Chesterton: lectura y locura



Lo peor de una página de Chesterton es que suele tener razón, y un escritor que no se equivoca no suele ser un gran escritor.

A Chesterton le vemos caminar entre líneas confiado, feliz de haberse conocido, madurando su ingenio bajo el sol de cada párrafo.

Es verdad que lo mal llamaban el príncipe de las paradojas, pero Gilbert fue más un orondo rey y un paradójico natural, consistente, abultado y meticuloso. Es decir, no fue nada paradójico en su prosa, precisamente por estar llena de medidas paradojas. 

Conviene el inglés que son los racionalistas los más propensos a perder la cabeza, pero él no se incluye en esa banda de locos. Debería. En ese perfil encaja perfectamente. Tenemos a un joven agnóstico que se divierte haciéndose el racionalista anglicano y que acabaría siendo un racionalista católico. ¿Qué mayor locura?

Ese suculento mamífero que es la prosa de Chesterton se defiende en el humor, que es un conservante que salva casi todo lo que merece ser salvado, que son muy pocas cosas, y entre esas cosas muy pocos libros. Yo salvaría sin dudar esta Lectura y locura si mi biblioteca ardiera esta noche o tuviera que llevarme una docena de libros a una celda, y lo salvaría a pesar de su insoportable costumbre de tener razón, a pesar de escapar en cada página de la más natural y hermosa de las contradicciones.

Una pena y un milagro este libro.

Con lo recomendable que es para la literatura estar equivocado, desayunar paradojas, resbalar por una incertidumbre y pedalear entre contradicciones. La literatura se alimenta de todo eso: recordemos a Montaigne y a Shakespeare, al destartalado Bloy y al antipedagógico Pasolini, tan felices en el error.

Pero Chesterton no. Él no quiere, y avanza en caricatura, humanísimo, a carcajadas, quitándonos la razón, esa locura.


Lectura y locura, Gilbert K. Chesterton (Espuela de plata, 2008)

Tres en penumbra



Alex.–No sirvo ya. Es mejor detenerse y hacer como las piedras. 

Ina.–Mucho te queda para ser piedra. No hagas cuenta. Ahora vendrá mejor la historia. Es cuestión solo de tener fe. 

Rubén.–A mí fe no me falta, solo cordura. Alex sabrá ser piedra. Tú déjalo quieto. 

Ina.–Siempre seréis el mismo pan seco. Es cosa de verse. No hay agua que ablande lo vuestro. 

Rubén.– Nada de agua, solo alcohol. Con eso nos basta. Entonces nos sale la feria de la cabeza y podemos lucir página. 

Alex.-Ablanda y alumbra una copita. Por cuatro euros tienes ahí tu paraíso, tu media hora de alivio. Pero a mí la página me sobra en ese viaje. Estoy por ahorrarla. 

Ina.-Ya se ve, no lo jures. No quieres gastar nada, tampoco palabras. 

Alex.-Derrochándolas estoy, pero escritas cuestan más: en una página las palabras se vuelven contra uno, cavan su zanja y te piden un muerto. No hay palabras sin muerto. 

Rubén.-Y tuvimos nuestra hora, quién lo diría. Aquí aflojaditos los dos nos hundimos, pero tuvimos nuestra hora. 

Alex.- Calderilla tuvimos, y nos sobró. 

Ina.-Lo tenéis todo, pero más ganas tenéis de quejaros. 

Rubén.- De acuerdo. En eso te doy la razón. Quejarse sobra. Hay que apagarse en silencio. Hay que saber caer. 

Ina.-Yo no pido tanto como vosotros, no necesito aprender a caer, porque en cada esquina encuentro un motivo para seguir. Solo con veros a vosotros bailar ese pesimismo, arrastrar abandonos y amenazar ideas, me voy sonriente para casa. Me río de vuestros demonios y de los míos, y así me voy alegrando el paso. 

Primeros oficios, últimos informes



Primeros oficios, últimos informes: 

1) Contemplar charcos en la costa donde había peces atrapados. Ellos esperaban la libertad, que era la marea alta. Ahora eres tú el que espera. 

 2) Temer y desear que en los libros estuviese la verdad, y descubrir pronto que esa verdad era inalcanzable, y que los libros solo fomentaban la desconfianza hacia cualquier forma de verdad acrítica. 

 3) Ser indócil con los tiránicos y manso con los sumisos. No buscar la compañía de unos ni de otros. Tendencia irrefrenable a buscarme problemas inútiles. Contradicciones a largo plazo: los tiránicos se vuelven torpemente sumisos para ganarte, los sumisos terminan por abusar de tu mansedumbre. 

 4) Ser lo contrario por defecto, y lo peor en cualquier caso.  

 5) Juzgarme con la misma piedad con que juzgo a los demás, que siempre fue escasa. 

 6) Estar siempre fuera o lejos, o no estar. Consecuencias: es costumbre que no esté. Me busco sin éxito en los rostros ajenos y en las bibliotecas. Han pasado tantos años que temo haber pasado de largo, no haberme reconocido. 

 7) Recordar que no hay día en que no seamos un dios y un insecto, reconociendo que el insecto suele equivocarse menos que el dios.


Los últimos del Gianicolo


Fue nuestra durante nueve meses esta milenaria colina, mañana será de otros, y habremos perdido para siempre esta luz llena de pliegues y matices, más resistente aún que las encinas y las piedras. Hemos renacido aquí, porque hemos sido durante unos meses aquello que nos pasamos la vida intentando recobrar: ser niños que juegan a la vida, inadvertidos, despreocupados, insensatos, tal vez felices. Hemos cumplido con todos los ritos: las discusiones, el amor, la enfermedad, el frío, el arte y su fachenda, el timo y la ganga, la belleza y el miedo, hemos recorrido Italia y ella nos ha entregado su deliciosa enfermedad, su conjura escenificada. 

Nos quedarán estos meses como una última infancia, como una primera despedida. Las maletas regresan demasiados llenas, hinchadas de libros, baratijas y regalos, pero lo que más pesa son los fantasmas que nos llevamos: el tráfico de las miradas a las que no supo acompañar el valor, las infinitas navonas, panteones y foros, las noches del Trastevere donde nos bautizamos en rosso y en ginebra, la jugosa lengua de Boccaccio, la multiplicada amistad, nuestra meticulosa forma de no pensar en nada, de bromearnos en tertulia, de cenarnos el ego por dos o tres risas.

Nada más me atrevo a pedirle a la vida: me entregó estos días donde la luz venía niña, como recién inventada por unos dioses hedonistas y casi griegos.

Ana, Ignacio, Patricio, María, Clara, Guillermo, Maruchi, Andrea, Julio, Pedro, Carlos, Laura, Giacomo, José María, Aurélio y Pelayo jugaron en esta colina, aflojaron la cuerda de la vanidad y se dieron a la bebida, alguna vez trabajaron, se ganaron la vida y estuvieron a punto de perderla cruzando por estas calles, se enamoraron, y no solo entre ellos. Es todo lo que me llevo de aquí, y no hay mejor equipaje: no hay berninis, caravaggios o rafaeles que puedan igualar el tranquilo milagro, detenido e irrepetible, de verles compartir la locura de la existencia  alrededor de una mesa.

Roma será ya siempre para mí esa carcajada sabia con que nos reíamos del mundo y de nosotros mismos. Todo eso me llevo, y su peso no me cansa, al contrario, me aligera y sonríe. 


Un día en el bolsillo



Me acerco a las excavaciones de Ostia Antica, a una media hora en tren desde Roma. Paseo por las calles de ese cadáver urbano como si en lugar de recorrer el pasado estuviera paseando por el futuro de cualquier ciudad. En esto acabarán los lugares donde hemos dejado nuestras sombras, las calles que nos vieron nacer, aquella casa donde era posible madurar un silencio: todo lo que fuimos se disolverá en ruinas que dan sus últimas boqueadas entre la hierba alta. No veo angustia en esa desaparición, sino cordura. 

Durante unos días somos el confuso animal que pisa estas piedras y se atarea, justo es que seamos mañana putrefacción y alimento, que nos volvamos hormiga, aire para ese ciprés, tierra entre los ladrillos.

Paso junto a una necrópolis que tiene dos milenios como pasarán otros en el futuro junto a nuestros cementerios, preguntándose cómo éramos en verdad, que esperábamos de este juego, qué hambre nos empujaba a seguir. 

De la Puerta Romana, de época republicana, quedan unas jambas de mármol con figuras humanas y la idea de la puerta, pues a partir de ella comenzaba el muro que rodeaba la ciudad y que mandó construir Cicerón en el 63 a. C. Desde una terraza elevada veo los restos de las Termas de Neptuno, sus encorvados muros y la media docena de mosaicos que han sobrevivido a los siglos y a los saqueos. Es como si esas figuras de robustos atletas se aferraran al suelo con las manos antes de caer hacia el olvido.




Me alegra descubrir la Caserma dei Vigili, que es el parque de bomberos de la antigua Ostia, servicio creado para sofocar los incendios en los almacenes de grano. La Horrea di Ortensio era uno de esos almacenes, pero hoy sólo acoge hierba, insectos y unas pocas columnas resquebrajadas.

Recorro un teatro, el mitreo de las Siete Esferas y el mitreo de las Serpientes, la casa de Apuleius, una lavandería del siglo II, escucho un restregar de ropas, un soleado gotear, visito la calle de los talleres, los cónicos molinos de piedra que no podían descansar hace unos siglos y ahora duermen mudos, aunque a su alrededor es fácil imaginar a los mulos con los ojos tapados haciendo girar a la piedra, los hornos de leña sacando de sus bocas de fuego un pan que no imagino peor que el nuestro.

El día es tan feliz que uno siente no merecer un regalo así.

Quisiera uno detenerse en una esquina, entre las cornisas de mármol fracturadas y la hierba  nacida en los ladrillos, quisiera tener amistad con las moscas y los escarabajos, hacer tertulia con esos mirlos y esas hormigas, dejarse llevar por este silencio que sólo algún turista interrumpe.

Si pudiera uno llevarse en el bolsillo un día soleado y calmo, como se lleva uno de esos libros que nunca nos defraudan, entre todos yo me llevaría este día. Lo guardaría bien y siempre iría conmigo, y cuando venga otro día malencarado y dudoso, arrastrando los pies por la acera, yo sacaría este sol del bolsillo para exprimirle unas gotas, para beberme de nuevo este incendio feliz. 


La hierba entre las baldosas



“Solo esto podemos hoy decirte: / lo que no somos, lo que no queremos”, escribió Montale, y ese lema parecen repetirlo los que han decidido quejarse a la intemperie en España, sin otra protección que unos tenderetes, unos cartones y unas pocas palabras. 

Ha crecido la hierba entre las baldosas del patio trasero, y nadie la esperaba. Debería seguir creciendo silenciosa, abriéndose paso por la casa, quebrando el suelo del dormitorio, hasta entrar en nuestro sueño y despertarnos.


Ombrelli



El vendedor ambulante de paraguas es en Roma un oficio consolidado. Decenas de vendedores toman las esquinas y plazas al contacto con el agua. Parece que nacieran de los sampietrinis, tan rápido es su despliegue.

El suyo es el oficio de la espera y la atención. En las nubes van poniendo sus ensueños y futuros, que deben ir llenos de tormentas, aguaceros y temporales. Los imagino vigilando cielos, acechando chubascos, desvelándose con un murmullo de gárgolas.

Hoy el cielo jugó con ellos: todo el día amenazó lluvia, pero sólo dejó calderillas de llovizna, goteos de una nube esquelética. 

Ellos habían salido a la calle a la primera gota, pero luego, sin lluvia a la que acogerse, no sabían si seguir esperando ocultos o insistir en la venta. Por primera vez les vi dudar, colgando dos manojos de paraguas de cada mano, preguntándose en silencio por qué tampoco la lluvia cree en ellos.