sábado, 27 de julio de 2013

Historias de hotel: Retrato de jovem cavaleiro


Por la ventana abierta al frescor de la mañana, mientras desayunaba, veía la Praça dos Restauradores, con su monumento a quienes liberaron al país del dominio de los reyes de España. Estaba muy entretenido contemplando el ajetreo de la plaza y perdiéndome en mis ensoñaciones sobre cómo habría sido la historia peninsular si Portugal, en 1640, hubiera tenido la mala (o la buena) suerte que tuvo Cataluña, cuando alguien me pidió permiso para sentarse en mi misma mesa. Alcé los ojos sorprendido. Casi todas las demás mesas del salón comedor estaban vacías. Frente a mí había un desconocido vestido con elegancia un poco anticuada, traje oscuro, corbata roja, el pelo blanco, unos sesenta años, la sonrisa iluminando el rostro muy moreno.
––¿No me reconoce?
Me recordaba a alguien, de eso estaba seguro, pero a un actor, no a alguien que yo hubiera tratado personalmente. “¿Matt Bomer?”, pensé entonces en voz alta. Y él soltó una carcajada: “En todo caso, con treinta años más. Pero se agradece la comparación”.


            Estábamos en el Avenida Palace, mi hotel favorito de Lisboa entre otras razones, por dos muy literarias. Aquí al lado, en la estación del Rossio, asesinaron a Sidónio Pais, el Presidente-Rey del poema de Pessoa, quien vio en el dictador a una reencarnación del rey don Sebastián. Aquel crimen nunca se aclaró del todo y Pessoa, en uno de sus relatos policíacos que no llegó a concluir, trajo de Londres nada menos que a Sherlock Holmes para que lo resolviera. Holmes y Watson se alojaron entonces en este hotel. Otros huéspedes ilustres me habían servido de pretexto para esta visita a Lisboa. Un viaje de trabajo, como todos las míos. No sé qué herencia puritana me hace odiar el ocio como un invento del diablo. Por eso nunca tomo vacaciones. Pero también soy heredero de la casuística jesuita y contrarreformista. Solo hago viajes de trabajo, cierto, pero soy mi propio empresario. Así que, cuando me apetece volver a alguna de mis ciudades favoritas, en seguida me invento un trabajo. En este caso, escribir sobre la visita a Portugal de Unamuno en 1935, su encuentro con Pirandello y su posible encuentro don Fernando Pessoa, que moriría pocos meses después. En junio de ese año, Salazar invitó a los más destacados intelectuales europeos para mostrarles el nuevo Portugal. Unamuno y Pirandello fueron dos de los principales invitados y se alojaron en este hotel, el más lujoso de entonces. Yo me he dedicado a revisar minuciosamente la prensa de la época para encontrar alguna huella de aquel encuentro que hubiera pasado inadvertida a los investigadores.
            –-¿No me reconoce? Voy a dar algunas pistas, como en las búsquedas de Google. La primera es “fútbol”.
            –-¿Fútbol? Mi única relación con el fútbol es que una vez, en los premios Príncipe de Asturias, estuve charlando con Íker Casillas.
            –-La segunda pista es 1982.
            ––Pues lo siento, pero me parece que se equivoca usted de persona.
            ––La tercera es Perugia.
            Y entonces recordé, lo recordé todo. Aquella tarde que yo había pasado leyendo en el piso que tenía alquilado, con otros estudiantes, en Via Garibaldi. Cuando salí a dar una vuelta y tomar un café, me sorprendieron las calles solitarias, el total silencio. No circulaba ni un coche, no había nadie en la cafetería de la Universidad, habitualmente muy animada a aquellas horas. Subí hasta el Corso Vannucci y comencé a preocuparme seriamente cuando vi las terrazas vacías. De pronto, la ciudad entera estalló en un unánime grito. Creí entender la palabra “gol” y entonces recordé que se celebraba el mundial de fútbol y que aquel día se disputaban la final Italia y Alemania. Ganó Italia, como es bien sabido, y Perugia, a pesar de que estaba llena de estudiantes de todo el mundo, enloqueció. Todo el mundo se echó a la calle en cuanto terminó el encuentro y caravanas de coches comenzaron a circular a toda velocidad atronando el aire con sus claxons. Me senté en un banco, lo más lejos que pude del bullicio, frente a la llanura de Asís y un cielo iluminado por miríadas de estrellas que parecían tan estupefactas ante el espectáculo como yo. Alguien me pidió permiso para sentarse a mi lado, a pesar de que todos los demás bancos estaban vacíos. Treinta años después volvía a pedirme permiso para sentarse junto a mí en la mesa de desayuno. Entonces tenía barba y un aspecto desaliñado y bohemio. No me extraña que no le hubiera reconocido. Pero los ojos y la sonrisa eran los mismos. Estudiaba en la Academia de Bellas Artes. Cuando marché de Perugia, no volví a tener noticias suyas. “Espero no haberle traído malos recuerdos”, dijo. De sobra sabía que no eran malos, aunque a mí, no voy a decir por qué, me avergonzaron un poco.


            Me había reconocido, se había enterado de que al día siguiente regresaba yo a España y quería pedirme un favor. Lo del favor fue lo último que me dijo, antes hablamos de muchas cosas, quedamos para cenar y fue al despedirnos (“Hasta dentro de otros treinta años”, dije yo) cuando mencionó lo que mencionó. “Sé que no vuelves directamente a Asturias, que te quedas unos días en Madrid”. ¿Cómo lo sabía? Sabía bastantes más cosas de mí que yo de él. “Se trata de llevarle un pequeño regalo a un amigo. No te preocupes, lo puedes llevar en mano, no te molestará. Te esperará en la terminal para recogerlo”. Me extrañó un poco aquel encargo. Siempre avisan en los aeropuertos para que no se acepten paquetes de desconocidos. “No serán drogas, ¿verdad?”. Sonrió. “¿Me ves a mí con aspecto de traficante?”. No, no tenía ese aspecto. Parecía más bien lo que me había contado que era: un marchante de obras de arte, el dueño de una tienda de antigüedades. Vestía con la rebuscada elegancia del protagonista de la última película de Giuseppe Tornatore. “Nunca se sabe…”, dije yo recordando aquella noche de hace treinta años y avergonzándome de unos recuerdos que creía olvidados para siempre. “Eran otros tiempos. Yo entonces hasta tenía barba. Bueno, los dos teníamos barba”.
            Acepté el encargo, difícil resultaba negarle nada. La verdad es que no resultaba especialmente molesto. Se trataba de llevar un tubo de cartón como los que te dan cuando compras un póster. “Es un retrato que le he hecho a mi amigo y quiero que lo reciba mañana mismo”. Me despidió con un fuerte apretón de manos.
            Cumplí el encargo sin problemas, pasé unos días en Madrid, regresé a Asturias. A poco de llegar, recibí una postal con una única palabra: “Obrigado”. Representaba un cuadro del Museu de Arte Antiga que a mí siempre me ha fascinado, el Retrato de Jovem Cavaleiro, que algunos consideran una representación idealizada del rey don Sebastián y al que Jorge de Sena dedicó un poema (“Quem era? Qual o nome? Nao sabemos / nada, inteiramente nada. A fronte límpida, / a boca que se fecha num desdém tao vago, / os olhos falsamente juvenis, irónicos…”). Los ojos, irónicos y falsamente juveniles, se parecían a los de mi reencontrado amigo.
            Una noticia leída en el diario portugués Público me llevó a pensar de nuevo en él. Resulta que uno de los empleados del Museu de Arte Antiga, despedido con motivo de los recientes recortes, había denunciado que varios de los cuadros del museo no eran los originales, sino magistrales copias. Aquella denuncia fue desestimada sin que a nadie se le ocurriera tratar de averiguar si podía tener algo de cierto. Pensé en mi amiga Rosa Navarro Durán y en su descubrimiento de que una de las obras maestras de la literatura catalana, la novela medieval Curial e Güelfa, es en realidad una falsificación del siglo XIX. El original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, con lo que sería fácil confirmar o refutar esa afirmación, pero parece que no interesa hacerlo. Pesan en exceso los intereses creados. Tampoco, a pesar del reportaje de Público, ninguna autoridad se ha puesto a investigar las denuncias del trabajador despechado.
Aquella noche del Mundial en Perugia, cuando fui con mi amigo a su piso (en Via dei Priori, lo recuerdo bien), me encontré sobre un caballete el San Juan Bautista de Andrea del Sarto a falta solo de las últimas pinceladas.


sábado, 20 de julio de 2013

Historias de hotel: Los visitantes


––Usted no cree en esas cosas, ¿verdad? Horóscopos, milagros, apariciones, gentes venidas de otro mundo, como el Jesús de los cristianos y el Supermán de los tebeos. Yo tampoco creía…
            Estábamos en la terraza del hotel. Yo subía siempre al anochecer, después de patear la ciudad. Había algo de tranquilizador para mí, no sé por qué, en la cúpula de la iglesia del SS. Nome de Maria y en la cuadriga, a punto de comenzar su carrera hacia las estrellas desde la cima del mamotrético monumento a Víctor Manuel.
            ––Yo tampoco creía y sin embargo esas cosas no son más extrañas que las que ocurren a nuestro alrededor a cada instante.
            Al principio pensaba estar solo, como cada tarde. Tardé en percatarme de que había una mujer, vestida de negro, fumando silenciosa, en una esquina. Miraba hacia lo alto, como tratando de distinguir las primeras estrellas que se iban insinuando en el cielo todavía muy azul. Ni siquiera volvió los ojos hacia mí cuando comenzó a hablarme. Lo hacía en voz baja, como si fuéramos viejos amigos o quizá como si pensara en voz alta.
            ––No había ningún motivo para que yo fuera infeliz, pero lo era, aunque entonces no lo supiera. Me casé muy joven, los hijos llegaron pronto, mi marido ganaba dinero y me quería, aunque tenía poco tiempo para mí, siempre andaba con sus viajes y sus ocupaciones. A menudo no dormía en casa. Pero a mí no me importaba. Estaba demasiado ocupada con los niños. No tenía tiempo para saber si era o no feliz.
            ¿Por qué me contaba aquello? Yo buscaba un pretexto para despedirme y volver a mi habitación. Estaba cansado. Apenas si había parado un momento desde que puse el pie en la calle. Había tanto que ver, tantas familiares maravillas que saludar, tantos secretos rincones que descubrir. Me gustaba el discreto hotel Cosmopolita porque, estando en él, tenía la impresión de estar en el centro del mundo. Muy cerca se encuentra la torre desde la que Nerón disfrutó contemplando el incendio de Roma; frente a la ventana de mi habitación, tenía el Palazzo Colonna, donde residió Petrarca, con su prodigiosa galería llena de obras maestras (mi favorita es el Comehabas, de Annibale Carraci) y el jardín con naranjos que tanto admiraba Henry James. Una ancha calle bulliciosa lleva desde el hotel hasta Piazza Venecia, pero yo prefería siempre la estrecha Via de S. Eufemia, que acababa ante la columna de Trajano y la inagotable maravilla del Foro.


            ––Seguro que está pensando que por qué le cuento todo esto. Ya sabe que hay cosas que no nos atrevemos a decir ni a nuestros amigos más cercanos, pero no tenemos inconveniente en contárselas a quien acabamos de encontrar y quizá no volveremos a ver. Mi hijos me quieren mucho, pero cada uno vive su vida, tiene sus problemas, lo que menos esperan es que yo les cuente los míos. Están acostumbrados a recurrir a mí cuando me necesitan y a desaparecer hasta que pueda serles de nuevo de alguna ayuda. De su padre, mi exmarido, hace tiempo que solo sé por los periódicos. Pero fue generoso al repartir su fortuna.
            Yo murmuré una disculpa y me dirigí hacia la puerta. El día siguiente sería tan cansado como los anteriores. Iba a visitar la villa Giulia y dos o tres viejos palacios más, alguno de propiedad particular y que se iba a abrir solo para mí gracias a la buena relación de uno de mis mejores amigos con uno de los monseñores de la Curia.
            ––Ya vienen. Creí que hoy no vendrían, pero aquí están. ¿Ve usted aquellas luces azules? Parecen estrellas como las otras. Pero no. Son ellos. Mire cómo se mueven, cómo se van acercando.
Me fijé en aquellos puntitos brillantes, que parecían estrellas fugaces. Era verano, así que pensé en las lágrimas de San Lorenzo que tanto me fascinaron en mi infancia extremeña
            ––¿Sabe por qué le tranquiliza tanto mirar esa cúpula? Porque le recuerda el vientre materno, el lugar en que se sentía a salvo de todo, como le diría mi psicoanalista. Y es verdad, pero también porque le recuerda una nave espacial. Somos polvo de estrellas, criaturas de otra galaxia, exiliados de mundos remotos. Por eso la humanidad nunca será feliz en la tierra. Llegamos hace siglos y desde entonces esperamos al Mesías, al guía que nos llevará a nuestra Jerusalén celeste. Todas las religiones hablan de lo mismo, todas esconden esa verdad entre sus mitos. ¿Quién fue Jesús? Un alienígena. Desde otros mundos inseminaron artificialmente el vientre de una doncella. La misma historia, aunque parezca un cuento para niños, es la de Supermán, el bebé con poderes sobrehumanos que viene de más allá de las estrellas. ¿Ha visto El hombre de acero, la película de Zack Sneyder y Chistopher Nolan?
            Sí, había visto esa película y, como el mejor remedio para desconectar tras la agitación diaria, algunas noches veía Ancient Aliens, la serie del canal Historia sobre los antiguos astronautas. Pero no me apetecía, con tantas cosas como tenía que hacer en Roma, perder el tiempo escuchando otra vez esas patrañas. Dije adiós bruscamente, dejé a la mujer de negro con la palabra en la boca, y bajé a mi habitación.
            Tardé en dormirme, encendí y apagué el televisor varias veces, abrí y cerré los libros que había comprado en el mercadillo de Piazza del Cinquecento o en mi librería favorita, la Feltrinelli del Largo Argentina. Me dormí, por fin, y soñé cosas poco gratas. En el sueño comenzaron a golpear fuertemente la puerta de mi casa. Me asuste. Me levanté y corrí todos los cerrojos. Pero siguieron llamando, cada vez con más intensidad, con una intensidad atronadora. Abrí los ojos: llamaban de verdad, pero muy levemente, con los nudillos, a la puerta de mi habitación. Fui a abrir. Allí estaba ella, en la penumbra del pasillo. Parecía más joven que en la terraza y se había vestido como para una fiesta.
            ––Venga conmigo. Están aquí. Le esperan.
            En pijama, sudoroso, despeinado, yo no estaba precisamente presentable. Me di una ducha rápida, me puse unos vaqueros y una camisa blanca y fui tras ella. Su habitación no era como la mía. Me pareció inmensa y palaciega. A un lado, inmóviles, como en un grupo escultórico, estaban ellos, la pareja de extraterrestres. Acurrucada a sus pies, vestida con elegantes harapos, entreví una mujer. Los tres me resultaban familiares. A ella la había visto, borrosa, en la esquina de uno de los cuadros de la galería Colonna, creo que del Veronés. Y ellos… No, no había duda. Los saludaba cada mañana, antes de iniciar mi paseo romano, en las escaleras del Campidoglio: eran Cástor y Pólux. La anfitriona sonreía ante mi mirada estupefacta.
            ––Usted es como Santo Tomás, necesita ver para creer.
            Dejó caer al suelo la ropa que llevaba y apareció completamente desnuda. Su cuerpo era el de una mujer mucho más joven de lo que yo había imaginado.
            Muy lentamente se acercó a los Gemelos: Luego los tres formaron un grupo escultórico que me recordaba, no sé por qué, al “Laoconte y sus hijos devorados por la serpiente” de los museos vaticanos.
            Yo me acerqué a la presunta esclava, que tenía unos ojos grandes y aburridos. Hubiera preferido interrogar a Cástor y Pólux, pero era la única que quedaba libre. “¿De qué planeta venís?”, dije.  Ella pareció tomárselo a broma: “De la luna y más allá”.
            Comenzó a besarme y a abrazarme sin mucho entusiasmo, pero en seguida notó que mi entusiasmo era aún menor. “Te reservas para ella”, dijo, “y haces bien, es insaciable”. Un incómodo silencio punteado por jadeos ajenos, y luego: “No creas que yo quería dedicarme para siempre a esto. Yo lo que quería es ser diputada, como lo han sido otras, repartir luego empleos y subvenciones entre mi gente. Por eso me hizo tanta ilusión ir a Villa Certosa. Allí conocí a muchas personalidades, también a Karima El Marough, ya sabes, la famosa Ruby Robacorazones, que no era gran cosa, no te vayas a creer”.
            Yo la miraba con ojos cada vez más abiertos y pasmados. Pensé en el protagonista de Maribel y la extraña familia, la comedia de Mihura. “Pero tú, ¿no eres una criatura de otro mundo?”, acerté a decir. “Eh, tú, sin ofender, que pareces de Milán. Soy de cerca de Nápoles, y a mucha honra”.




sábado, 13 de julio de 2013

Historias de hotel: Elemental, querido Watson

 

Aquel barrio, tan cerca del Museo Británico, tan lleno de recuerdos literarios, con su arbolada plaza y el ir y venir de los estudiantes de la universidad, es verdaderamente agradable, y pronto se convertiría en uno de mis rincones favoritos del viejo Londres. Pero la primera vez llegué al anochecer, cansado del viaje y con un estado de ánimo no demasiado bueno. La silueta del Hotel Russell, recortándose en el cielo oscuro, resultaba más amenazante que acogedora. Era un edificio victoriano que parecía el escenario de una película de terror o un melodrama del estilo de Luz que agoniza.
            Tardé en dormirme aquella primera noche y, para escapar de los fantasmas del insomnio, decidí bajar al bar del hotel a tomarme una copa. Se trataba de un local muy agradable que, no sé por qué, me recordó al club Diógenes en el que vivía el hermano de Sherlock Holmes. Al lado había un salón con chimenea y una buena biblioteca. Me fui allí con mi copa y cogí un libro. No podía leer. Pedí otra copa. El camarero tuvo que avisarme de que iban a cerrar el bar. Yo era el único cliente.
            Al día siguiente, se repitió la operación y esta vez el camarero, tras indicarme en inglés que era la hora de retirarse, me sorprendió hablándome en español. “Si no tiene ganas todavía de ir a la cama, le invito a venirse conmigo; conozco un lugar verdaderamente divertido”. El camarero, que tenía la apariencia de un perfecto mayordomo inglés, era en realidad de Badajoz. Me llevó a un local oscuro y ruidoso, eso es todo lo que recuerdo. Me desperté tarde, con un gran dolor de cabeza. No sé cómo volví al hotel.
            Acabé haciéndome amigo de Jesús, que así se llamaba el camarero, y un día, en la habitación en que vivía de un piso compartido, me enseñó un libro que, según él, había pertenecido al doctor Watson, el ayudante de Sherlock.
            “¿Se trata de una broma?”, le dije. “A mí también me gusta mezclar la realidad con la ficción”.
            “John H. Watson no existió, por supuesto. Pero este Watson, el verdadero doctor Watson, amigo de Sir Conan Doyle,  sí que existió”.
            El libro se titulaba Demeter and other poems, era de Alfred Tennyson y estaba editado por Macmillan and Co. en 1889. En el exlibris se leía: “Thomas Carrick Watson”.


            Este doctor Watson, modelo del personaje de ficción, fue compañero de estudios de Conan Doyle y un gran admirador suyo, desde bastante antes de que se convirtiera en célebre escritor. A Conan Doyle le exasperaba un poco porque tenía demasiado sentido común y todo lo tomaba al pie de la letra; jamás entendía los chistes ni las agudezas verbales a las que el futuro escritor era tan aficionado. Le tomaba con frecuencia como objeto de sus bromas, algunas algo pesadas. Ya habían dejado de verse cuando se le ocurrió la figura del detective que le haría famoso y que acabaría por hartarle. No pensó conscientemente en su antiguo amigo al darle el nombre de Watson al ayudante un poco lerdo que subrayaba la genialidad del héroe, pero seguro que su borroso recuerdo tuvo algo que ver.
            Cuando Thomas Carrick le citó en el Hotel Russell, que entonces acababa de inaugurarse, temió por un momento que le hubiera molestado aquella coincidencia y que viera en ella la continuación de las antiguas bromas.
            Pero no era así, sino todo lo contrario. Estaba orgulloso de que se hubiera acordado de él y le permitiera compartir un poco de su gloria.
            “¡Traigo un problema para Sherlock!”, dijo de pronto Thomas interrumpiendo la charla sobre los viejos tiempos. “Se lo pasaré”, respondió sonriendo el escritor.
            “Es un grave problema y tiene que resolverlo pronto. Todo el mundo piensa, salvo los lectores más ingenuos, que Sherlock Holmes es un personaje de ficción. Yo sé que no, al menos en lo fundamental, Sherlock eres tú y el doctor Watson soy yo. Podrán ser falsas a veces las aventuras que nos inventas para entretener al personal, pero los personajes son verdaderos. La inteligencia de tu personaje es la tuya y la admiración de su ayudante es la que yo siento por ti, la misma que sentía cuando éramos jóvenes e inseparables. El problema que me ha traído hasta ti es grave, de los que no pueden aparecer en la prensa porque está en juego el honor de una dama y los más altos intereses de la nación. El caso es el siguiente. Esa dama quedó viuda hace algún tiempo; estaba muy enamorada; entró en una depresión. Todos los intentos de los doctores para sacarla de ella fueron vanos. Y entonces volvió a hacer su aparición el amor, aunque esta vez un amor más maternal que otra cosa. La dama le cogió cariño a un joven sirviente recién llegado de la India. Y le hizo regalos y le escribió algunas cartas que podrían ser mal interpretadas. No hubo nada inmoral entre ellos, nada obsceno, pongo mi mano en el fuego por esa dama, daría mi vida por ella. El caso es que ese joven sirviente estableció relaciones formales con una muchacha de su edad y de su misma clase social. Cuando estaban a punto de casarse, ella descubrió las cartas. No solo las cartas antiguas, sino otras recientes, llenas de cariño y deseos de que siguieran viéndose. Eran cartas maternales, ya dije, la dama dobla en edad al muchacho, pero su prometida no lo entendió así y le armó un escándalo y acabaron rompiendo el compromiso. Como venganza, la muchacha se llevó algunas de aquellas cartas. Su actual novio las ha ofrecido, por una abultada suma de dinero, a varios periódicos extranjeros y a la embajada alemana. Si esas cartas se publican, el daño será irreparable, no solo para su autora, también para nuestro país”.


            En ningún momento dijo Thomas el nombre de la dama, pero no hacía falta. Conan Doyle estaba al tanto de determinados rumores y en seguida supo quién era ella y quién el hermoso sirviente indio, de religión musulmana, que le había robado el corazón: Karim Abdul. “Si no tenía más que tocar una campanilla, de día o de noche, para tenerle a su lado, ¿a qué escribirle cartas? La señora ha sido un poco indiscreta”.
            “Yo no soy nadie para juzgarla, querido Arthur. ¿Recuperarás esos papeles? Mis informes dicen que ya han encontrado comprador y que se está a punto de llegar a un acuerdo sobre el precio”.
            “Dentro de tres días, a esta misma hora, nos volveremos a encontrar aquí y te diré lo que he podido hacer”.
            Cuando se despidieron, Thomas Carrick Watson no las tenía todas consigo. “No sé si me has tomado en serio, pero ya sabes que yo siempre hablo en serio. Te preguntarás, aunque tu discreción te ha impedido decirme nada, que por qué me intereso yo por este asunto. Por supuesto que también andan en ello los mejores agentes de la policía. Pero un alto empleado de palacio, paciente mío, que sabe de mi relación contigo, me ha pedido ayuda. Y yo he creído entender que no hablaba en nombre propio. Confío plenamente en ti”.
            Tres días después, un cuarto de hora antes de la hora convenida, llegó Thomas al bar del hotel. Pasó ese cuarto de hora, pasó un cuarto de hora más y nadie aparecía.
De pronto, cuando ya estaba desesperado, cuando un sudor frío comenzaba a correrle por la frente y estaba a punto de desmayarse pensando que había fallado a la dama que había confiado en él y a su país, entró Sherlock Holmes, no su amigo Conan Doyle, sino el propio detective, con su gorra inconfundible y su pipa y su nariz aguileña. Le saludó cortésmente y le entregó un pequeño envoltorio que Thomas abrió con mano temblorosa para reconocer de inmediato unas cartas escritas con la letra inconfundible que firmaba los decretos del gobierno. Sherlock, sin añadir palabra, hizo ademán de marcharse.
“Pero, ¿no me va a explicar cómo lo ha conseguido?”
“Elemental, querido Watson”, respondió el detective con una sonrisa antes de desaparecer.
            “Esa es una frase que nunca dice el verdadero Sherlock Holmes, sino el actor que lo encarnaba en las adaptaciones teatrales de sus aventuras”, añadió Jesús. Conan Doyle le había gastado una última broma a su viejo amigo.
            Los asuntos que me había llevado a Londres acabaron pronto y mal. Seguí, sin embargo, en contacto con Jesús, ahora profesor de inglés en Soria. Él me informó de la publicación del libro de Sharabani Basu Victoria and Abdul, que tanta luz aporta sobre tan insólita relación. Pero lo que nunca se pudo averiguar es cómo Sir Arthur Conan Doyle, el verdadero Sherlock Holmes, recuperó las cartas comprometedoras. Jamás se refirió en sus escritos a aquella aventura. “Los secretos de una dama siempre están seguros cuando se confían a un caballero”, fue todo lo que se le oyó decir.



            

sábado, 6 de julio de 2013

Historias de hotel: En el Pesaro Palace



Estaba yo sentado en el hall del hotel, esperando la llegada de una amiga, cuando un taxi acuático se detuvo en el embarcadero de la entrada. El Pesaro Palace, como tantos palacios de Venecia, tiene una entrada sobre el Gran Canal y otra en una estrecha callejuela, Ca’ d’Oro, muy concurrida porque lleva a la parada del vaporetto. De la embarcación se bajó un caballero trajeado a la antigua, pajarita incluida, con la barba y el pelo blancos. Me recordó a Mauricio Wiesenthal, a quien conocí en un congreso literario en Albarracín, pero el desconocido de Venecia tenía algunos años más. El taxista bajó con él y le llevó el equipaje hasta el mostrador de recepción. Le vi luego despedirse con suntuosas zalamerías; sin duda había recibido una buena propina.
            Cuando regresé al hotel, ya bien entrada la noche, tras una jornada larga y fatigosa, al cruzar el salón del primer piso para ir a mi habitación, me sorprendió ver a alguien sentado frente a los ventanales góticos que dan al Gran Canal. Murmuré un saludo y me fue devuelto en español. “¿Sabe usted si hay algún lugar abierto donde se pueda tomar una copa?”, añadió. “Es muy tarde, no conozco bien la vida nocturna de esta ciudad”, “Yo la conocí bien en otro tiempo, pero ahora todo ha cambiado”.
            Hablaba con acento argentino y, sin duda, tenía ganas de charla. A mí me seguía recordando a Mauricio Wiesenthal, uno de los más grandes narradores que he tenido la fortuna de escuchar (el otro fue Carlos Casares, en los encuentros de Verines). Le propuse bajar al jardín y bebernos allí los botellines de whisky que guardaba el frigorífico de la habitación. Aceptó de inmediato. “No puedo dormir. Esto está lleno de fantasmas. He venido a despedirme de ellos”.


            Habían apagado las luces del jardín y eso permitía a la gran luna llena y a su cortejo de estrellas lucir en todo su esplendor. Solo se oía el susurro de las hojas agitadas por una leve brisa y el latido de las aguas en el canal. “Se está bien aquí”, dije. Se me había pasado el cansancio.
            ––Yo nací en Buenos Aires, pero mis padres aquí en Venecia. Emigraron poco después de terminar la Gran Guerra, a finales de 1918. Mi padre era gondolero, pero no tenía licencia, no le dejaban ejercer. Cuando leí Der Tod in Venedig, la novela de Thomas Mann, me acordé de una anécdota que él contaba. Una vez llevó al Lido, al Hotel des Bains, a un alemán con el que tuvo una gran discusión porque se negaba a pagarle; el alemán le denunció por amenazas. Mi padre estuvo a punto de acabar en el calabozo. Siempre he pensado que el torvo gondolero que aparece al comienzo de la novela está inspirado en él. Ya se sabe que Gustav Aschembach no es más que una contrafigura del propio Mann, siempre fascinado por los jovencitos, aunque solo se atreviera a confesárselo a su diario. Nací en Argentina, pero mi padre, admirador de Garibaldi y luego de Mussolini, me hizo sentir siempre muy italiano. Cuando la pasada guerra, me alisté como voluntario. El 25 de julio de 1943, yo acababa de cumplir veinte años y formaba parte de una escuadrilla de bombarderos de largo alcance, los P. 108. Estaba entrenándome para volar en monoplazas, en los G. 55 y Macchi 205, que eran entonces lo más moderno que tenía el ejército italiano. Uno de mis compañeros era Vittorio Mussolini, el hijo del dictador que, antes de la guerra y después, se dedicó a los asuntos cinematográficos. Cuando llegó aquel día al aeropuerto de Guidonia, las noticias eran confusas. Se sabía que algo había ocurrido en la reunión del Gran Consejo Fascista, pero ni Vittorio ni yo podíamos imaginarnos la gravedad de la situación. Me dio un gran abrazo y pidió permiso a los jefes para marchar de inmediato a villa Torlonia. Al día siguiente, muchos celebraron que la guerra había terminado. No se imaginaban que aún faltaban los tiempos más duros. No le voy a dar una lección de historia, no se preocupe usted. Ya sabe la detención de Mussolini, su liberación por los alemanes, la república de Saló, de la que yo fui partidario. Ahora mis ideas son otras, pero uno no puede renegar de su pasado. Yo creí en Mussolini, como luego en Perón. Ya no soy peronista, pero sigo enamorado de Evita. ¿Ha visto usted ya el pabellón de Argentina en la Bienal? Parece que se inspira en mis fantasías de entonces. El dormitorio de Evita, ella desnudándose… ¿Creerá que todavía, si me siento allí a mirar, que todavía…? Y eso que soy un vejestorio que casi va a cumplir un siglo. Pero ya sabe lo que decía Somerset Maugham: “Está bien que un caballero, pasados los sesenta, tenga vida sexual; pero no está bien que hable de ella”. De la de los veinte años sí se puede hablar. Yo era aviador, bien plantado, tenía fama de valiente; de más está decir que no me iba mal con las mujeres. Las he olvidado a todas, salvo a una. Era actriz, me la presentó Vittorio, no le voy a decir su nombre, porque ella estaba casada y uno sigue siendo un caballero, pero no le resultará difícil adivinarlo, me parece. Yo jugueteaba con todas, me dejaba querer, pero de ella me enamoré como un adolescente. Creí volverme loco cuando me enteré de que me compartía con otro, no con su marido, una antigualla, descendiente de no sé qué dux, que no significaba nada. Era alguien importante, no un soldadito como yo. Un día, en un permiso inesperado, vine a visitarla a este mismo lugar, porque ella vivía en este palacio antes de que lo convirtieran en hotel y me encontré a unos escoltas que me dieron el alto. Llegué a pensar incluso en el propio Mussolini, pero entonces la guerra y Clara Petacci no le dejaban tiempo para muchas aventuras. Meses después del 25 de julio, cuando ya habían liberado a Mussolini, me citó con mucho secreto. Hacía tiempo que no nos veíamos. Vine con gran riesgo, jugándome la vida. Eran tiempos en que los fascistas de toda la vida se convertían en antifascistas de toda la vida. Una criada me recibió en la puerta del jardín y me subió hasta su dormitorio. La besé, la abracé estrechamente, pero ella me apartó. “No te he llamado para eso; ahora hay cosas más importantes que hacer”. Abrió una cómoda y me mostró cinco cuadernos manuscritos; parecían un diario. “Tienes que guardarlos en lugar seguro; no pueden caer en manos de los alemanes”, dijo. “Yo daría mi vida por el Duce –respondí–; no puedo traicionarle”, “No le traicionas; estos cuadernos son de su familia, pertenecen a Edda Mussolini. Tienes que hacérselos llegar, sin leerlos. ¿Me lo prometes?”.


¿Cómo no iba a prometérselo? Si me hubiera pedido que me pegara un tiro, también lo habría hecho. No, no leí aquellos manuscritos hasta algún tiempo después, cuando se publicaron y se tradujeron a todas las lenguas. Eran los diarios del conde Galeazzo Ciano. ¿Los conoce usted? Seguro que sí. Casado con la hija mayor del Duce, fue el favorito del régimen y el favorito de la única mujer de la que de verdad he estado enamorado en mi vida. Lo traicionó aquel 25 de julio de hace setenta años y Mussolini ordenó su ejecución. Pocos días antes de que lo fusilaran, en la celda 27 de la cárcel de Verona, redactó las líneas finales. Son palabras muy conmovedoras, que absuelven a aquel pobre tarambana, y que yo me sé de memoria de tantas veces como las he leído: “Me han alejado de todos. Se me ha impedido toda relación con las personas que quiero. Y, sin embargo, me doy cuenta de que esta celda –esta tenebrosa celda veronesa que acoge los últimos días de mi vida terrena–  la llenan todos aquellos que he querido y que me quieren. Ni los muros ni los hombres pueden impedirlo. Es duro pensar que, sin haber tenido culpa, no podré nunca más mirar a los ojos de mis tres hijos o estrechar contra mi pecho a mi madre o a mi esposa. Pero es necesario inclinarse ante la voluntad de Dios; y una gran calma desciende en mí y en mi alma”.
            ¿Comprende ahora por qué no puede dormir esta noche y en este lugar? Hicimos el amor por última vez, pero por parte de ella no había amor, sino un intento de salvar a su verdadero amor, el conde Ciano. El diario, que contenía revelaciones poco gratas para Mussolini y los alemanes, se entregaría a cambio de su vida. Pero no fue posible. Ciano fue fusilado. Y el mundo siguió dando tumbos. Yo volví a Argentina. No me ha ido mal en la vida, pero a veces pienso que Ciano tuvo mejor suerte.