Un meteorito de tamaño medio procedente de la luna entra en la atmósfera terrestre a unos 5.444 km/h, alcanza los dos mil grados de temperatura y tarda entre tres y cinco segundos en volverse incandescente y desaparecer. Un cuerpo lo haría en apenas dos. Y eso me pasa a mí cuando abro los ojos y me doy cuenta de que no estás ni piensas volver. Así que ahora, en vez de despertarme, sería más exacto decir que me desintegro. Lo malo es que tú nunca ves el destello, porque mientras todo esto pasa te estás pintando las uñas.
La casa se ha convertido en un horno crematorio forrado de fotos de pin-ups y yo avanzo por el pasillo goteando, porque como todo el mundo sabe la temperatura de combustión de la grasa humana es de 215°. Luego entro en la cocina, pero como el plomo se funde a 327°, todavía no me puedo tomar los cereales. Habrá que esperar y tratar de no perder la calma, pero algo va mal cuando mi único as en la manga para mantenerme aferrado a la realidad es un puñado de pipas peladas encima de la mesa
Por la tarde pensaba ponerme una película, pero voy a acabar por joder el micro con tanta explosión de mitocondrias y las palomitas cada vez me gustan menos. Además, los huesos necesitan mucha más temperatura para quemarse y este invierno oscuro, helado y bastardo me he dejado una pasta en luz. Así que me visto y salgo, pero me sigue persiguiendo esa puta música de armónica por todas las calles de La Ciudad y no puedo hacer nada aparte de morderme los labios y tratar de que nadie se dé cuenta de que me estoy desangrando por los ojos.
Y es que también me la has robado, como me robaste París, aunque en realidad París nunca llegó a ser mía, porque la conocí contigo. Debería haberme dado cuenta de que cada paso allí era una trampa, que me acabaría enredando entre las patas de los caballos del tiovivo. De eso y de que las heridas de los bastoncitos de caramelo son mortales de necesidad y, además, cuando se infectan huelen a fresa. Lo peor es que no queda un solo vendedor ambulante que pueda darme algo contra eso, ni contra los fantasmas de las mazorcas de maíz que no te llegué a comprar. Siempre era demasiado pronto. Aún así pienso que mereció la pena estar a punto de morir contigo en un puesto de comida africana; robar almas siempre te abre el apetito y hace que uno parezca menos estúpido de lo que ya es hablando en francés.
Si fuera un buen escritor la siguiente frase sería un golpe de efecto, algo que no te esperaras, como cuando botas un balón de baloncesto muy deprisa y te das en la nariz. Estás jugando tan contento y de repente tienes los ojos llenos de lágrimas y te encuentras preguntándote cómo algo tan absurdo puede doler tanto. La cara de estúpido es incluso peor que la de hablar francés. Pero no soy un buen escritor, ni siquiera un escritor maldito, así que no sé disimular y esto es exactamente lo que esperarías que fuera: que te has ido y yo sigo en la bañera aunque ya no quede agua desde hace rato, temblando de frío y de rabia y con sabor a cañerías en la boca. A cañerías y a mazorca podrida, que es lo único que ceno últimamente, en ensalada y bien aliñadas con salitre.
(continuará)