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Se levantó temprano, porque quedarse en la cama era alimentar el riesgo de que los pensamientos impertinentes volvieran a ocupar su cabeza, miró por la ventana para ver la intensidad de la lluvia que escuchaba repiquetear de vez en cuando y se vistió con parsimonia. Aparcó el coche en el primer sitio libre que encontró, porque aún faltaba tiempo para que abriera el Museo y le apetecía andar, sentir ese aire fresco de la lluvia en la cara a esa hora de la mañana en la que todavía había poca gente en la calle. Nada más llegar al patio de entrada del Museo se quedó inmóvil delante del cuadro de la mujer de la mirada azul, como atrapado por aquellos ojos dulces cargados de misterio, que le miraban sin parpadear, como entendiendo su sufrimiento, en un dialogo silencioso. Permaneció allí quieto delante de la imagen, con la que había establecido una relación de complicidad tan cercana como para permitirse llorar abiertamente, sin poder parar, durante mucho rato, como si con las lágrimas quisiera abrir un surco que le separase del resto de su vida.
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Salió del Museo sin una idea fija de qué hacer. De manera instintiva se puso a caminar, para liberarse de la tristeza que le golpeaba por dentro, sintiendo como el viento de enero removía las copas de los laureles de la Rambla produciendo un rumor lejano. Después de algún tiempo que no pudo precisar, se detuvo en una cafetería con suelo de madera en la que al entrar sonaba una campanilla, para avisar de la llegada de alguien al local. Se dirigió a la barra, ocupó un taburete de la esquina que estaba junto a la ventana del fondo y pidió un cortado leche y leche. Allí, sumido en sus pensamientos, oyó de nuevo la campanilla y unos pasos que sonaban sobre la madera y se acercaban lentamente, firmes, acompasados. La mujer se sentó cerca y colocó con esmero el abrigo en la butaca de al lado. Pidió un café corto y cuando estaba terminando de fumar el cigarro que había consumido lentamente, le preguntó si sabía dónde estaba el hotel Taburiente. Cogió una servilleta del bar y le dibujó de forma gráfica un plano aproximado para situar la calle y el recorrido más fácil para llegar. Desde el primer momento, desde la primera vez que la miró, sintió una sensación extraña, porque allí estaba la misma mirada que tenía la mujer del cuadro. Era una mirada confiada, limpia como el cielo azul, una mirada de balsa para los tiempos de tormenta. La mujer le agradeció la información y empezó a recoger las cosas. En el momento de marchar, los dos quedaron de pie, uno frente al otro, tan cerca que podía oler su piel y su perfume. Durante un instante que le pareció infinito, se estrecharon la mano suavemente. Ella le miró por última vez y le dijo muy despacio, como deteniendo las palabras: “Me llamo Valeria, y también yo tengo que remontar muchos días que se me hacen insoportables”. Y nuevamente los pasos, ahora alejándose como un eco, dejando el aroma impregnado de su presencia. Quiso detener el tiempo para siempre, borrarlo todo y empezar a partir de ese momento, como si lo que hubiera hecho hasta ese día fuera esperar por ese instante. Intentó decir algo, pero cuando se giró, la puerta ya se había cerrado y ella había desaparecido como la niebla.