domingo, 26 de junio de 2011

Al otro lado: El mejor regalo

Sábado, 18 de junio
ART NIGHT

La ciudad me recibe con los brazos abiertos. Y no solo los brazos. Esta noche, toda se abre para mí. La Universitá ca’Foscari, en colaboración con el Ayuntamiento, ha organizado la primera noche del arte: los museos, y cien espacios expositivos más, se ofrecen gratuitos a quien quiera disfrutar de ellos. He llegado al anochecer, cuando las calles comienzan a vaciarse de gente y a llenarse de melancolía. Pero esta vez no es así: todo bulle como si se celebrara una gran fiesta.
Yo sonrío y me dejo mimar (ha sido un año duro, lo necesito). Entro en destartalados palacios, paseo por ignotos jardines cien veces entrevistos, me pierdo en laberintos inéditos. Toda Venecia no es más que una colección de laberintos, y yo juego a perderme en ellos, a darle muerte al negro minotauro del sinsentido que trata de embestirme a la menor distracción.


He venido paseando por las zattere, he entrado en la Academia de Bellas Artes, he ayudado a algunos estudiantes en sus tareas de impresión y grabado, he tomado un vino con ellos, he entrado en los Magazzini del Sale, donde se exponen arrimados a las paredes o tirados en el suelo los caligráficos manchones de Anselm Kiefer, me he llegado hasta la punta de la Dogana donde un enigmático niño alza lo que yo siempre creí un lagarto (en realidad es una rana o un sapo) y luego ha vuelto a asombrarme el caballo desesperado que incrusta su cabeza en el muro. “Elogio de la duda” se llama esta exposición y yo la recorro como inagotable parque de atracciones. Me interesa, más que lo expuesto, el juego de los espacios que se incrustan unos en otros, que se abren en ventanas interiores, que se llenan de puentes y pasadizos. Pero también, como en un surreal parque de atracciones, los insólitos objetos.


A la salida me sorprende una insólita música discotequera que suena, tras la solemne blancura de Santa Maria de la Salute, en la gótica Abbazia di San Gregorio. Por primera vez puedo entrar en ella. Qué revuelta mezcolanza de chillón arte pop y de delicadezas orientales, de monstruos y delicadas miniaturas. Un metálico insecto gigante avanza por el claustro, un disc-jockey enmascarado juega con la música estridente desde su ordenador; dan ganas de ponerse a bailar, como él lo hace. Por encima de las negras paredes, alzada de puntillas, Santa María de la Salute, lo mira todo con asombro. Ella, como yo, está acostumbrada a la tranquilidad de las noches venecianas. Parece dudar entre llamar a la policía o sumarse a la fiesta. Yo no tengo ninguna duda. Pero a las doce en punto, cuando todo se acaba, cuando regreso a casa como Cenicienta, solo la luna, reflejada en los canales, se acerca a acompañarme.


Domingo, 19 de junio
CALIDOSCOPIO

Mi amiga Guillermina Caicoya me dice que entiendo tan poco de arte que ni siquiera sé distinguir el arte moderno del arte contemporáneo. Tiene toda la razón. Quizá por eso lo paso tan bien en la Bienale. Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino del arte contemporáneo, dijo no sé quién, quizá Cocteau. Y a mí hacer niñerías nunca me ha costado ningún esfuerzo. Me gusta ir de pabellón en pabellón, de caja de sorpresas en caja de sorpresas. El holandés es una galería de espejos que una mujer mantiene impolutos; inútil preguntar si forma parte del servicio de limpieza o de la obra de arte. Hay muchas temerosas salas oscuras. Y en el pabellón central una sala que nos devuelve al parvulario, invitándonos a jugar con plastilina. El autor firma Norma Jeane y no se sabe quién se oculta detrás. La plastilina es roja, blanca y negra, los colores de la bandera egipcia, y con ella el público puede hacer cualquier cosa: modelar figuras, pegotearla en las paredes, escribir grafitis. Uno de ellos dice: “Democracia real ya”. Eso me suena. El título de la instalación: “Who’s Afraid of Free Expresión?”. No sé yo quién teme a la libre expresión. En los países donde se pide democracia real, probablemente nadie. Otra cosa es donde se pide, si dejan, democracia a secas.


Me he levantado muy temprano, como siempre. He recorrido el Gran Canal, sentado a solas en la proa del vaporetto, dejándome acariciar por la fresca brisa. He ido saludando a mis iglesias y palacios preferidos, con un saludo especial para San Samuele y el Palazzo Mocenigo, por donde anduvieron mis dos amigos venecianos favoritos, Giacomo Casanova y Lord Byron. He descendido en Santa Elena, junto al pinar, y allí me he sentado en un barco a contemplar el perezoso despertar de la laguna y a los madrugadores que pasean sus perros o corren haciendo ejercicio. Una hermosa mañana de domingo, un largo tiempo para no hacer nada, antes de entrar en el laberinto (otro laberinto) de la Bienal.


En el pabellón de los países nórdicos, sobre una escalinata, hay figuras de pájaros hechas con trozos de barro, madera y plumas. Una mujer joven, no sé si la artista o la encargada, invita a llevarse una. Yo me llevo dos: un pequeño búho de grande ojos azules, y un ánade (o eso me parece a mí).
            Hace falta mucha energía para atreverse, después de los jardines, con el Arsenal, quizá la más hermosa arquitectura industrial del mundo. Pero no es energía lo que a mí me falta. Como nunca he perdido el tiempo haciendo ejercicio, nunca me canso de patear y admirar el mundo.
            ¿Nunca me canso? Sospecho que he sido demasiado optimista. Después de recorrer la Corderil, la Cordelería, y los inmensos almacenes, de pasmarme, asombrarme o divertirme con tantas peregrinas ocurrencias (hay un falso ascensor que te lleva de un piso a otro sin moverme del sitio), de admirar la dársena interior y la gran grúa hidráulica (que solo cuando no sirve para nada nos ha dejado ver su prodigiosa hermosura), de perderme en el Nuevo pabellón de Italia, de asomarme al Giardino delle Virgene, pregunto al conductor de un pequeño coche que ayuda a desplazarse a la personas mayores dónde queda la salida. Explica: de frente, luego a la derecha, después a la izquierda, etc. Me ve la cara: ¿Quiere que le lleve? Y yo, aprovechando que nadie me conoce, subo al coche. Qué vergüenza si alguien se entera, me digo.
            Pero a la salida, en el Campo della Tana, aún tengo fuerzas para descubrir otro rincón: el pequeño jardín donde el Museo de Macao exhibe un calidoscopio gigante. Aprovecho para hacerme, reflejado en él, un autorretrato. Y luego me asomo para admirar un mundo descompuesto en cien rutilantes y cambiantes estrellas.



Lunes, 20 de junio
UN AMIGO

Me gusta, siempre que vengo por aquí, darme una vuelta por el Lido. Desciendo del vaporetto, recorro el viale de Santa Maria Elizabetta, saludo al Adriático, descanso un rato en  el Gran Hotel des Bains (esta vez no ha sido posible: está en obras), me dedico a no hacer nada, a dejarme invadir por la relajada felicidad de los veranos antiguos. El Lido me llena de nostalgia por una vida que no he vivido nunca.
Me siento a comer en una florida terraza. Luce el sol, sopla una brisa fresca, la primavera se despide de la mejor manera posible. Me gusta la buena compañía, no me molesta estar solo. Si estoy solo, siempre estoy en buena compañía.
Un gorrión revolotea sobre la mesa y se posa sobre la cesta del pan. Picotea un rato, levanta el vuelo y vuelve al poco. Repite la operación varias veces mientras yo doy cuenta de mi ensalada. El camarero intenta espantarle, pero yo le digo que no me molesta. Cuando me levanto para marcharme, revolotea un rato en torno mío y a punto está de posárseme en el hombro. “Ha hecho un amigo”, me dice el camarero sonriente.



Martes, 21 de junio
AQUILES Y EL CENTAURO

Me acosté tarde, apenas he dormido, pero muy de mañana ya estoy callejeando. Busco el Campo de San Giacomo dell’ Orio. Qué sorpresa anoche cuando, al asomarme a la ventana, me encontré exactamente frente a la iglesia. Recordé el comienzo de Testamento mortal, la última novela de Donna León: “Si el ábside redondeado hubiera sido un barco navegando, habría apuntado a sus ventanas y no habría tardado en echársele encima”. Pero mi amigo no leía novelas policíacas. Le había encontrado en Ca’ d’Oro, sentado en un banco, dibujando a Aquiles y el centauro Quirón. Yo di vueltas en torno suyo, como el gorrión de la mañana, le hice algunas fotos. Recorrí luego el palacio y quedé fascinado con los ventales góticos sobre el Gran Canal. Cien veces los había mirado con asombro desde el vaporetto. Ahora yo me apoyaba en ellos, contemplaba la calle más hermosa del mundo y me dejaba fotografiar por los turistas como si fuera el dueño del palacio. ¿Cuánto tiempo estuve allí? No sé. Mucho. Pero cuando descendí ahí seguía el dibujante, absorto en su tarea, ajeno a todo. Traté de hacer una foto en que se viera a la vez su dibujo y el mármol griego, pero no lo conseguí. Cuando cambié la fresca soledad del palacio por el bullicio de la Strada Nova, iba recitándome unos versos de Agustín de Foxá: “Joven centauro en tibia primavera, / fresco animal y adolescente sabio, / con problemas de Euclides en el labio / y tus cascos de potro en la pradera”.


Compré luego unos libros en la librería “Acqua alta”, descubierta al azar cuando caminaba por la Calle Longa de Santa Maria Formosa. Un cartel escrito a mano anunciaba que era “the most beautiful bookshop in the world”. No sé si es la más hermosa, pero sí la más fascinante, con sus gatos que custodian la entrada, su barcaza llena de libros, su gran portón abierto sobre un recóndito canal.


No hojeaba los libros, cosa rara, sino que miraba en la cámara cómo me habían quedado las fotos de la librería, especialmente las que le hice a los gatos, cuando alguien se detuvo frente a mi mesa: “Hola, amigo. ¿Qué tal quedaron las fotos que me hiciste?”. Era el joven pintor, con la carpeta de dibujos bajo el brazo. Parece que no estaba tan absorto en su trabajo como yo creía. Me hablaba en español, un español aprendido sin duda en México. Le invité a sentarse, le enseñé las fotos, me mostró sus dibujos. El sol se ponía hermosamente tras los tejados del Campo de San Zanipolo, los últimos rayos volvían de oro las partes altas de la iglesia. Un crepúsculo fascinante, pero no tanto como el del domingo cuando paseando con Marina Gasparini nos sorprendió de pronto la imagen del Colleoni cabalgando entre alargadas nubes rosas, como un jinete que se aleja en las soledades del Far West.
            Y terminé el día en un apartamento sacado de una novela de Donna León.  “Te pareces a Tom Ripley”, dije al despedirme. Y él sonrió (tampoco había leído a Patricia Highsmith, pero conocía la película de Alain Delon): “No me parezco nada”.


      
Miércoles, 22 de junio
NO TE PREOCUPES

Cuando se acercaba mi cumpleaños, siempre me decías: “No sé qué voy a regalarte. Libros no puede ser, porque los tienes todos”. Este año, por primera vez, no te he escuchado decir nada. Pero no te preocupes. Me has hecho un buen regalo (el mejor después del que me hiciste hace ahora exactamente sesenta y un años): la obligación de ser feliz. Y yo siempre cumplo con mis obligaciones.


domingo, 19 de junio de 2011

Al otro lado: El mayor espectáculo del mundo

Sábado, 11 de junio
UN ESCRITOR SIN ÉXITO

Me gusta jugar a ser escritor —escritor profesional, quiero decir— sin serlo. Ayer presenté un libro en una librería madrileña y hoy firmo ejemplares en la feria del Retiro. Hace tiempo que he dejado de preocuparme por si va poca o mucha gente, por si firmo mucho o poco o nada. Aunque hace cuarenta años que publico con cierta regularidad, escritor en serio no soy. Nunca he escrito una línea para ganarme la vida (en todo caso, para ganarme la otra vida).
            Después de la firma, comemos en un restaurante cercano algunos poetas amigos. “Cada vez interesa menos la literatura —me dice Abelardo Linares—. ¿Cuánta gente había en la presentación de tu libro? Menos que si fuera el primero que presentaras”. “Había veintidós adultos, un adolescente, Gustavo, y dos niños, Alma y Marco —le digo yo, que gusto de los detalles exactos—. Pero eso, en todo caso, querría decir que cada vez intereso menos yo, no la literatura. En un primer libro siempre hay más gente, ya que el autor pone todo su empeño en movilizar a conocidos y familiares. Y tampoco es buena señal que haya mucha gente. Ya se sabe que los malos poetas suelen ser los mejores promotores de sí mismos”.


Me gustan los detalles exactos, ya lo dije, y me gusta observar. Conozco a varios escritores de éxito (de más o menos éxito, el de un poeta no es ni puede ser como el de un novelista) y podría escribir un manual del triunfador. Que no garantizaría el triunfo, por supuesto, pero ayudaría a conseguirlo.
            Pero a mí el único éxito que me gusta es el que llega porque sí, sin mimar a la prensa, sin campañas promocionales, sin ir haciéndose amigo de quien conviene ir haciéndose amigo en cada momento. O esa, el que no llega nunca.


O sí. Porque ¿qué mayor éxito que llevar cuarenta años escribiendo y publicando y que aún haya gente que no se haya cansado de leerme? Me quejo porque creo que es mi obligación, para tratar de caer simpático, pero la ofensiva verdad es que estoy contento con mi suerte literaria (con mi suerte en el amor estoy algo menos contento, aunque también lo estoy bastante). Ni soy el único escritor al que se le lee más de lo que merece  (yo no me leo nunca: me da la impresión de que estoy diciendo siempre las mismas tonterías) ni soy el único español que gana más dinero del que necesita, pero en un caso y otro soy el único que lo reconoce.


Domingo, 12 de junio
EL CIRCO DE SOL

En el mismo momento en que yo llego a Sol comienza el minucioso desmontaje de la acampada. “Eso es que te tienen miedo”, me dice irónico un amigo. “Eso es que ya han alcanzado sus principales objetivos. Llegaron aquí unos días antes de las elecciones, se van cuando se constituyen los nuevos ayuntamientos, con más corruptos y más fachas que nunca”. “No te preocupes, que esto no ha acabado”. “A ver si es verdad, y después de hacer daño a la izquierda, se lo hacen a la derecha. Pero me temo que antes tendrán tiempo de hacernos todavía más daño”. “No me puedo creer que hables en serio. Tú lo que pasa es que les tienes manía porque piensas que han sido ellos los que han desanimado a los pocos electores que faltaron para que en Asturias y en el Ayuntamiento de Gijón siguiera gobernando la derecha”.


Es verdad. Estoy un poco resentido, y como también soy algo cínico seguro que me habrían caído mejor si hubieran comenzado su pintoresca revolución después, y no antes, de las elecciones. Y si lo hubieran dejado para más tarde, tras las generales, es posible que hasta los hubiera hipócritamente apoyado. 
            Pero me beneficien coyunturalmente o me perjudiquen, intelectualmente los valoro poco, me parece que están –y no hablo en broma— a la altura de Belén Esteban, esa señora que arrastra multitudes porque ella, al contrario que los políticos, “acabaría con el paro”. Lo que no se le ocurre decir es cómo.
            Señalar los problemas resulta fácil. Encontrar la manera de solucionarlos sin crear problemas mayores es lo difícil. Para ello es necesario utilizar la inteligencia (que permite encontrar los medios más adecuados para lograr un determinado objetivo). Belén Esteban y los indignados (que ya han compartido como ella la portada del semanal de El País) prefieren sustituirla por la más descarada, simplificadora, populista demagogia.
            Pero yo no soy nadie. El mundo seguirá a su aire, piense yo lo que piense. Por eso mejor olvidar mi indignación con los indignados y disfrutar del espectáculo, como si de un circo se tratara. Debo reconocer que hacen su trabajo de dejar la plaza limpia en el menor tiempo posible con agilidad y gracia. Vistosos son, ciertamente. Y como entretenimiento mediático dan mucho juego.



Lunes, 13 de junio
BAJO LOS TECHOS DE PALACIO

Antes de ir a saludar a la Dama de Armiño, que ha venido desde Polonia y trae consigo un pasado misterioso y aventurero, recorro distraído los salones del Palacio Real. Lo que a mí me interesa de este inmenso edificio es precisamente lo que no se muestra. De la mano de Galdós anduve yo perdido por secretos recovecos. Para llegar al segundo piso, al que está sobre las solemnes salas con frescos de Tiépolo, es necesario subir los ciento veinticuatro escalones de la escalera de Damas. Llega uno arriba y se encuentra con una verdadera ciudad, con su barrio aristocrático, su zona burguesa y su arrabal proletario. Los pasillos parecen calles o callejones, una veces alumbrados con luz natural y otras con luz de gas. Hay también plazoletas donde juegan los niños con gorros de papel y espadas de madera, escaleras que no llevan a ninguna parte, puertas abiertas que dejan ver cocinas con guisos humeantes, mujeres que lavan o tienden la ropa, zonas abandonadas y temerosas, bóvedas de desigual altura que devuelven el eco de los pasos. Es difícil no perderse en aquel laberinto. Varias muchachas esperan ante una fuente para llenar sus cántaros. De pronto nos deslumbra un ventanón que da sobre la Plaza de Oriente y los tejados, cúpulas, campanarios y espadañas de Madrid. La cornisa del palacio parece un ancho puente sobre el precipicio, dan ganas de caminar por ella disfrutando del espectáculo.
            Mientras recorro, una vez más, las zonas nobles de Palacio, me imagino la bulliciosa vida que transcurría más arriba. Galdós, al comienzo de La de Bringas, es el mejor guía de esa ciudad misteriosa digna de la fantasía de Julio Verne. Ahora que la bulliciosa multitud de cortesanos, criados y pedigüeños que la habitaba hace años que ha desertado debe ser todavía más fascinante, debe estar llena de fantasmas.



Martes, 14 de junio
DEL CUADERNO DEL INSOMNE

Mientras siga teniendo veinte años, no me preocupa demasiado cumplir años.     

Mi ideal es ser como todo el mundo, pero un poco mejor.

Me gusta estar enamorado por la felicidad que se experimenta cuando se deja de estarlo.

Hay quien se suicida en legítima defensa.


Miércoles, 15 de junio
LECCIONES DE HISTORIA

Desde la primera vez que visité Madrid, nunca he dejado de cumplir el rito de darme un paseo por la cuesta de Moyano. Como no soy bibliófilo, sino simple lector, siempre encuentro alguna curiosidad. Por ejemplo, Diálogo abierto, de Augusto Valera Cases, un libro de entrevistas publicadas en El Noticiero Universal, de Barcelona, en los primeros setenta. Los personajes son de todo tipo. Vargas Llosa, a sus treinta y cinco años, pensaba exactamente lo contrario que ahora: “Tengo una posición revolucionaria respecto a los problemas de mi país y América Latina. Creo que la única solución válida es, para esos países, la revolucionaria. Creo que el lastimoso caso Padilla era algo que perjudicaba a la revolución cubana y por eso lo critiqué y lo censuré. Fue una actitud de solidaridad con la revolución cubana”. García Márquez demostraba no estar muy dotado para la profecía política: “Allende se mantendrá porque es un hombre extraordinariamente hábil a quien Fidel Castro ha advertido de las equivocaciones que él cometió en Cuba por exceso de prisa”.
            Aquella España era ciertamente otra España. Asombra escuchar al empresario del Liceo: “Es una vergüenza para Barcelona que durante la representación se entre y se salga y se hable en voz alta. En todas partes el público tiene un respeto a los artistas y a la obra; si llega tarde espera el momento idóneo para entrar. Cuando se ha intentado establecer un orden, me he encontrado con inconvenientes tremendos, ha habido quien me ha dicho: Oiga, que yo también soy propietario y entro cuando me parece”.
            La elección popular de alcaldes parecía un absurdo: “Un alcalde elegido por los ciudadanos traería más problemas que soluciones, ya que estaría ligado a una tendencia o grupo político determinado. El alcalde debe ser básicamente un poder moderador. De ahí la conveniencia de que en Barcelona lo elija el propio Jefe del Estado”.
            Eso que hoy tanto parece molestar a todo el mundo, lo políticamente correcto, entonces no era un problema. Uno de los entrevistados es un niño de trece años y el título lo identifica así: “Marcelino Torrebadella, subnormal”. Primera pregunta: “Tus hermanos son normales, ¿sabes tú que eres diferente a ellos? ¿Te preocupa?”. Respuesta: “Yo soy subnormal y mi papá no me deja casarme con Conchita. Dice que los subnormales no se casan”.
Con razón habló Cernuda de esa España “estúpida y cruel, como su fiesta de los toros”. Ahora es un poco menos estúpida y cruel, un poco más políticamente correcta (aunque se enfaden ciertos intelectuales), un poco mejor (aunque se indignen algunos).



Jueves, 16 de junio
SEXAGENARIOS

Termino de cortarme el pelo y cuando voy a pagar el peluquero me pregunta: “¿Ya se ha jubilado?” (Al parecer han puesto una tarifa especial para los ancianos). “¡No!”, grito.
Me anima algo el optimismo de Luis Alberto de Cuenca en El Ciervo, revista que acaba de cumplir sesenta años y por eso entrevista a varios sexagenarios: “Uno debe felicitarse de haber alcanzado una edad tan redonda. Como la vida crea adicción, ya estoy dándole vueltas a la posibilidad de cumplir 70, y hasta 80 y 90, y poder seguir disfrutando un rato más del mayor espectáculo del mundo, que no es el circo, sino esta fiesta de sangre circulando por las venas, de ojos devorando cuerpos, de manos enlazadas y de labios fundidos con labios que es la existencia humana”.


domingo, 12 de junio de 2011

Al otro lado: Un niño cada vez más viejo

Domingo, 5 de junio
ELOGIO DE LA MONOTONÍA

Soy la persona menos aventurera del mundo. Todo lugar al que no se pueda ir a pie me parece que queda demasiado lejos. No soporto lo imprevisto. Necesito saber qué estaré haciendo mañana a tal hora, o dentro de una semana, un mes, un año. Una vida monótona asusta a muchos, aburre a todos; a mí me fascina como un ideal tentadoramente inalcanzable.

           
Lunes, 6 de junio
LA LLAVE DE ORO

A las seis menos cinco me despiertan las campanas de la catedral. Apenas he dormido, pero no tengo ninguna intención de seguir durmiendo. El cielo está ya azul y nada me entusiasma tanto como el primer paseo, recién amanecido, por una ciudad que desconozco. La ventana de mi habitación da a una estrecha callejuela;  nada más asomarme a la puerta tengo ante mí la fachada inmensa de la catedral, con sus dos altas torres afiligranadas, y la Fuente del Emperador sobre cuya esfera dorada se posa un águila.


Me asusta un poco la selva de símbolos y monstruos de la catedral y por eso prefiero adentrarme por la callejuela de la izquierda, la Kramgasse. Una gran llave de oro, que sirve de emblema a una ferretería, cuelga en lo alto. Muy cerca, en la fachada cubierta de yedra, una placa me advierte que esa era la vivienda familiar de Bárbara Blomberg y que en ella nació don Juan de Austria, el héroe de “la más grande ocasión que vieron los siglos”.


Reconozco de inmediato cuando alguien me quiere bien. Esta mañana fragante Ratisbona me recibe con su mejor sonrisa, me entrega una llave de oro que abre todas sus puertas, me susurra que, tan lejos de casa, estoy en casa, comienza a contarme mil y una historias que son parte de mi propia historia.
            Tengo la ciudad entera para mí: torres, iglesias, palacios, patios secretos, diminutas plazas arboladas, el sedimento de los siglos y el sereno discurrir del presente. Sus habitantes no parece que gusten de madrugar o quizá gentilmente me dejan tiempo para que yo pueda saborearla a solas.
Las ciudades se leen como se leen los libros, pero Ratisbona no es un libro sino una entera biblioteca. Con qué impaciencia paso de un volumen a otro, hojeo unas páginas, leo algún párrafo curioso, me entretengo con la letra miniada que inicia un capítulo. Siempre he creído que no hay mayor gozo que las vísperas del gozo.
Cuando a las ocho, tras dos horas de fatigar calles inéditas, me siento a desayunar con mis amigos poetas, menos impacientes, ya tengo la ciudad casi entera en mi cabeza. Hablo de ella con entusiasmo y me ofrezco a hacer de guía. Yo soy así: un día no sé nada de un tema y al  siguiente me pongo a dar lecciones (conviene por eso no hacerme demasiado caso cuando pontifico).
Tengo la ciudad casi entera en mi cabeza, pero aún no me he asomado al Danubio, su razón de ser. Para mí todavía el Danubio no es un río, sino un libro de Claudio Magris.


Martes, 7 de junio
ACERCA DEL IMPERIO

Hago colección de puentes, lo he dicho muchas veces, y al Puente de Piedra, el primer puente capaz de dar un salto de más de trescientos metros y atravesar el gran río (aquí todavía un adolescente al que le queda mucho mundo por recorrer), lo coloco de inmediato en el sitio predilecto de mi colección. A pesar de su extensión, tiene algo de delicada miniatura medieval. Parece la estampa iluminada de algún códice. Los romanos lo habrían hecho menos grácil. Pero los romanos no necesitaron construirlo. Aquí acababa el mundo civilizado, el río servía de dique contra la barbarie.


Fue Marco Aurelio, el emperador filósofo, quien fundó esta ciudad. Los ciclópeos bloques de piedra de la Puerta Pretoria dan testimonio de que la quiso capaz de resistir los embates del tiempo. Aquí mismo escribió alguna de sus meditaciones: “No temas morir. Quien teme a la muerte, vive muriendo. Quien no la teme, nada tiene que envidiar a los dioses”.
            El Puente de Piedra, el inmenso almacén de la sal, con su perfil egipcio, las torres y los tejados reflejándose en el agua turbia y verdosa, las islas con sus arboledas y sus molinos… A la memoria me vienen los versos de Garcilaso: “Con un manso ruido / de agua corriente y clara / cerca el Danubio una isla que pudiera / ser lugar escogido / para que descansara / quien como yo estoy ahora no estuviera…”.


“Preso y forzado y solo en tierra ajena” se encontró el poeta por un enfado de la emperatriz. Pero se ve que el enfado no era grande y que le quería bien. Qué agradable lugar de destierro cualquiera de estas dos islas que se extienden floridas y perezosas frente a la ciudad, bajo el puente.
Mientras las contemplo, el lento discurrir de las aguas se acompasa con los versos de la canción tercera: “Danubio, río divino, / que por fieras naciones / vas con tus claras ondas discurriendo…”
Sentado luego en una plácida terraza, frente al palacio que fue durante doscientos años sede de la Dieta Imperial Permanente, se me ocurre pensar que aquel viejo sueño del Sacro Imperio Romano Germánico se parecía bastante a este vano sueño de la Unión Europea. Claro que el actual es un imperio sin emperador, pero también entonces el emperador acabó convertido en una figura decorativa. España fue alguna vez un imperio, y de alguna manera lo sigue siendo. Ya sé que son cosas que no se pueden decir en voz alta. Pero a mí me parece que la relación que tienen Cataluña y el País Vasco con el Estado español es más o menos la misma que tuvieron Portugal o Flandes. ¿Quiere eso decir que yo creo que deben independizarse? Ni lo creo ni lo dejo de creer. Son naciones sin Estado, que es una forma tan buena como cualquier otra de ser nación. Quizá un ideal al que tender. Pero de estas cosas siempre resulta delicado hablar. No sé si siempre habrá hombres dispuestos a morir por su Dios o por su patria; de lo que estoy seguro es de que siempre los habrá dispuestos a matar. Mejor pensar en otra cosa. O no pensar en nada, que es la mayor sabiduría.



Miércoles, 8 de junio
MORTALES INMORTALES

Cualquiera de los bustos ilustres que se alojan en el Walhalla, ese falso Partenón que deslumbra con su blancura en lo alto de una colina, cambiaría con gusto toda su fría inmortalidad por poder disfrutar de este radiante día de primavera, aspirar el frescor del bosque, admirar el perezoso discurrir el río, tenderse sobre la hierba o, simplemente, juntarse a cualquiera de esos grupos familiares que han subido hasta aquí para comer y beber sin preocuparse de las glorias de Germania. Un buen trago de cerveza vale más que todo el mármol de la eternidad.


Sobre esto parece meditar Luis I, mientras sentado en su trono pastorea los bustos ilustres. La inmortalidad es paradójica: para ser inmortal hay que estar muerto.  Los inmortales envidian a los vivos, pero los vivos, al menos yo, les envidiamos a ellos. A mí no me importaría pasar aquí la eternidad. Teniendo al lado a Erasmo y Goethe, a Mozart y a Bach, seguro que no me faltaría ni buena música ni buena conversación.



Jueves, 9 de junio
A UN ESTUDIANTE

No me gusta leer mis poemas. Ya lo he dicho más de una vez. Pero en la universidad de Regensburg --sin que nadie me obligara a ello: yo venía a hablar de la literatura en asturiano y de los cuentos de Clarín— me las arreglé para leer ante los atentos estudiantes alemanes el epitafio “A un estudiante caído en el frente del Este en 1941”. No soy benévolo con lo que he escrito, más bien todo lo contrario, pero ese poema no puedo leerlo sin emoción. En realidad, no debería disculparme por sentirme conmovido. Yo creo, y no soy el único en creerlo, que “la poesía es impersonal, sopla donde y cuando quiere, al igual que el viento; no pertenece al nombre que hay escrito al pie”. Me apetecía leer ese poema precisamente aquí porque está dedicado a un soldado desconocido, a una de tantas víctimas de cualquier guerra: “No había cumplido veinte años. Nunca / engañó a una mujer, / delató a un compañero, / cerró las manos con codicia, / sospechó que sus padres le mentían, / que las palabras más hermosas / —patria, Dios, destino, sacrificio— / eran solo coartada de canallas”. Quien habla en el poema no es el autor del poema, sino un compañero suyo que ha tenido menos suerte y al acercarse al final de la guerra ha tenido ocasión de comprobar la criminal podredumbre por la que combatía. En los versos finales hay ecos de Mark Twain y Kipling y parece insinuarse una historia de amor: “Ya es leve tierra en dura tierra ajena. / Ninguna tierra fue dura para él. / Donde él estaba, estaba el Paraíso. / Si le queríais, no lloréis: / sonreíd como él sonreía / cuando una bala, piadosa, le encontró”.
            Quería leer ese poema precisamente aquí porque el soldado muerto era un soldado nazi, lo mismo que el que escribe su epitafio. Para mí, todas las víctimas son del mismo partido. Y los verdugos siempre son del partido contrario.



Viernes, 10 de junio
MIS JUGUETES FAVORITOS

Ando estos días obsesionado con la edad. Aunque trate de disimularlo, me angustia envejecer. Tengo la sensación (me imagino que no seré el único) de que he cerrado un momento los ojos y de que al abrirlos han pasado, si no trescientos años, como en la leyenda del monje medieval, por lo menos cuarenta. Y para demostrarme que no soy viejo procuro no darme un momento de reposo: me invento trabajos, obligaciones, engorros varios. Todo para no tener que pensar en que la mayoría de las cosas que he dejado de hacer tendrán que quedarse para siempre sin hacer.
            He envejecido, pero no he dejado de ser un niño. Nunca estoy tan desesperado que no se me pueda distraer con un juguete. Hay dos especialmente irresistibles. Uno de ellos es ser cruel, innecesariamente cruel con los malos poetas, con los tontos pretenciosos, incluso a veces conmigo mismo. El otro es descubrir ciudades en las que no he estado nunca, pero en las que, nada más poner el pie, me siento como si hubiera estado siempre. La última de ellas ha sido Ratisbona, con sus calles de hermosos nombres y resplandecientes enseñas doradas: calle de los Turcos Alegres, de los Lirios Azules, de los Gallos Rojos; sus murallas convertidas en jardín; la terraza de la Galería Kaufhof, sobre la Neupfarrplatz, donde estuvo el ghetto, arrasado en una anterior crisis económica por los descerebrados indignados de entonces; y la taberna más antigua del mundo en la que Goethe, alojado en una casa cercana, mientras saboreaba las salchichas con coles escribió: “Ningún paraíso puede serlo de verdad si no incluye un lugar como este” . 


domingo, 5 de junio de 2011

Al otro lado: Pequeños detalles exactos

Sábado, 28 de mayo
NADA QUE CONTAR

Me temo que no estoy a la altura de mi mala fama. Ayer, durante las deliberaciones del premio de poesía Emilio Alarcos, todo era “cuidado con lo que dices”, “ten en cuenta que cualquier cosa que digas aparecerá luego en el diario de García Martín”, “esto no se te ocurra contarlo en tu diario”. Tanto ruido para tan pocas nueces. Después del largo día de ayer, me esfuerzo por recordar alguna indiscreción, algún secreto inconfesable, y no encuentro nada.
            ----Algún chanchullo harían, o intentarían hacer, que ya se sabe que premio limpio y premio en el que ande por medio Chus Visor son expresiones incompatibles.
            ----Eso creía y estaba muy alerta, pero nada de nada. Con lo que a mí me apasiona hacer frente a turbias maniobras. Y encima resulta que los dos libros favoritos del editor contra el que he arremetido tantas veces eran exactamente los dos que yo prefería. Volví a releer el resto de los seleccionados, pero seguían pareciéndome los mejores. Tras varias votaciones quedaron con tres votos cada uno. Volvimos a votar y se repitió el empate. Josefina, tan expeditiva, dijo: “Pues que gane el 112, que es el que me gusta a mí”. Y yo: “De ninguna manera, que desempate el presidente, que es lo reglamentario”. Y García Montero: “A mí me da lo mismo”. Alguien propuso lanzar una moneda al aire. Finalmente conseguí que García Montero hiciera uso de su voto de calidad. Antes de abrirse la plica, ya dije yo el ganador, Eduardo Jordá. Y no porque el autor me hubiera dicho nada, sino porque conozco bien su obra. Su poesía, si no siempre es gran poesía, siempre tiene el atractivo de la buena prosa. También reconocí a otros finalistas, como Antonio Praena, émulo de la poesía erótico-reflexiva de González Iglesias y prior dominico en un convento de Granada. Al que no reconocí fue al que estuvo a punto de ganar. Luego me enteré de que se trataba de un primer libro (por eso yo no reconocí a su autor) y que además es familia de Almuzara. Sentí que no hubiera ganado porque siempre está bien descubrir a un nuevo poeta que es poeta de verdad, pero a la vez me alegré de que no lo hubiera hecho porque al estar emparentado con Javier Almuzara los mal pensados de siempre pensarían en otra artimaña de la tertulia Oliver. Luego supe que ese excelente libro ya tenía editor. Javier Sánchez Menéndez lo va a editar en La Isla de Siltolá. Mejor así. Voy contra mi interés al confesarlo, pero yo creo que los premios, o por lo menos la mayoría de los premios, acompañan la cara de una, por lo general sustanciosa, dotación económica con la cruz de un cierto desprestigio. Un buen libro de poesía es el que no necesita ir de premio en premio, hasta que suene la flauta, para ser publicado.
            ----Pues si quieres que te vuelvan a llamar de jurado para algún premio, y últimamente parece que no haces otra cosa, no se te ocurra decir esas cosas en público.
            ----No te preocupes, no las diré. Ya sabes que no estoy a la altura de mi mala fama. Qué más quisiera yo que poder desvelar algún secreto. Pero secretos literarios, de algún interés, hay pocos. Y los que hay yo no los conozco.



Domingo, 29 de mayo
HUMILLACIONES SIN IMPORTANCIA

Al ir a sacar la entrada en el cine, me dice la taquillera: “¿Tiene derecho a algún descuento?”.  Respondo que no y ella insiste: “¿No tiene ningún descuento?”. Miro a un lado la lista de descuentos y veo que incluye a los mayores de sesenta años. Aunque me ruborizo un poco (no tengo costumbre de mentir), insisto: “No, no, ninguno”. La chica sonríe y me da la entrada correspondiente.
            Qué amables son los amigos. Todos me dicen que no aparento la edad que tengo y luego resulta que, sin mirarme apenas, la taquillera del cine ya sabe que soy un anciano con derecho a tarifa reducida. Lo siguiente será que, nada más subir a un autobús, alguna jovencita se levante para dejarme el asiento.



Lunes, 30 de mayo
MENTIRAS Y LITERATURA

No me gusta leer mis poemas, ni en público ni en privado. Como soy bastante hipócrita siempre me ando quejando de la mala suerte que tengo yo, que siempre que me invitan a alguna parte es para hablar de otros escritores, y la buena suerte de mis amigos poetas, que van de un sitio a otro sin tener que preparar ninguna intervención, sin otra obligación que leer –mejor o peor— los propios versos. Pero a mí lo que me gusta es leer, ensalzar, analizar, destrozar la obra de otros.
            ----¿Y tú, como crítico, qué opinas de tu poesía?, me preguntan a veces.
            Nunca opino de ella. Aunque siempre estoy hablando de mí mismo, o eso parece, de las cosas que más me importan nunca hablo. Cuando tengo la obligación de leer en alto mis poemas aprovecho, mientras voy leyendo, para comprobar lo que han envejecido, para ver si resisten el paso del tiempo. Algunos todavía siguen en pie, pero la mayoría están llenos de grietas. Prometo no decírselo a nadie. Conviene no tirar piedras contra el propio tejado. También hay otros que no puedo leer sin que se me quiebre la voz y se me nublen los ojos: “Siempre joven serás en mi recuerdo. / Fíjate, cuanto gano, si te pierdo”. De sobra sé que eso es solo literatura, que no he ganado nada con perderte, que daría con gusto todo lo que he ganado, y hasta mi vida si fuera necesario, por no haberte perdido.



Martes, 31 de mayo
INTRIGAS DE PASILLO

¿Cuántos años he sido jurado de los premios Príncipe de Asturias de las Letras? Bastantes ya. La verdad es que me he divertido mucho y he aprendido bastante, aparte de hacer buenos amigos. Pero me temo que ya estoy empezando a estar de más. La nueva directora de la Fundación, hasta ahora siempre amable conmigo y muy en su papel institucional, me ha soltado una pequeña reprimenda: “¿Pero de verdad tú crees que Javier Marías es peor escritor que Leonard Cohen?”. Yo, que soy muy discreto, trato de salirme por la tangente: “Mal escritor no es, peor que Gamoneda seguro que no es…”. Junto a la directora estaban Víctor de la Concha y Juan Cruz, frustrados valedores de la candidatura del académico. Yo, en el jurado, no suelo decir nada ni en contra ni a favor. Me limito a escuchar y a aprender. Una de las cosas que he aprendido es que, en un jurado de veinte miembros, si se quiere sacar adelante una candidatura hay que hacer previamente alguna labor de pasillo. Y que Víctor de la Concha, tan inteligente para ciertas cosas, en otras se muestra algo torpe. Solo así se explica que, si de verdad le interesa sacar un candidato de lengua española, no haya sido capaz en tantos años de conseguir una candidatura de consenso, a pesar de ser el presidente del jurado. Yo la habría conseguido. Pero yo no pinto nada. Tengo tan poca capacidad de influencia (al contrario que mi amiga Rosa Navarro Durán) que cuando defiendo a alguien ni siquiera le hago perder apoyos.
            Si yo tuviera alguna vanidad (que no la tengo, como es bien sabido), estos años de participación en el jurado de los Príncipe la habrían puesto duramente a prueba. Comienzan siempre de la misma manera. Antes de reunirnos, hay un encuentro con la prensa. Los periodistas se arremolinan ante Sánchez Dragó, Anson, Colinas, van luego de uno a otro miembro del jurado, pero nunca, nunca, ni por equivocación, se ha dirigido uno a mí. Y eso que yo me creo una persona ocurrente, con opiniones a veces disparatadamente originales, dispuesto a responder a todo lo que se me pregunte sin guardar ninguna cautela diplomática. O sea, lo que cualquier periodista está deseando encontrar. Pero está visto que ellos no son de la misma opinión.
            Pero vale la pena ese humillante trámite previo (estoy acostumbrado a que los demás no compartan la buena opinión que tengo sobre mí mismo) por la comedia de enredos y equivocaciones y el colorista despliegue de pavos reales que viene a continuación. De vez en cuando me pregunta algún amigo malintencionado: “¿Qué hace un republicano como tú en un premio como ese?”. Y yo respondo que, por el bien de la literatura, soy capaz de colaborar con cualquiera, hasta con un príncipe. Y que además si yo ahora mismo tuviera que proponer dos candidatos a la presidencia de una hipotética tercera república española, mis candidatos serían Baltasar Garzón y Felipe de Borbón, y a la hora de votar lo más probable es que finalmente me inclinara por el último, que suscita menos rechazo y que, aunque príncipe, es el candidato mejor preparado para ocupar la jefatura del Estado que hayamos tenido nunca.



Miércoles, 1 de junio
VIDA COTIDIANA

“En esa familia, el único que tiene una conversación interesante es Charles”. Charles es el príncipe Carlos; esa familia, la familia real británica. Quien habla, Jacobo Siruela, lo hace con conocimiento de causa. “Con Charles se puede hablar de Blake o de si los cortes que le hizo Pound a La tierra baldía de Eliot mejoran o no el poema”.


Después del fallo de los premios, cuando casi todos los miembros del jurado se han ido, comparto mesa con Rodríguez Lafuente, Armas Marcelo, Diana Sorensen, que como viene de Estados Unidos está fascinada con la personalidad de Luis María Anson, y el editor de Atalanta. Se habla de muchas cosas interesantes, y también de Juan Cruz, pero yo, como un plebeyo fascinado por la aristocracia, solo me preocupo de sonsacarle anécdotas biográficas al hijo de la duquesa de Alba: “Franco fue como un abuelo para mí; su nieto y yo, durante bastante tiempo, éramos inseparables. Estuve con él en el Pardo, en el Azor, en muchos sitios. Yo le veía como un abuelito al que le gustaba contar recuerdos de la guerra de África. De la guerra civil nunca hablaba. En el Pardo lo que más me sorprendió fue el gabinete de las joyas de doña Carmen; estaba lleno desde el suelo hasta el techo; parecía que entraba uno en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Las imágenes que tengo de Franco son imágenes de niño, sin ninguna connotación política. La última vez que le vi tenía yo dieciocho años, ya me había ido de casa y comenzado a vivir por mi cuenta; le sorprendió mi melena, pero no se atrevió a reprochármela, solo dijo: Pero Jacobo… Por entonces unos manifestantes habían intentado quemar la embajada española en Italia y él murmuró una frase que no entendí y que se me quedó grabada: Italia siempre será una colonia. El rey, antes de ser rey, venía mucho por casa. Era muy bromista, a veces aparecía patinando por el pasillo… Yo no me lo tomaba muy en serio. A veces me llevaba las manos a la cabeza y pensaba: Dios mío, lo que nos espera cuando sea rey; esto no va a durar nada. Pero luego me equivoqué por completo”.
Yo le escucho fascinado y, en lugar de por su libro sobre los sueños, le sigo preguntando por esos “pequeños detalles exactos” que tanto fascinaban a Stendhal. La verdad es que, en la conversación personal, lo mismo que en la literatura, las profundas reflexiones  me interesan bastante menos que los detalles de la vida cotidiana de personajes muy ajenos a mi vida cotidiana, se trate de la familia Winsord o de una tribu de indígenas del Amazonas.