Alonso Moleiro 23 de agosto de 2015
Dejé
atrás la adolescencia, me puse a jugar con cierta literatura inconveniente, y,
sin nada más interesante que hacer, arribé a una flamante conclusión: que, al
no tener, hasta entonces, garantizada por nadie la inmortalidad, en una de esas
yo me podía morir.
Descubrir
la muerte me produjo, como es natural, un estado supremo de turbación. “De todo
esto yo soy el único que parte”, había dicho Vallejo. La finitud de mi
existencia me lucía entonces, y todavía hoy, no sólo un escenario apocalíptico,
sino absolutamente inconcebible, completamente inútil e injusto, desde todo
punto de vista contraproducente y espantosamente ausente de contenido. Una
contrariedad inaceptable y un desperdicio absoluto de recursos y posibilidades.
Implicaba la más afrentosa y desagradable, pero al mismo tiempo la más
inexorable de todas las eventualidades: que el mundo seguirá su curso, que cada
ser humano seguirá honrando el pacto cotidiano de sus rutinas y que nadie se
tomará mayores molestias en torno a mi memoria una vez que yo me evapore de la
faz de la tierra.