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Cuando el Papa se dirigía a Camerún, el pasado 17 de marzo, declaró que la solución a la pandemia del SIDA había que buscarla en dos direcciones: la humanización de la sexualidad por una parte, y por una disponibilidad auténtica hacia las personas afectadas, pero no en la distribución del preservativo. Varias cancillerías europeas mostraron su desacuerdo. Días después el embajador de Bélgica ante el Vaticano le comunicó a la Santa Sede la resolución por la que su Gobierno condenaba las declaraciones inaceptables del Papa y elevó una protesta oficial.
Días después, el diario francés Le Monde ha publicado un artículo firmado por especialistas de la salud de varios países que afirman que “el discurso de Benedicto XVI sobre el SIDA es realista". El resumen de dicho artículo dice que con la sola utilización del preservativo no es posible combatir el SIDA, que se hace necesario cambiar los hábitos y costumbres.
Estas manifestaciones no vienen más que a confirmar las recomendaciones deONUSIDA 2008 sobre la necesidad de fomentar hábitos de vida que incidan en la fidelidad, la abstinencia y el retraso en el inicio de las relaciones sexuales como auténtica prevención de contagio. Así se lleva haciendo desde hace más de 10 años en Uganda, con éxitos notables. Y así comienza ahora una campaña que bajo el lema One Love, (Un único amor) pretende cambiar el comportamiento sexual fomentando la fidelidad.
Sin embargo, en contra de toda la evidencia que dicta la ciencia y el sentido común, parece que el preservativo se ha convertido en una especie de dogma civil. El Parlamento belga se erige como el nuevo defensor de la fe civil, y el reo de esta inquisición laica es el Papa, por opinar lo contrario. Se trata de la nueva intolerancia a la que tan acostumbrados nos tienen los tolerantes de turno: un acuerdo tácito de negarles el derecho de expresión a todo aquel que disiente de alguno de los dogmas civiles, como aborto, eutanasia, promiscuidad sexual, feminismo radical y otras ideologías afines.
No es así, compañeros, no es así. Hace falta serenidad tanto afectiva como mental para analizar los grandes problemas éticos de la humanidad, para encontrar adecuadas soluciones y para no caer en ese turbio juego de la intolerancia laica.