Cuando empezamos a preparar esta entrada, queríamos recuperar una leyenda que los que somos de la isla de La Palma (Canarias) siempre hemos oido nombrar. La historia de Tanausú y Acerina es de esas que conmueven, porque está llena de afectos y de sentimientos. Enmarcada en el siglo XV, recoge vivencias, costumbres y tradiciones de los antiguos pobladores de las islas, los guanches. Buscando argumentos para recomponer la historia, hemos encontrado aspectos interesantes de la historia de Canarias que hemos querido mantener, a pesar de que haya quedado una entrada larga...
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Allá por el año 1492 se vivía una época convulsa, con muchos cambios, en un momento de transición después de la reconquista y con el empeño puesto en nuevos retos. Un hombre de gran codicia, Alonso Fernández de Lugo, buscaba la forma de obtener licencia de los reyes Católicos para explorar y conquistar otras tierras. Mientras al otro extremo del gran mar, donde aún el tiempo se medía por lunas o ciclos agrícolas, existía una isla, la de Benahoare (traducido: mi tierra), poblada por gentes tranquilas que sólo querían la paz de su pueblo. Sus habitantes altos, robustos y ágiles para caminar y correr por sus abruptos parajes vivían enamorados de su tierra y del mar. Al norte, en lo alto de la montaña, se abría una profunda depresión formando una gran caldera que ocupaba el centro de la isla y que hacía del lugar casi un paraíso protegido para vivir. Allí se encontraba uno de los doce reinos en los que se dividía Benahoare, el reino de Aceró, donde gobernaba Tanausú, cuya preocupación más importante era que su pueblo no tuvieran carencia de alimentos. Tanausú se ocupaba de organizar cuadrillas para abrir nuevos caminos o construir pequeñas cabañas para los animales. En época de recolección de frutos silvestres, hierbas y semillas, aprovechaban para llenar sus despensas. Sin ser expertos pescadores hacían excursiones hasta la costa y en el litoral rocoso pescaban pequeños moluscos. Vivían en cuevas naturales, algunas de las cuales utilizaban como tumbas.
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El reino de Aceró limitaba con el de Aridane, gobernado por un primo de Tanausú llamado Mayantigo. Este era un hombre sensible, amigo de adivinas y hechiceras, cuyo nombre se debía al recuerdo de la noche clara, serena y estrellada en la que nació. Mayantigo (traducido: pedazo de cielo) tenía una gran amistad con Acerina, quien con frecuencia, entre risas y bromas, se refería al cielo y a las estrellas en alusión a su nombre. Pero él confundía la amistad y veía en los ojos de ella la chispa que no había y en su boca escrita la promesa que jamás pronuncio. Así fue creciendo de manera tormentosa en Mayantigo el amor y la pasión, pensando que algún día su corazón llegaría a ser suyo. Preguntaba a las hechiceras y adivinas por su amor, y éstas con su videncia le anunciaban que veían siempre en la espuma del mar, en el rugir del viento, en el fuego de la hoguera la misma señal: compartiría el hogar toda la eternidad con la bella y valiente Acerina.
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Por esa época Tanausú convocó al tagoror con el fin de pedir consejo y consulta sobre el reino de Tijarafe, donde reinaba su tío Atogmatoma, hombre de avanzada edad que estaba acosado por el mal de los huesos, el mal de los años y que ya no tenía ni vitalidad ni ganas de gobernar. El tagoror era un lugar sagrado donde se tomaban las más importantes decisiones, y que había sido construido por los antepasados con finas lajas formando una especie de círculo. Tanausú fue alentado a conquistar sin violencia el reino de Tijarafa, sólo con palabras y con la ayuda de sus familiares. No sólo conquistó Tijarafe sino también el corazón de Acerina, la más bella benahorita que sus ojos habían visto en la tierra. Su piel bronceada y su mirada limpia de ojos negros espejo de su alma libre, fue como un símbolo que Tanausú llevó a partir de entonces muy adentro.