Empezamos con lo obvio: el inglés es un instrumento lingüístico fundamental en esta sociedad globalizada. No teniendo todos el inglés como lengua vernácula, se colige que interese aprenderlo. Se hace con la voluntad de quien se le antoja imposible medrar en cualquier oficio sin que el aprendizaje del inglés concurse de un modo incuestionable, pero tal vez haya que remarcar la parcela nativa, la propia, darle el prestigio y la utilidad que está perdiendo. Quizá no convenga dominar una lengua extranjera y no tener dominio fiable de la propia, vestir a un santo desvistiendo a otro. De acuerdo que la implantación del bilingüismo es uno de los grandes retos del sistema educativo, pero lo inapropiado, en lo que las distintas mesas educativas no han sabido ponerse de acuerdo, es en encontrar el modelo menos lesivo, el que no deteriore las competencias de otras áreas a beneficio de la del nuevo idioma, que es (en cierto modo) lo que viene ocurriendo en la actualidad.
La bondad del bilingüismo se pervierte si su enseñanza privilegia el aspecto meramente memorístico sobre el dinámico, como se propugna desde la administración. Un nuevo idioma se aprende usándolo, sirviéndose de un contexto enriquecedor y significativo; no se aprende (o no de manera óptima) cuando se enreda con otro propósito, sea el área de Naturales o la de Sociales. El área intervenida pierde: el instrumento se convierte en prioritario, y no el contenido que estudia. Es como si la cuchara fuese más importante que la sopa. No se trata de que el profesorado que imparte estas áreas no esté lo suficientemente preparado, ni que le dedique muchas horas de trabajo, tanto en el centro en la que se le asignan y en casa, las que no ve nadie. Lo que hace que no sea enteramente satisfactorio ese trabajo es la dificultad intrínseca del mismo, la evidencia absoluta de que el alumno no adquiere un conocimiento de la asignatura y no acaba de cuajar en el sistema. Sobrevive a duras penas. Hay un registro académico impuesto sin criterios, un amasijo hueco en un currículum desquiciado por acúmulo de áreas. A veces se aprecia más o menos, según la madurez lingüística del alumno. No hay más.
La proeza del bilingüismo consiste en que seamos verdaderos hablantes de dos lenguas, pero una (la materna) se aprende cuando no tenemos conciencia alguna de que la estamos aprendiendo; la otra, la sobrevenida, la impuesta de algún modo, se aprende en un contexto rico, extraordinariamente rico: rico en experiencias lingüísticas, rico en situaciones de contexto, en las que hablar una lengua que no es la nuestra sea un hecho significativo, no un añadido que no posee verdadera entidad semiótica. Sigo pensando en lo cuestionable de enseñar sociales o naturales en inglés, enfatizando conceptos que no alcanzan una trascendencia lingüística reseñable (cómo se dice placa tectónica en inglés o jugos gástricos o clorofila) y que no se afianzan más tarde por la previsible (y luego constatable) falta de uso. Tampoco cuadra que se auspicie una enseñanza masiva del inglés, incrustada en otras áreas, cuando lo importante son esas áreas, áreas que rebajan su ámbito de influencia cuando se les asigna el segundo idioma como compañero de viaje. Añadido el hecho de que los tramos horarios del inglés se escatimen, se reduzcan a beneficio del nuevo diseño bilingüe. La voluntad política que exige la implantación seria del bilingüis falla cuando desatiende el horario de la asignatura de inglés, que paulatinamente ha ido perdiendo peso y se haya a remolque de sus hermanas menores, la enseñanza bilingüe en otras áreas, fundamentada en otras competencias. No hay que desvestir a un santo si se desea engalanar a otro, viene a decir el refrán.
Cuestionar el bilingüismo no es defenestrarlo, consignar tan sólo sus partes débiles y censurar las fuertes, las zonas brillantes, en las que resplandece. Estudiar en dos idiomas no es lo mismo que estudiar dos idiomas. Se quiso dar un salto mortal con la cosa del inglés y se introdujo a diestro y siniestro su ámbito de influencia. Se llenaron los pasillos de motivadoras cartelerías, se trajeron (se traen) nativos más o menos cualificados que asistían al titular del aula en el desarrollo integrado de las clases, se vendió que éramos un país moderno con escuelas modernas, con maestros modernos y alumnos modernos. Todo tecnificado, todo muy progre y europeo. Lo de la modernidad ha sido siempre un reclamo goloso: en ella se acoge lo bueno, lo que no es bueno y lo abiertamente malo. Quienes salen de la escuela con un inglés fluido y aceptable son los menos y, en la mayoría de los casos, hablan, escuchan, leen y escriben inglés con soltura porque tienen apoyo externo, religiosamente sufragado por sus padres, con profesores de inglés vernáculo, no los nacidos en Cuenca, en Córdoba o en Santiago de Compostela, a los que no se les puede echar en cara que no se maten trabajando y hagan todo lo posible para que sus alumnos tengan el ecosistema perfecto para que esa segunda lengua se reconozca, aprecie y, en última instancia, aprenda. He visto y veo estupendos maestros bilingües batallando en el caos de la normativa, ambigua y poco fiable, inclinada a la estadística mediocre de los pesos en el horario.
Una cosa es enseñar inglés y otra muy distinta excluir al español o rebajarlo en equivocados porcentajes y combinar en el área de Sociales, pongo por caso, uno y otro idioma, de modo que al final se prime el lenguaje usado para volcar los contenidos sobre los contenidos mismos. La cuchara y la sopa. De hecho hay un matiz argumentativo muy a tener en cuenta: los libros bilingües no se explayan en explicaciones, no es posible que suceda tal cosa, no pueden llegar adonde llegan los otros, los que se bastan con el español Siempre querré que un maestro explique el aparato digestivo en clase de Naturales sin que se afecte el relato vertido en español o sin que la injerencia del inglés distraiga de lo fundamental: que el alumno comprenda lo trabajado, sin tener que hacer un esfuerzo extra (a veces demoledor) en la traducción de la versión inglesa.
Se podría implementar un bilingüismo tan sólo ocupado en ofrecer un complemento lingüístico, no un corpus de contenidos, no un armazón teórico: para eso ya se basta el español, para eso tenemos desde tiempos inmemoriales áreas de amplio predicamento social y operativo. Bastaría (de hecho así es como funciona en muchos centros) un modelo bilingüe que se valiese de áreas no instrumentales, liberadas de la nomenclatura habitual. Hablar inglés, sí, mucho además, sobre todo mucho más, pero hablado sin que exista un propósito académico a su espalda, no con la espada de Damocles del área que pretende aliñar, al modo en que se hablaría en cualquier contexto que no fuese estrictamente escolar. Hay áreas idóneas para hacerse cargo de ese enfoque: Educación Física, Música, Plástica. Luego está la obligación de hacer costumbre el inglés hablado. El maestro, en su clase, en el pasillo, en el patio, haría que el inglés fuese un instrumento eficaz de comunicación. Incluso (puestos a dar por perdida esta liza) valdría unas sociales o unas naturales en las que el idioma colabore. Sería una colaboración matizada, reglada con esmero, exenta de la responsabilidad de que el idioma secuestrase él área, la estrangule, la acabe perdiendo.
Si se me pidiese que opinara sobre la valía del bilingüismo en la escuela diría que es necesario. No estoy contra el bilingüismo per se. Las aptitudes cognitivas del alumno son la que dan la talla, es en ellas donde las buenas intenciones normativas (quién duda que legitimas) decaen al no ser implementadas a satisfacción del idioma usado vehicularmente y del área comprometida en esa enseñanza. Uno es escéptico con la esperanza de no serlo, cree en la bondad del programa, sostiene la convicción que el rodaje es largo y precisa medidas urgentes para que funcione seriamente, bien embutido en el plan de centro, implementado sin el corsé de abastecer áreas cruzadas que podrían malograrse si se privilegia el idioma del que no proceden. Enseñar un idioma no puede instrumentalizarte a partir de un área. Un idioma ajeno lastra la adquisición de los contenidos de ese área. Se puede incrustar transversalmente. En mi experiencia de maestro de inglés, he apreciado que basta habituar al alumno a que el idioma extranjero fluya con libertad por todo el centro y se provean suficientes situaciones comunicativas en el idioma
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