Que no cunda el pánico. Lo dejamos para el finde. Pero llegó el finde y con el la dura realidad de la invasión de las pelusas y los kilos de ropa sucia que habían invadido mi casa. Es lo malo que tiene no pisarla de lunes de viernes. Envalentonados, Raúl y yo cogimos el toro por los cuernos, pero entre eso y una par de tareas obligatorias y agradables (acompañar a mi madre al tren y visitar a mis suegra y mi abuela política) se nos fue el sábado volando y la casa aún por barrer.
El domingo, lo primero que hice fue... desayunar. Pero lo segundo fue sentar a mis niños con todo el arsenal para manualidades desplegado frente a sus ojitos y con la firme decisión de no levantarnos hasta tener todas las tareas terminadas. Craso error. Cuanto más material graso, que mancha y susceptible de ser machacado tengan delante más te la liaran. Y así fue. Entre que yo no estaba del mejor humor porque estaba cansada y con un día lleno de tareas por delante y que ellos estaban especialmente revoltosos, todo acabó en un ataque de histeria por parte de la madre.
Menos mal que mis churumbeles están ya acostumbrados a mis explosiones emotivas y siguieron a su rollo entre montañas de purpurina, un vaso de agua con témpera derramado, afiladas tijeras, rotuladores llenos de tinta, pegamento ultrapegajoso... Y las lágrimas de su aterrada madre, por supuesto.
Cuando acabamos con las estrellas que les habían encargado a ambos, y el plato que tenía que llevar sólo Iván, teníamos que empezar con la figura de belén hecha con plastilina y actimeles. Pero yo me había fijado que, otros años, los niños traen también figuras navideñas estilo libre, así que, con pocas ganas de sumar platilina al lío que teníamos montado les invité a hacer unas casitas con tetra bricks. Acogieron la idea entusiasmados. Daniel se curró la suya y le quedó muy bonita, pero Iván pintó tres rayas y se plantó. Así no hay manera, así que tuve que rendirme a la evidencia y claudicar a la plastilina. Eso sí, lo dejábamos para después de comer, porque ya me iba a costar bastante rato hacer desaparecer el mejunje que me habían dejado en la mesa del comedor.
Los chiquillos se fueron a jugar alegremente mientras mamá fregaba, raspaba y se mataba para dejar todo como antes de la actividad. Esa tarde, los volvía reunir, con la plastilina en una mano y dos batidos vacíos de vainilla, que había obligado a beber a mi marido y mi hijo pequeño esa tarde en la otra (en mi casa no tenemos actimeles). A Raúl se le ocurrió introducir una bola de papel plata en las cabezas de plastilina para gastar menos y me pareció una gran idea. Hasta que me di cuenta de que era más fácil decirlo que hacerlo. la capa de plastilina se rompía cada dos por tres. Al final, logramos salvar una, pero otra hubo que hacerla íntegramente de plastilina.
Mientras mis churumbeles daban forma a la cara y le ponían el pelo a sus pastores, con mi ayuda, of course. Yo intentaba vestir los malditos batidos a base de celo que pega por las dos caras y de fieltro. Tampoco era tan fácil como parecía. Cuando ambos grupos acabamos con nuestra tarea, llegó el momento de unir cabezas con cuerpo y eso ya sí que fue una odisea. Tanto que mis hijos me dejaron abandonada a mi suerte para jugar a su bola con la plastilina. Mientras ellos reían yo juraba en arameo.
Cuando acabé con el pastor que, supuestamente, tenían que haber hecho mis hijos, pasé lista para que no se me olvidara nada. Estrellas en 3D para colgar, sí, plato decorado, sí, pastores cutres salchicheros, sí. ¡Ale! Caso cerrado. Como me vengan con otra nota la hago desaparecer sin dejar rastro.