
Sobre mi antiguo barrio de los años noventa, caía la neblina de la tranquilidad. Felipe, el perro que siempre pasaba por los pasos de cebra: lo veía desde el balcón; primero, se paraba, miraba cuidadosamente a un lado, luego a otro y al comprobar que no venía nadie pasaba; las carcajadas de las vecinas que volaban por el patio cualquier día de domingo, el terrible aullido del viento que tanto miedo me daba.
- Ya están aquí las brujas. Como no comáis van a venir a por vosotras - sentenciaba mi madre.
El cambio también se apeó de su misterioso medio de transporte y se dejó caer por allí porque nadie puede disuadir a ese eterno aventurero: él no necesita ningún tipo de permiso para atentar contra todo aquello que se le ponga por delante. Sin embargo, aun en aquel barrio me parece ver un reflejo del pasado, un aroma extraño que me invita a tomarme un café en la calle Melancolía, allá donde esté, sin saber que no me gustan los cafés. Por allí, permanece el antiguo asilo también, al cual quizás fue llevado Rubén, un ancianito que había enviudado hace años. No era que el lugar aquel fuera malo pues, tenía una buena atención, una buena comida, un bonito jardín... ...lo malo era la soledad que le arrullaba todas las noches, esa pesada losa de abandono que sentía sobre su desgastado cuerpo. Jamás había imaginado acabar sus días en un sitio así.
- Venga, lo han hecho por tu bien. No vienen a verte porque están muy ocupados. Ya vendrán cuando tengan más tiempo- trataba de autoconvencerse.
Pero, los días pasaban como la eternidad, que dura, que permanece, que nunca se calla y las visitas... ...las visitas no eran más que ilusiones huecas, vacías, bajo su almohada. Al menos, la tristeza se enmudecía, se hacía pequeña, cuando Rubén jugaba al póker con sus nuevos amigos. Luego, ella recuperaba su voz y gritaba su alarido desgarrador, un alarido que provocaba lágrimas de cristal en él. Muchos hubieran dicho que Rubén no lloraba pero, claro que sí, a toda hora, a todo momento: las lágrimas no sólo salen al exterior, a veces se aprietan, se arrebujan en algún que otro corazón. Aún no sabía la sorpresa que le aguardaba el destino; la primera vez que la vio, era una mañana lluviosa. Ella bajaba las escaleras, toda coqueta, risueña, simpática. A pesar de la distancia de saberse dos completos desconocidos, él la sintió cercana, amiga. Más tarde, se enteraría de su nombre: Paquita. Pero, aquel día, sucedió algo especial, indescriptible. Ella también le miró y sonrió. No tardaron en hacerse inseparables. Reían como niños, corrían por los pasillos, sí, como dos jovenzuelos, por increíble que parezca (ya cuentan algunos que el amor vitaliza). La tristeza, al ver aquel panorama, no tuvo más remedio que medio largarse, resignada, derrotada. Pero, las puertas y las paredes escuchan: los rumores no entienden de fronteras, vuelan libres como el aire y así fue que por un chivato rumor, se enteraron los hijos de Rubén.
- ¡¿Qué?! ¡Este viejo está loco! ¿Cómo se le ocurre? ¿Y mamá? ¿Y nosotros?
Nada tardaron en presentarse en la entrada del asilo ¡Papá se estaba peturbando! Había que sacarlo de allí. De nada sirvió que Rubén se opusiera firmemente, lo sacaron de allí a rastras. Apenas le dio tiempo a despedirse de Paquita pero, jamás creía que pudiera olvidar la mirada que le devolvió.
La casa se mantenía tal y como la recordaba. Sin embargo, Rubén pasaba gran parte del tiempo frente a la ventana, como si aquello pudiera devolverle a Paquita. No era más que un pájaro al que le habían arrancado la libertad. Un día, llamaron por teléfono. No era una llamada como las demás, lo sentía. Su hijo mayor descolgó el teléfono, pronunció unas cuantas palabras que no pudo entender bien debido a que sus oídos ya funcionaban como antes y colgó el teléfono. Entró en la habitación en la que se encontraba y dijo:
- Paquita ha muerto.
Ríos de lágrimas secretas y no tan secretas, pero que se camuflaban con la noche, siguieron brotando del corazón de Rubén. Dicen que jamás, dejó de mirar por la ventana, pero esta vez al cielo, sabiendo que algún día la volvería a encontrar.