inmort...
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