El verde es el color más abundante y presente en la naturaleza. El mundo está aún lleno de vegetación, aunque en proporción menguante en muchos lugares. En algunas zonas, la superficie boscosa se recupera después de haber sido diezmada o extinguida, mientras que en otras avanza la destrucción, al menos la sustitución de la cubierta natural, que había alcanzado su clímax, por cultivos momentáneamente considerados como más rentables y necesarios. No es este el lugar adecuado para elucubrar acerca de las discutibles y diferentes ideas de lo que es el progreso.
El caso es que el verde abunda casi tanto como el azul y los infinitos ocres y marrones, y mucho menos que el rojo, el amarillo, el blanco, el negro (la mezcla de todos los colores o la ausencia de luz) y toda la abrumadora presencia de matices, mezclas y tonos intermedios. Cabría esperar que esos verdes omnipresentes hubieran sido los primeros en aparecer a la hora de nombrar los colores, como de fabricarlos y utilizarlos. Dejamos aparte el hecho de que queremos ver verdes hasta donde no los hay, y menos puros. En un paisaje, en la naturaleza, abundan los tonos quebrados, las mezclas, los pardos, los grises, los terciarios, y lo más frecuente es que nuestro cerebro vea o interprete como verdes todo aquello que culturalmente hemos acordado que verde es o debe de ser. Y a menudo, como decimos, no lo es. Esto tiene una gran influencia en la pintura, ya de entrada incapaz de reproducir esa infinidad de tonos que la naturaleza ofrece. Hay quien directamente renuncia a los verdes y quien intenta inútilmente ajustarse lo más posible a la realidad a la hora e reproducirlos. Un imposible, un catálogo. Las transiciones no son bruscas, la variedad infinita y, al final, hay que optar por el resumen, por la armonía, por la reducción y el equilibrio. No conviene usar muchos distintos en una misma obra, y tampoco suele funcionar utilizarlos tal y como salen del tubo, siendo siempre mejor recurrir a las mezclas, a contaminar esos verdes elegidos con los demás colores con los que esos verdes deben de convivir en el cuadro.
En la literatura antigua, en los primeros textos, no aparece el verde, no se nombra. Hasta el punto que hubo muchos investigadores y filósofos que llegaron a cuestionar la capacidad física de nuestros antepasados para percibirlos, resultando inverosímil que un color tan abundante no se nombrara. Primero porque se recurría, como seguimos haciendo hoy, a nombrar un color por alguna cosa que se presentara vestido con él. Para nosotros en normal decir color rosa, malva, violeta, naranja, musgo, miel, pistacho, amarillo mimosa, azul cielo, incluso otros menos unívocos y evidentes: color tierra, color vino, o color piel, que nos llevaría a otros complicados debates. Pero nos entendemos. Lo que no entendían esos analistas que dudaban de la vista y la percepción de los antiguos, es cómo podía Homero ponerle al mar un adjetivo que lo relacionara con el vino. ¿Es qué lo veían así, o es que carecían de palabra para nombrar precisamente el color más abundante? Para el rojo de la sangre o los rosados dedos de la aurora no tenían dudas, ni para el brillo del oro o la negrura de la noche.Nuestros antepasados de la prehistoria, los autores de las pinturas rupestres nunca utilizaron verde, ni azul, ni tantos otros colores, que sin duda veían. Se limitaban al negro del humo o del carbón, al rojo de la sangre o de algún mineral, a los variados ocres y tierras de las que tenían a mano, desde los más claros y amarillentos, hasta los marrones más oscuros y negruzcos y, muy ocasionalmente, del blanco. Ni verde, ni azul, Es decir, por lo que tenían a mano, que es lo que desde entonces se ha venido haciendo. Tintamos, pintamos y coloreamos con lo que podemos, con lo que tenemos y, a menudo, las palabras vienen después. Si acaso, pues las diferentes culturas del pasado y del presente han tenido siempre un trato difícil con los colores y sus nombres. Unos han necesitado muchas palabras para nombrar los distintos tipos de blanco, viviendo en un mundo helado, casi sin color, mientras que otros han vivido rodeados de verdes sin nombrarlos.
Los pintores, tan interesados en los colores, debemos tener en cuenta que la búsqueda, el invento y la fabricación de pigmentos, una historia compleja y apasionante, no fue un proceso que nos tuviera demasiado en mente. Más bien eran las telas, el tintado de las fibras para ropas, alfombras y otros tejidos, los que han llevado a la humanidad a buscar colores en la naturaleza, a fabricarlos y a recorrer larguísimas distancias para su búsqueda y acarreo. Sólo la historia del lapislázuli y de su comercio ha dado para escribrir varios libros. Desde entonces el color se necesitaba preferentemente para las telas, la pintura de paredes, directamente o los papeles con los que se recubre, y para embellecer o diferenciar otros objeto. Y, desde hace tiempo, para dar color a plásticos y otros materiales. La pintura de coches es hoy un mercado muy influyente en cuanto a los colores y algunos desaparecen del mercado cuando pasan de moda y dejan de ser demandados por el público para sus vestidos, sus coches o sus paredes.
Lo cierto, y no es cosa exclusiva de este tema, es que dejamos a un lado, quitamos valor, incluso despreciamos, todo aquello que nos resulta difícil de controlar o imposible de explotar económicamente. El verde, como pigmento, es un color difícil. Abundantísimo, predominante en la naturaleza, es esquivo, volátil, perecedero. No es fácil obtener tintes consistentes y duraderos de las plantas, menos antes de controlar la química que hay detrás del mundo de los colores, de los mordentes, hasta llegar a la síntesis que permitió obtener tonos infinitos a partir del carbón, del petróleo o de las manipulaciones derivadas de los avances en la química orgánica. Era muy difícil obtener un pigmento verde fiable, permanente, asequible. Sólo algunas piedras lo podían ofrecer en aquellos tiempos: la malaquita, óxidos de hierro o de cobre. Eran difíciles de molturar, convertirlos en pigmentos a la altura de los disponibles para otros colores, incluso venenosos, pues el arsénico estaba presente en algunos deslumbrantes colores con que pintaron paredes, tintaron telas, fabricaron papeles pintados, lo que provocó no pocas intoxicaciones y muertes, unas ciertas, otras discutidas, empezando por la de Napoleón Bonaparte, que murió en una casa en la que abundaban las paredes enteladas con papeles tintados con verdes emanando vapores de arsénico.
Lo que hoy es un conocimiento que se aprenden los párvulos en las escuelas, esto es, obtener verde mezclando azul y amarillo, fue un arcano que, conocido en la práctica, no se difundió hasta hace pocos siglos. Es más, por motivos legales, religiosos o gremiales, esta mezcla estuvo prohibida. Unos decían que lo que Dios hizo de un color así había que dejarlo. Lo azul, azul y lo amarillo, amarillo. Formar con ellos el verde, un color distinto, era torcerle la mano a la voluntad divina. En toros casos, las estrictas regulaciones de oficios y gremios, llevaba a que el tintorero que tintaba en azul no tuviera permiso para hacerlo en rojo. Con el amarillo ocurría igual. A veces eso respondía a la composición química de los diferentes tintes, cuya mezcla podía añadir peligros de intoxicación a la asumida pestilencia de los tintes al uso. Obtener telas verdes tintando primero de azul y luego de amarillo era un fraude, una ilegalidad
Luego está el ya mentado asunto de la permanencia o la volatilidad de algunos pigmentos. Los amarillos usado en muchas mezclas desaparecían con el tiempo, se oxidaban, se volvían marrones, todos cada vez más negruzcos. Unas veces les pasaba a esas mezclas como a esos carteles electorales o de otro tipo pegados a los muros: la luz del sol se va comiendo los amarillos y quedan los azules. Al cabo de cien años todos calvos, cierto, pero también que al cabo de pocos meses todos azules. Si el amarillo se evapora o se oscurece, como ocurre, quiere decir que los tonos y matices de muchas carnes, flores y telas que hoy vemos en los cuadros de los museos no eran así cuando se pintaron. El problema se agrava cuando los pintores dejan de molerse sus propios pigmentos en el taller, fabricando sus mezclas y sus óleos o las mezclas para sus frescos y pasan a depender de una industria incipiente y experimental, comprando colores envasados, primero en tripas, luego en tubos, cuya permanencia resultó bastante problemática. Nunca veremos los girasoles del color en el que Van Gogh los pintó y sus contemporáneos lo pudieron haber visto, si hubieran querido, que fueron pocos.
El verde esmeralda, también llamado viridiana, hoy no presenta problemas, no lleva arsénico, ni peligros de intoxicación o envenenamiento ni tampoco de futuras reacciones químicas con otros pigmentos con los que se mezcla. En los manuales antiguos de acuarela se previene de no mezclar nunca el verde esmeralda, uno de los más hermosos de los pocos de que disponían, con rojo. De hacerlo, pasado poco tiempo todo se iría ennegreciendo.
Se usaron tierras verdes, poco intensas y brillantes, lo que ayudó poco a hacer atractivo y popular el color verde, aunque hubo épocas en las que estuvo de moda. Para un par de reyes de Francia fue su color preferido, proscrito por sus sucesores, porque no le faltaba al verde más que ser asociado a ciertas políticas, comportamientos y dinastías, que las cosas funcionan así, o peor.
En una próxima entrada seguiremos hablando de los verdes, los pigmentos más usuales y sus mezclas más frecuentes y conocidas, algunas ya vendidas como si fuese un solo color, caso del sap green (el verde vejiga) o el verde de Hooker. Por hoy, lo dejaremos aquí.