Por la ventana abierta al frescor de la mañana, mientras
desayunaba, veía la Praça
dos Restauradores, con su monumento a quienes liberaron al país del dominio de
los reyes de España. Estaba muy entretenido contemplando el ajetreo de la plaza
y perdiéndome en mis ensoñaciones sobre cómo habría sido la historia peninsular
si Portugal, en 1640, hubiera tenido la mala (o la buena) suerte que tuvo
Cataluña, cuando alguien me pidió permiso para sentarse en mi misma mesa. Alcé
los ojos sorprendido. Casi todas las demás mesas del salón comedor estaban
vacías. Frente a mí había un desconocido vestido con elegancia un poco
anticuada, traje oscuro, corbata roja, el pelo blanco, unos sesenta años, la
sonrisa iluminando el rostro muy moreno.
––¿No me reconoce?
Me recordaba a alguien, de eso
estaba seguro, pero a un actor, no a alguien que yo hubiera tratado
personalmente. “¿Matt Bomer?”, pensé entonces en voz alta. Y él soltó una
carcajada: “En todo caso, con treinta años más. Pero se agradece la
comparación”.
Estábamos
en el Avenida Palace, mi hotel favorito de Lisboa entre otras razones, por dos
muy literarias. Aquí al lado, en la estación del Rossio, asesinaron a Sidónio
Pais, el Presidente-Rey del poema de Pessoa, quien vio en el dictador a una
reencarnación del rey don Sebastián. Aquel crimen nunca se aclaró del todo y
Pessoa, en uno de sus relatos policíacos que no llegó a concluir, trajo de
Londres nada menos que a Sherlock Holmes para que lo resolviera. Holmes y
Watson se alojaron entonces en este hotel. Otros huéspedes ilustres me habían
servido de pretexto para esta visita a Lisboa. Un viaje de trabajo, como todos
las míos. No sé qué herencia puritana me hace odiar el ocio como un invento del
diablo. Por eso nunca tomo vacaciones. Pero también soy heredero de la casuística
jesuita y contrarreformista. Solo hago viajes de trabajo, cierto, pero soy mi
propio empresario. Así que, cuando me apetece volver a alguna de mis ciudades
favoritas, en seguida me invento un trabajo. En este caso, escribir sobre la
visita a Portugal de Unamuno en 1935, su encuentro con Pirandello y su posible
encuentro don Fernando Pessoa, que moriría pocos meses después. En junio de ese
año, Salazar invitó a los más destacados intelectuales europeos para mostrarles
el nuevo Portugal. Unamuno y Pirandello fueron dos de los principales invitados
y se alojaron en este hotel, el más lujoso de entonces. Yo me he dedicado a
revisar minuciosamente la prensa de la época para encontrar alguna huella de
aquel encuentro que hubiera pasado inadvertida a los investigadores.
–-¿No me
reconoce? Voy a dar algunas pistas, como en las búsquedas de Google. La primera
es “fútbol”.
–-¿Fútbol? Mi
única relación con el fútbol es que una vez, en los premios Príncipe de
Asturias, estuve charlando con Íker Casillas.
–-La
segunda pista es 1982.
––Pues lo
siento, pero me parece que se equivoca usted de persona.
––La
tercera es Perugia.
Y entonces
recordé, lo recordé todo. Aquella tarde que yo había pasado leyendo en el piso
que tenía alquilado, con otros estudiantes, en Via Garibaldi. Cuando salí a dar
una vuelta y tomar un café, me sorprendieron las calles solitarias, el total
silencio. No circulaba ni un coche, no había nadie en la cafetería de la Universidad ,
habitualmente muy animada a aquellas horas. Subí hasta el Corso Vannucci y
comencé a preocuparme seriamente cuando vi las terrazas vacías. De pronto, la
ciudad entera estalló en un unánime grito. Creí entender la palabra “gol” y
entonces recordé que se celebraba el mundial de fútbol y que aquel día se
disputaban la final Italia y Alemania. Ganó Italia, como es bien sabido, y
Perugia, a pesar de que estaba llena de estudiantes de todo el mundo,
enloqueció. Todo el mundo se echó a la calle en cuanto terminó el encuentro y
caravanas de coches comenzaron a circular a toda velocidad atronando el aire
con sus claxons. Me senté en un banco, lo más lejos que pude del bullicio,
frente a la llanura de Asís y un cielo iluminado por miríadas de estrellas que
parecían tan estupefactas ante el espectáculo como yo. Alguien me pidió permiso
para sentarse a mi lado, a pesar de que todos los demás bancos estaban vacíos.
Treinta años después volvía a pedirme permiso para sentarse junto a mí en la
mesa de desayuno. Entonces tenía barba y un aspecto desaliñado y bohemio. No me
extraña que no le hubiera reconocido. Pero los ojos y la sonrisa eran los
mismos. Estudiaba en la
Academia de Bellas Artes. Cuando marché de Perugia, no volví
a tener noticias suyas. “Espero no haberle traído malos recuerdos”, dijo. De
sobra sabía que no eran malos, aunque a mí, no voy a decir por qué, me
avergonzaron un poco.
Me había
reconocido, se había enterado de que al día siguiente regresaba yo a España y
quería pedirme un favor. Lo del favor fue lo último que me dijo, antes hablamos
de muchas cosas, quedamos para cenar y fue al despedirnos (“Hasta dentro de
otros treinta años”, dije yo) cuando mencionó lo que mencionó. “Sé que no vuelves
directamente a Asturias, que te quedas unos días en Madrid”. ¿Cómo lo sabía?
Sabía bastantes más cosas de mí que yo de él. “Se trata de llevarle un pequeño
regalo a un amigo. No te preocupes, lo puedes llevar en mano, no te molestará.
Te esperará en la terminal para recogerlo”. Me extrañó un poco aquel encargo. Siempre
avisan en los aeropuertos para que no se acepten paquetes de desconocidos. “No
serán drogas, ¿verdad?”. Sonrió. “¿Me ves a mí con aspecto de traficante?”. No,
no tenía ese aspecto. Parecía más bien lo que me había contado que era: un
marchante de obras de arte, el dueño de una tienda de antigüedades. Vestía con
la rebuscada elegancia del protagonista de la última película de Giuseppe
Tornatore. “Nunca se sabe…”, dije yo recordando aquella noche de hace treinta
años y avergonzándome de unos recuerdos que creía olvidados para siempre. “Eran
otros tiempos. Yo entonces hasta tenía barba. Bueno, los dos teníamos barba”.
Acepté el
encargo, difícil resultaba negarle nada. La verdad es que no resultaba
especialmente molesto. Se trataba de llevar un tubo de cartón como los que te
dan cuando compras un póster. “Es un retrato que le he hecho a mi amigo y
quiero que lo reciba mañana mismo”. Me despidió con un fuerte apretón de manos.
Cumplí el
encargo sin problemas, pasé unos días en Madrid, regresé a Asturias. A poco de
llegar, recibí una postal con una única palabra: “Obrigado”. Representaba un
cuadro del Museu de Arte Antiga que a mí siempre me ha fascinado, el Retrato de
Jovem Cavaleiro, que algunos consideran una representación idealizada del rey
don Sebastián y al que Jorge de Sena dedicó un poema (“Quem era? Qual o nome?
Nao sabemos / nada, inteiramente nada. A fronte límpida, / a boca que se fecha
num desdém tao vago, / os olhos falsamente juvenis, irónicos…”). Los ojos, irónicos
y falsamente juveniles, se parecían a los de mi reencontrado amigo.
Una noticia
leída en el diario portugués Público me
llevó a pensar de nuevo en él. Resulta que uno de los empleados del Museu de
Arte Antiga, despedido con motivo de los recientes recortes, había denunciado
que varios de los cuadros del museo no eran los originales, sino magistrales copias.
Aquella denuncia fue desestimada sin que a nadie se le ocurriera tratar de
averiguar si podía tener algo de cierto. Pensé en mi amiga Rosa Navarro Durán y
en su descubrimiento de que una de las obras maestras de la literatura
catalana, la novela medieval Curial e
Güelfa, es en realidad una falsificación del siglo XIX. El original se
conserva en la Biblioteca Nacional
de Madrid, con lo que sería fácil confirmar o refutar esa afirmación, pero
parece que no interesa hacerlo. Pesan en exceso los intereses creados. Tampoco,
a pesar del reportaje de Público, ninguna
autoridad se ha puesto a investigar las denuncias del trabajador despechado.
Aquella noche del Mundial en Perugia,
cuando fui con mi amigo a su piso (en Via dei Priori, lo recuerdo bien), me
encontré sobre un caballete el San Juan Bautista de Andrea del Sarto a falta
solo de las últimas pinceladas.