Sábado, 18 de junio
ART NIGHT
La ciudad me recibe con los brazos abiertos. Y no solo los brazos. Esta noche, toda se abre para mí. La Universitá ca’Foscari, en colaboración con el Ayuntamiento, ha organizado la primera noche del arte: los museos, y cien espacios expositivos más, se ofrecen gratuitos a quien quiera disfrutar de ellos. He llegado al anochecer, cuando las calles comienzan a vaciarse de gente y a llenarse de melancolía. Pero esta vez no es así: todo bulle como si se celebrara una gran fiesta.
Yo sonrío y me dejo mimar (ha sido un año duro, lo necesito). Entro en destartalados palacios, paseo por ignotos jardines cien veces entrevistos, me pierdo en laberintos inéditos. Toda Venecia no es más que una colección de laberintos, y yo juego a perderme en ellos, a darle muerte al negro minotauro del sinsentido que trata de embestirme a la menor distracción.
He venido paseando por las zattere, he entrado en la Academia de Bellas Artes, he ayudado a algunos estudiantes en sus tareas de impresión y grabado, he tomado un vino con ellos, he entrado en los Magazzini del Sale, donde se exponen arrimados a las paredes o tirados en el suelo los caligráficos manchones de Anselm Kiefer, me he llegado hasta la punta de la Dogana donde un enigmático niño alza lo que yo siempre creí un lagarto (en realidad es una rana o un sapo) y luego ha vuelto a asombrarme el caballo desesperado que incrusta su cabeza en el muro. “Elogio de la duda” se llama esta exposición y yo la recorro como inagotable parque de atracciones. Me interesa, más que lo expuesto, el juego de los espacios que se incrustan unos en otros, que se abren en ventanas interiores, que se llenan de puentes y pasadizos. Pero también, como en un surreal parque de atracciones, los insólitos objetos.
A la salida me sorprende una insólita música discotequera que suena, tras la solemne blancura de Santa Maria de la Salute , en la gótica Abbazia di San Gregorio. Por primera vez puedo entrar en ella. Qué revuelta mezcolanza de chillón arte pop y de delicadezas orientales, de monstruos y delicadas miniaturas. Un metálico insecto gigante avanza por el claustro, un disc-jockey enmascarado juega con la música estridente desde su ordenador; dan ganas de ponerse a bailar, como él lo hace. Por encima de las negras paredes, alzada de puntillas, Santa María de la Salute , lo mira todo con asombro. Ella, como yo, está acostumbrada a la tranquilidad de las noches venecianas. Parece dudar entre llamar a la policía o sumarse a la fiesta. Yo no tengo ninguna duda. Pero a las doce en punto, cuando todo se acaba, cuando regreso a casa como Cenicienta, solo la luna, reflejada en los canales, se acerca a acompañarme.
Domingo, 19 de junio
CALIDOSCOPIO
Mi amiga Guillermina Caicoya me dice que entiendo tan poco de arte que ni siquiera sé distinguir el arte moderno del arte contemporáneo. Tiene toda la razón. Quizá por eso lo paso tan bien en la Bienale. Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino del arte contemporáneo, dijo no sé quién, quizá Cocteau. Y a mí hacer niñerías nunca me ha costado ningún esfuerzo. Me gusta ir de pabellón en pabellón, de caja de sorpresas en caja de sorpresas. El holandés es una galería de espejos que una mujer mantiene impolutos; inútil preguntar si forma parte del servicio de limpieza o de la obra de arte. Hay muchas temerosas salas oscuras. Y en el pabellón central una sala que nos devuelve al parvulario, invitándonos a jugar con plastilina. El autor firma Norma Jeane y no se sabe quién se oculta detrás. La plastilina es roja, blanca y negra, los colores de la bandera egipcia, y con ella el público puede hacer cualquier cosa: modelar figuras, pegotearla en las paredes, escribir grafitis. Uno de ellos dice: “Democracia real ya”. Eso me suena. El título de la instalación: “Who’s Afraid of Free Expresión?”. No sé yo quién teme a la libre expresión. En los países donde se pide democracia real, probablemente nadie. Otra cosa es donde se pide, si dejan, democracia a secas.
Me he levantado muy temprano, como siempre. He recorrido el Gran Canal, sentado a solas en la proa del vaporetto, dejándome acariciar por la fresca brisa. He ido saludando a mis iglesias y palacios preferidos, con un saludo especial para San Samuele y el Palazzo Mocenigo, por donde anduvieron mis dos amigos venecianos favoritos, Giacomo Casanova y Lord Byron. He descendido en Santa Elena, junto al pinar, y allí me he sentado en un barco a contemplar el perezoso despertar de la laguna y a los madrugadores que pasean sus perros o corren haciendo ejercicio. Una hermosa mañana de domingo, un largo tiempo para no hacer nada, antes de entrar en el laberinto (otro laberinto) de la Bienal.
En el pabellón de los países nórdicos, sobre una escalinata, hay figuras de pájaros hechas con trozos de barro, madera y plumas. Una mujer joven, no sé si la artista o la encargada, invita a llevarse una. Yo me llevo dos: un pequeño búho de grande ojos azules, y un ánade (o eso me parece a mí).
Hace falta mucha energía para atreverse, después de los jardines, con el Arsenal, quizá la más hermosa arquitectura industrial del mundo. Pero no es energía lo que a mí me falta. Como nunca he perdido el tiempo haciendo ejercicio, nunca me canso de patear y admirar el mundo.
¿Nunca me canso? Sospecho que he sido demasiado optimista. Después de recorrer la Corderil , la Cordelería , y los inmensos almacenes, de pasmarme, asombrarme o divertirme con tantas peregrinas ocurrencias (hay un falso ascensor que te lleva de un piso a otro sin moverme del sitio), de admirar la dársena interior y la gran grúa hidráulica (que solo cuando no sirve para nada nos ha dejado ver su prodigiosa hermosura), de perderme en el Nuevo pabellón de Italia, de asomarme al Giardino delle Virgene, pregunto al conductor de un pequeño coche que ayuda a desplazarse a la personas mayores dónde queda la salida. Explica: de frente, luego a la derecha, después a la izquierda, etc. Me ve la cara: ¿Quiere que le lleve? Y yo, aprovechando que nadie me conoce, subo al coche. Qué vergüenza si alguien se entera, me digo.
Pero a la salida, en el Campo della Tana, aún tengo fuerzas para descubrir otro rincón: el pequeño jardín donde el Museo de Macao exhibe un calidoscopio gigante. Aprovecho para hacerme, reflejado en él, un autorretrato. Y luego me asomo para admirar un mundo descompuesto en cien rutilantes y cambiantes estrellas.
Lunes, 20 de junio
UN AMIGO
Me gusta, siempre que vengo por aquí, darme una vuelta por el Lido. Desciendo del vaporetto, recorro el viale de Santa Maria Elizabetta, saludo al Adriático, descanso un rato en el Gran Hotel des Bains (esta vez no ha sido posible: está en obras), me dedico a no hacer nada, a dejarme invadir por la relajada felicidad de los veranos antiguos. El Lido me llena de nostalgia por una vida que no he vivido nunca.
Me siento a comer en una florida terraza. Luce el sol, sopla una brisa fresca, la primavera se despide de la mejor manera posible. Me gusta la buena compañía, no me molesta estar solo. Si estoy solo, siempre estoy en buena compañía.
Un gorrión revolotea sobre la mesa y se posa sobre la cesta del pan. Picotea un rato, levanta el vuelo y vuelve al poco. Repite la operación varias veces mientras yo doy cuenta de mi ensalada. El camarero intenta espantarle, pero yo le digo que no me molesta. Cuando me levanto para marcharme, revolotea un rato en torno mío y a punto está de posárseme en el hombro. “Ha hecho un amigo”, me dice el camarero sonriente.
Martes, 21 de junio
AQUILES Y EL CENTAURO
Me acosté tarde, apenas he dormido, pero muy de mañana ya estoy callejeando. Busco el Campo de San Giacomo dell’ Orio. Qué sorpresa anoche cuando, al asomarme a la ventana, me encontré exactamente frente a la iglesia. Recordé el comienzo de Testamento mortal, la última novela de Donna León: “Si el ábside redondeado hubiera sido un barco navegando, habría apuntado a sus ventanas y no habría tardado en echársele encima”. Pero mi amigo no leía novelas policíacas. Le había encontrado en Ca’ d’Oro, sentado en un banco, dibujando a Aquiles y el centauro Quirón. Yo di vueltas en torno suyo, como el gorrión de la mañana, le hice algunas fotos. Recorrí luego el palacio y quedé fascinado con los ventales góticos sobre el Gran Canal. Cien veces los había mirado con asombro desde el vaporetto. Ahora yo me apoyaba en ellos, contemplaba la calle más hermosa del mundo y me dejaba fotografiar por los turistas como si fuera el dueño del palacio. ¿Cuánto tiempo estuve allí? No sé. Mucho. Pero cuando descendí ahí seguía el dibujante, absorto en su tarea, ajeno a todo. Traté de hacer una foto en que se viera a la vez su dibujo y el mármol griego, pero no lo conseguí. Cuando cambié la fresca soledad del palacio por el bullicio de la Strada Nova , iba recitándome unos versos de Agustín de Foxá: “Joven centauro en tibia primavera, / fresco animal y adolescente sabio, / con problemas de Euclides en el labio / y tus cascos de potro en la pradera”.
Compré luego unos libros en la librería “Acqua alta”, descubierta al azar cuando caminaba por la Calle Longa de Santa Maria Formosa. Un cartel escrito a mano anunciaba que era “the most beautiful bookshop in the world”. No sé si es la más hermosa, pero sí la más fascinante, con sus gatos que custodian la entrada, su barcaza llena de libros, su gran portón abierto sobre un recóndito canal.
No hojeaba los libros, cosa rara, sino que miraba en la cámara cómo me habían quedado las fotos de la librería, especialmente las que le hice a los gatos, cuando alguien se detuvo frente a mi mesa: “Hola, amigo. ¿Qué tal quedaron las fotos que me hiciste?”. Era el joven pintor, con la carpeta de dibujos bajo el brazo. Parece que no estaba tan absorto en su trabajo como yo creía. Me hablaba en español, un español aprendido sin duda en México. Le invité a sentarse, le enseñé las fotos, me mostró sus dibujos. El sol se ponía hermosamente tras los tejados del Campo de San Zanipolo, los últimos rayos volvían de oro las partes altas de la iglesia. Un crepúsculo fascinante, pero no tanto como el del domingo cuando paseando con Marina Gasparini nos sorprendió de pronto la imagen del Colleoni cabalgando entre alargadas nubes rosas, como un jinete que se aleja en las soledades del Far West.
Y terminé el día en un apartamento sacado de una novela de Donna León. “Te pareces a Tom Ripley”, dije al despedirme. Y él sonrió (tampoco había leído a Patricia Highsmith, pero conocía la película de Alain Delon): “No me parezco nada”.
Miércoles, 22 de junio
NO TE PREOCUPES
Cuando se acercaba mi cumpleaños, siempre me decías: “No sé qué voy a regalarte. Libros no puede ser, porque los tienes todos”. Este año, por primera vez, no te he escuchado decir nada. Pero no te preocupes. Me has hecho un buen regalo (el mejor después del que me hiciste hace ahora exactamente sesenta y un años): la obligación de ser feliz. Y yo siempre cumplo con mis obligaciones.