La biblioteca imposible
a JLB
El hombre se ha despertado con la peregrina idea de leer el libro en el que está basada la película que vio la noche anterior, pero no recuerda el título.
No sabe tampoco ningún nombre con el que asociarla. Ni actores, ni actrices.
Tampoco de qué iba.
No tiene una trama reconocible.
No se parece a ninguna que haya visto, ni es capaz de formular un hilazón en sus acontecimientos.
Únicamente ve pájaros y un edificio victoriano al que entran circunspectos caballeros de macferlán y sombrero de copa, bastón y perilla.
Todos se parecen tanto que llega un momento en que consiente la ficción de que, en realidad, son la misma persona, absurdamente multiplicada.
Cientos de caballeros victorianos, yendo de acá para allá, sin un rumbo fijo, gobernados por el azar, por el caos.
Luego están los pájaros.
Montones de ellos.
Los ve violentar el silencio de ese desfile de aristócratas con unos graznidos insoportables.
Vuelan, graznan y perturban el paseo de los hombres.
Ahí termina la película o ahí el sueño la censura.
La amable señorita de la biblioteca se esfuerza en que diga un título.
Sólo necesito un título, caballero. Si no me lo da, no hay libro. Entienda que tenemos miles de libros. ¿Entiende usted eso?
Le razona que hoy en día se puede llegar a la madeja desde cualquier pequeño hilo.
Le dice que basta teclear en una pantalla.
Si escribo Julio Verne, el programa me dice todos los libros que disponemos de Julio Verne. Si escribo Historia de Roma, no hay emperador al que no se le haga aprecio.
Le refiero la utilidad de unas cajones pequeños y de las fichas que alojan.
Se tarda una vida en tener todos los libros ahí anotados. A veces es poco una vida.
De pronto el hombre le confiesa que tal vez no sea una película, sino un sueño.
Que es un sueño dentro de otro.
El hombre imagina que no hay ninguna biblioteca en la que se tutelen todos los sueños que han soñado todos los hombres.
La señorita se lo confirma.
En ese caso estoy obligada a informarle que no es posible ayudarle porque no existe una bibliografía sobre los sueños de los usuarios de la Biblioteca, le dice. Ni siquiera una biblioteca que custodie los sueños de todos los que escriben. Escribir el sueño que se ha tenido es inventar el sueño que no recordamos. Nuestro catálogo es ingente y hasta tenemos un fondo sin registrar que se guarda en cajas en el sótano, pero insisto en la imposibilidad de satisfacer su demanda.
El hombre se aleja del edificio de la Biblioteca con la sospecha de haber sido engañado.
El libro existe, piensa.
Tiene que haber un libro en el que esté todo lo que he pensado.
Hay un libro para cada soñador.
Un registro minucioso para todos los sueños desde que nacemos hasta que morimos.
El hombre piensa que, en ese momento, el libro desaparece.
El hombre no es religioso, pero entiende que está formulando una especie de reflexión religiosa.
Tal vez Dios sea el amanuense de ese inventario único y esa biblioteca fantástica sea el cielo.
Entonces comprende que ha muerto y está a punto de contemplar, uno a uno, sin pérdida, todos los sueños que ha tenido.
El último era de pájaros y un edificio victoriano al que entran elegantes caballeros absurdamente iguales.