FORO LITERARIO
Rainer Maria Rilke - Cartas a un joven poeta "Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Anteriormente les preguntó a otros. Los lleva a las revistas. Los coteja con otros, y se preocupa porque algunas redacciones los rechazan. Entonces (como usted me ha permitido aconsejarlo), le suplico que abandone eso. Usted mira hacia fuera y, es precisamente lo que no debe hacer ahora. Nadie puede aconsejarlo ni ayudarlo, nadie".
domingo, 21 de junio de 2015
domingo, 11 de mayo de 2014
domingo, 2 de junio de 2013
MIS OCHO METROS CUADRADOS
Mi viejo descuelga el teléfono
a la noche
por el insomnio.
Sus pensamientos
como cola de acreedores,
dan vueltas la esquina.
Los oye
en las sirenas de los barcos
sobre el río de su juventud.
Por esas mismas aguas
de muertos y camalotes;
Y pescados podridos
bajará el libro mojado
que se le perdió un día.
Alguna foto
la ironía leve adivinada
bajo las arrugas,
el ahorro de ciertos adjetivos
para explicarle a los niños
qué cosa es esa cosa vieja.
Todo para quitar su nombre
de la secta del Parnaso
como se baja una gorra de un
perchero,
o con los dientes
se dejan blancos los huesos de la sopa.
Todo lo que pudiera hallarse
bajo un apellido.
Junto con mi nombre
el apellido judío de mi hijo,
y aquélla posibilidad lejana
de que el padre del padre de mi
madre
haya tenido que matar a alguien
porque se lo habían ordenado.
En Dalmacia, fue,
en esa misma guerra de siempre.
Cuál de todos ellos soy yo
ahora.
Cada vez que mostramos el
documento
arrastramos infamia
como se arrastra el ruedo
de unos pantalones heredados.
La mierda sigue oliendo nítida
hasta nuestros días.
Nadie escucha el Kadish de este duelo
este laberinto de rejas
ni el clamor del hombre y la
mujer,
calvos
con uniformes de pijama.
Tan parecidos a la imagen del
dios escrupuloso
en quién confiábamos.
No se tala un árbol sin que se vuelen sus astillas
dicen que decían orgullosos.
Es lo que decimos hoy,
cancerberos, también
cuando besamos a nuestros pequeños
en los labios, antes de ir a
trabajar
y cerramos a conciencia la
puerta de entrada
después de acariciar al perro.
Leva Cosanovich
sábado, 6 de abril de 2013
jueves, 31 de enero de 2013
SEIS DE ENERO
Cuando
cayó definitivamente la tarde, el hombre se levantó como un muerto resucitado
se levanta en una de esas películas de bajo presupuesto. Había estado esperando
esa hora desde hacía un buen rato.
Uno
podría decir que lo vio mirar en la tele una vieja película de Cow Boys que
tanto le gustan, que en algún momento preparó mate o que jugó con el gato
haciéndole cosquillas en la panza, podría decir incluso que al levantarse de la
siesta se había puesto el pantalón de los mandados en lugar del pantaloncito de
Atlanta o que lo vio llevando la pequeña radio a pilas hacia el baño,
sintonizar un tango para entonces sí, iniciar el rito dominguero de afeitarse a
pesar de ser apenas martes.
Caminó
hasta la cocina y tomó una bolsita plástica de atrás de la puerta. En el
exterior se cruzó con el del último piso que subía con sus dos hijos
bulliciosos. Luego del beso de rigor, ambos se guiñaron un ojo en señal de
complicidad.
Se
notaba la excitación de los pequeños. No eran los únicos, los de enfrente también
se hacían ver a los gritos, una mamá zamarreaba a uno que parecía no entrar en
razones.
Recién
a mitad de la cuadra, la rodilla mala que tenía pareció acomodársele. Ese dolor también es consecuencia del accidente,
recordó. Se acordó de la sonrisa de su hijo y sonrió con esa mezcla de ternura
y lástima con que lo recordaba.
No
le hacía bien recordarlo, pero en estas fechas especiales no tenía remedio.
Después del accidente y la tragedia, de la reubicación mental y emocional,
después incluso de la confirmación dolorosísima de lo irreversible; a él, aunque
trató e hizo todo lo que estuvo a su alcance, nunca le llegó la aceptación, al
menos mínima o parcial de lo ocurrido.
Con
el tiempo aprendió a convivir con esa molestia en todos y en ningún lado, esa
expectativa de desastre validada por la realidad, un rumor en las coyunturas de
sus huesos que nunca más se le fue.
Caminó
despacio hasta la esquina de la Calesita, un baldío donde alguna vez estuvo el
carrusel de su infancia. Se metió con cierta agilidad por entre los alambres.
No
estaba apurado, desde la oscuridad podía ver una porción distinta del cielo que
miraba a diario desde su balcón. Hipnotizado, se quedó buscando una cara entre estrellas
que se le antojaron más hospitalarias que de costumbre.
Hubiera
quedado mucho tiempo en ese lugar, a su espalda pasaba uno que otro auto tras
la cortina de eucaliptos de la vereda. El silencio era casi respirable, y la
oscuridad. Solo el sigiloso rumor de los gatos haciendo de las suyas en el predio.
Sacó
la bolsita del bolsillo, cortó una mata de pasto y la metió adentro. La volvió
a guardar. Dio la vuelta a la manzana para volver por otra calle. Ya casi era
la hora de la cena.
Al
otro día se levantó más temprano que de costumbre. Había pasado casi toda a
noche en blanco, de nada sirvió la radio ni la lectura a la que solía acudir en
casos semejantes.
Uno nunca se acostumbra a
este dolor, solía decir a quien le preguntara cómo hacía.
La vida ya no es vida cuando
uno pierde un hijo. Uno sobrevive nomás, solía repetir.
A
las cinco abrió los postigos del balcón. Tomó con sus dos manos el tapercito con
agua que había dejado la noche anterior y la volcó lentamente en el cantero de
al lado. Luego, la mata de hierbas que había puesto en el otro recipiente.
Después
de pasársela lentamente por la cara, aspirándola durante unos segundos
interminables, la echó por el balcón.
Simplemente
abrió la mano y la dejó caer. Las briznas se deprendieron despacito, una tras
otra, como pequeños helicópteros verdes que se desbarrancaban. Junto a unos
zapatitos gastados, puso el regalo que había comprado hacía más de una semana.
Caminó hacia atrás con sigilo, como si estuviera frente a un emperador o una
deidad y volvió a cerrar la cortina tras de sí.
La
repentina penumbra del departamento no lo inmutó, llegó hasta el borde de su
cama esquivando al gato que se empecinaba en cruzarse entre sus pantuflas y se
metió en la cama.
Le
pareció que al lado, su mujer también lloraba.
Leva
Cosanovich.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
JUAN GELMAN- Poemas Antológicos.
Al que extraño es al viejo león del zoo,
siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,
me contaba sus aventuras en Rhodesía del Sur
pero mentía, era evidente que nunca se había movido del
Sahara. De todos modos me encantaba su elegancia,
su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces
de la vida,
miraba a los franceses por la ventana del café
y decía "los idiotas hacen hijos". Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido
le provocaban malos recuerdos y aun melancolía,
“las cosas que hace uno para vivir" reflexionaba
mirándose la melena en el espejo del café. Sí, lo extraño mucho,
nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial deferencia. Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,
él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una pata en mi hombro
"ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno". Lo extraño mucho verdaderamente,
sus ojos se llenaban a veces de desierto
pero sabía callar como un hermano
cuando emocionado, emocionado,
yo le hablaba de Carlitos Gardel.
GOTÁN
Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos. Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad. Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté,
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.
siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,
me contaba sus aventuras en Rhodesía del Sur
pero mentía, era evidente que nunca se había movido del
Sahara. De todos modos me encantaba su elegancia,
su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces
de la vida,
miraba a los franceses por la ventana del café
y decía "los idiotas hacen hijos". Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido
le provocaban malos recuerdos y aun melancolía,
“las cosas que hace uno para vivir" reflexionaba
mirándose la melena en el espejo del café. Sí, lo extraño mucho,
nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial deferencia. Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,
él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una pata en mi hombro
"ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno". Lo extraño mucho verdaderamente,
sus ojos se llenaban a veces de desierto
pero sabía callar como un hermano
cuando emocionado, emocionado,
yo le hablaba de Carlitos Gardel.
GOTÁN
Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos. Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad. Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté,
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.
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