renuncio.
viernes, noviembre 28
miércoles, noviembre 26
Korea Literal
Cuando hace tres años, me convertí en algo así como la profesora de inglés de la comunidad coreana, todavía no sabía todas las cosas que podía aprender…
A plot diagram por ESL, positivo.
The plot is what happens in a story.
The main character in a story usually has a problem.
The character takes steps to solve the problem.
This steps cause things to happen.
The important things that happen in the story are called plot events.
The problem is solved in some way.
This is called the solution.
Korea del Sur para la niña.
Korea del Sur fue un ratito colonia de Estados Unidos pero igual era mejor que con los japoneses. Los japoneses eran tan malos que mataban porque estaban aburridos.
Consigna: una composición, y las virtudes de no conocer el pasado perfecto.
Once upon a time ten cats lived in the city. A cat called Jimmy was the captain. One day a younger cat came. The young cat was more beautiful than Jimmy. So Jimmy fought with the cat. But Jimmy lost. So poor Jimmy left.
Cuando hace tres años, me convertí en algo así como la profesora de inglés de la comunidad coreana, todavía no sabía todas las cosas que podía aprender…
A plot diagram por ESL, positivo.
The plot is what happens in a story.
The main character in a story usually has a problem.
The character takes steps to solve the problem.
This steps cause things to happen.
The important things that happen in the story are called plot events.
The problem is solved in some way.
This is called the solution.
Korea del Sur para la niña.
Korea del Sur fue un ratito colonia de Estados Unidos pero igual era mejor que con los japoneses. Los japoneses eran tan malos que mataban porque estaban aburridos.
Consigna: una composición, y las virtudes de no conocer el pasado perfecto.
Once upon a time ten cats lived in the city. A cat called Jimmy was the captain. One day a younger cat came. The young cat was more beautiful than Jimmy. So Jimmy fought with the cat. But Jimmy lost. So poor Jimmy left.
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Korea Literal
martes, noviembre 25
LLamadas telefónicas
Los zapatos azules me hacen doler los pies todavía por eso Marina va a traerme a casa. En el camino va a sonar mi teléfono y va a ser para ella. Es Ezequiel, quiere saber, seguramente, por donde anda y ella se olvidó el celular. Yo no sé: el segundo de incertidumbre de una voz familiar que no puedo reconocer me angustia. Preferiría no hacerlo, no tener que formular: “’¿Quién es? Ah… ¿Cómo estás? Si, ya te paso”. Cuando corta, nos hacemos la pregunta de rutina: cómo llega la gente a los teléfonos que necesita. Recorremos una lista corta de nombres: Virginia, mi hermana… no sé me ocurre nadie más. O sí, se me ocurre pero no quiero preguntar. Marina igual lo dice porque sabe que me divierte. Voy apagar el teléfono para siempre digo. Algunas veces fantaseo con estampillarlo contra la pared. Antes, jamás se me hubiera ocurrido volver a casa antes para levantar los mensajes. Con el telefonito sin cables es diferente y cuando suena nunca lo encuentro. Me parece que se escurre a propósito hasta el fondo del bolso y no va a salir nunca de ahí. “A ver, a ver si te interesa tanto como para sacar todas las cosas antes que deje de sonar”. La mayor parte de las veces no me importa, la verdad. Y las veces que lo alcanzo y veo, no quiero atender. Pero hoy sí.
Los zapatos azules me hacen doler los pies todavía por eso Marina va a traerme a casa. En el camino va a sonar mi teléfono y va a ser para ella. Es Ezequiel, quiere saber, seguramente, por donde anda y ella se olvidó el celular. Yo no sé: el segundo de incertidumbre de una voz familiar que no puedo reconocer me angustia. Preferiría no hacerlo, no tener que formular: “’¿Quién es? Ah… ¿Cómo estás? Si, ya te paso”. Cuando corta, nos hacemos la pregunta de rutina: cómo llega la gente a los teléfonos que necesita. Recorremos una lista corta de nombres: Virginia, mi hermana… no sé me ocurre nadie más. O sí, se me ocurre pero no quiero preguntar. Marina igual lo dice porque sabe que me divierte. Voy apagar el teléfono para siempre digo. Algunas veces fantaseo con estampillarlo contra la pared. Antes, jamás se me hubiera ocurrido volver a casa antes para levantar los mensajes. Con el telefonito sin cables es diferente y cuando suena nunca lo encuentro. Me parece que se escurre a propósito hasta el fondo del bolso y no va a salir nunca de ahí. “A ver, a ver si te interesa tanto como para sacar todas las cosas antes que deje de sonar”. La mayor parte de las veces no me importa, la verdad. Y las veces que lo alcanzo y veo, no quiero atender. Pero hoy sí.
jueves, noviembre 20
Daily solitude, infinite sadness
Llevar diario es una práctica reciente, pero es antigua. Toda la infancia llevé cuenta minuciosa de los días en pequeños y no tan pequeños cuadernos con candados y motivos femeninos. Llavecitas, hojas perfumadas. Ahora se trata de simples cuadernos. Moleskines negros y marrones. Finísimos, transportables. De hojas opacas y rayadas donde cada entrada tiene una fecha y una hora en el caso de ocurrir varias entradas en el mismo día. Allí va quedando, desde hace un tiempo, registro de las impresiones, las acciones y las lecturas. Fragmentos enteros de las cosas leídas.
Pensé mucho, al empezar con los cuadernos, en si modificarían acaso mi recuerdo, después, sobre las cosas realmente sucedidas. Ahora me doy cuenta que en ocasiones me resulta más fácil, sino menos engorroso, leer directamente desde allí en lugar de contar, durante las conversaciones. Pero descubro que la lectura de los cuadernos le deja al interlocutor poco espacio para la réplica. No es que un comienzo aquello haya estado implícito en la práctica, es, en cambio, un resultado que se desprende de ella.
Esta tarde le leí a mi abuela un complejo episodio de las últimas páginas. Ella se limitó a unas lágrimas verdaderas pero no dijo nada, o casi nada, tras mis últimas palabras pronunciadas.
Me pregunto, ahora, en el medio de la noche, en el silencio de la casa, si no corro el riesgo de quedar atrapada, finalmente, en esa especie de mutismo compartido, escuchando sólo esa voz del castellano neutro que me lee a mí misma cada vez que me siento, birome en mano, a enfrentar el peligro de la mala caligrafía.
Llevar diario es una práctica reciente, pero es antigua. Toda la infancia llevé cuenta minuciosa de los días en pequeños y no tan pequeños cuadernos con candados y motivos femeninos. Llavecitas, hojas perfumadas. Ahora se trata de simples cuadernos. Moleskines negros y marrones. Finísimos, transportables. De hojas opacas y rayadas donde cada entrada tiene una fecha y una hora en el caso de ocurrir varias entradas en el mismo día. Allí va quedando, desde hace un tiempo, registro de las impresiones, las acciones y las lecturas. Fragmentos enteros de las cosas leídas.
Pensé mucho, al empezar con los cuadernos, en si modificarían acaso mi recuerdo, después, sobre las cosas realmente sucedidas. Ahora me doy cuenta que en ocasiones me resulta más fácil, sino menos engorroso, leer directamente desde allí en lugar de contar, durante las conversaciones. Pero descubro que la lectura de los cuadernos le deja al interlocutor poco espacio para la réplica. No es que un comienzo aquello haya estado implícito en la práctica, es, en cambio, un resultado que se desprende de ella.
Esta tarde le leí a mi abuela un complejo episodio de las últimas páginas. Ella se limitó a unas lágrimas verdaderas pero no dijo nada, o casi nada, tras mis últimas palabras pronunciadas.
Me pregunto, ahora, en el medio de la noche, en el silencio de la casa, si no corro el riesgo de quedar atrapada, finalmente, en esa especie de mutismo compartido, escuchando sólo esa voz del castellano neutro que me lee a mí misma cada vez que me siento, birome en mano, a enfrentar el peligro de la mala caligrafía.
lunes, noviembre 10
domingo, noviembre 2
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