A dos kilómetros de Barbianes, perdido en la hondonada del valle, está el viejo caserón de las higueras, la que durante décadas fue la finca de recreo de la familia Bolaño hoy es sólo un montón de ruinas.
Recibe el nombre de dos enormes árboles que sobresalen por encima del enrejado, tiene un jardín vencido por la maleza y está rodeado por un gran muro de piedra y una verja oxidada que termina en lanzas puntiagudas en forma de hojas.
En el valle, la historia del viejo caserón va unida al destino de Amalita Bolaño y sus frustrados esponsales con el fatuo de Gerardo Olmedo.
Recién terminada la guerra civil, en aquel valle sumido en la miseria y en la tristeza, los preparativos de la boda de la única hija del viudo Román Bolaño, sirvieron de esparcimiento y comadreo entre los lugareños, y no digamos las consecuencias que su desenlace trajo.
La tarde antes del desposorio, el novio salió de la casa familiar en medio de un gran aguacero para dirigirse a la hacienda de los Bolaño, pero nadie lo vio entrar en la finca y jamás apareció por lugar alguno.
Aquella noche de mediados de septiembre, llovió a mares. Las torrenteras borraron los caminos y anegaron los campos. Los adornos florales y las guirnaldas preparadas para el festejo se deshicieron y el jardín quedó convertido en un lodazal.
Cuando pasó la riada y durante semanas rastrearon los caminos, el río y las acequias, preguntaron en los burdeles, investigaron las aduanas, los trenes, los barcos… pero a Gerardo Olmedo se lo había tragado la tierra.
Así que la delicada Amalita Bolaño se quedó compuesta y sin novio a los pies mismos del altar, con su vestido de raso y organdí amarilleando dentro de un baúl envuelto en papel de seda, pero la joven supo afrontar su infortunio con una entereza sorprendente para sus escasos años: en ningún momento la vieron llorar ni perdió la compostura.
Los Bolaño al poco tiempo abandonaron el valle buscando el olvido. Amalia se acabó casando con un magistrado, tuvo un hijo, sensato y serio, como su padre y varios nietos que le alegraron la vejez. Pero nunca quiso volver al valle, ni contaba detalle alguno sobre aquel pasaje de su vida.
Tras casi cincuenta años de matrimonio y a punto de cumplir los ochenta, enviudó del magistrado Antón Ubide. Nada más echar el cerrojo al panteón pidió a su hijo que la llevase a Barbianes, al viejo caserón del valle a donde jamás lo había querido llevar hasta entonces, y del que el hombre sólo tenía unas difusas referencias y unas escrituras guardadas en un cajón bajo llave.
Insistió en hacer el viaje los dos solos. Tardaron casi una hora en llegar. Durante ese tiempo Amalia estuvo callada, con la mirada perdida en el horizonte.
La verja de hierro del viejo caserón chirrió al empujarla. La anciana anduvo unos metros y se quedó mirando fijamente a un enrejado cubierto de hierbas y barro.
Estaba pálida y parecía fatigada, pero con firmeza señaló la rejilla que estaba junto al muro, casi a ras de tierra y dijo:
- Nadie buscó ahí.
-¿Qué tenían que buscar?, -mamá.
-Lo que el tiempo haya dejado de Gerardo Olmedo. He tenido que esperar a que tu padre y quienes me ayudaron estuvieran muertos para contártelo, hijo.
Y con la tranquilidad de quien lleva toda la vida esperando, fue relatando cómo aquella noche se enteró de las aventuras y deudas de su futuro marido; y de cómo ella, en un arrebato de celos, le empujó y Gerardo se golpeó la cabeza contra la escalinata de piedra.
- Entre tu abuelo, el aya, los guardeses y yo -prosiguió- descuartizamos el cadáver a hachazos y lo arrojamos a ese pozo envuelto en sábanas de hilo y repartido en media docena de pedazos.
El agua se lo llevó todo aquella noche y además allí no buscaron- terminó de relatar Amalia mirando a su hijo que estaba lívido e inmóvil.
De todas formas -añadió mientras se daba la vuelta y se dirigía tranquila hacia la salida- yo ya soy vieja y de aquello ha pasado demasiado tiempo, pero tú sabrás lo que hay que hacer ahora, que para eso eres juez, hijo mío.
Autora: Pilar Aguarón