Anoche soñé con mi madre. Había decidido darle un giro total a su vida y nos anunciaba que se iba de viaje, sin destino fijo, sin fecha de vuelta. Nosotros aceptábamos su determinación sin protestar. Después transcurrían dos años justos, pero en el sueño eran apenas unos segundos gracias a esa inmediatez cinematográfica y a los saltos espaciotemporales propios de lo onírico. Anunció su regreso y mi hermana y yo fuimos a recogerla. Mi hermano no había podido venir, no recuerdo el motivo. La dársena estaba junto a un puerto y así era el ambiente exterior: gaviotas, oleaje, bullicio de pasajeros, bocinas de barco… Llegábamos al lugar cuando ya había salido del vehículo. La vimos a lo lejos, junto a su equipaje, sentada en el suelo, esperando, apoyada en el muro de un edificio de una planta en el muelle. Mi hermana corrió a abrazarla. Yo caminé sin prisa hacia ella, disimulando mis ansias de verla para parecer un tipo duro. Los tres lloramos y reímos, pero no demasiado, para no caer en telenovelas ni en sentimentalismos. Los cambios, tras dos años de periplo por el mundo, eran evidentes en su físico: se había cortado el pelo, la piel estaba tostada, muy morena, y a través de la camiseta se le discernían las costillas. La referencia física no es anómala porque estos días estoy leyendo El cielo protector (de Paul Bowles) y mi memoria evoca en cada página a la actriz de la película inspirada en la novela que rodó Bernardo Bertolucci en los 90: Debra Winger aparecía de esa guisa para interpretar a Kit Moresby y su imagen se cuela en mi lectura y es obvio que se inmiscuyó en mi fantasía nocturna. Pero al mismo tiempo ella, en mi sueño, era un calco de mi hermana en aquel verano de nuestra infancia en el que mis padres le cortaron el cabello como a un chico. Y, a la vez, su físico también recordaba un poco a los primeros días de la quimioterapia, cuando fue a la peluquería a sacrificar su melena y empezó a adelgazar en su descenso al abismo. La historia que se montó en mi cabeza mientras dormía termina ahí: abrazos, lágrimas, sonrisas… Es el perjuicio de los buenos sueños: al despertar uno descubre que la realidad es otra, porque ella murió hace cinco años y medio y no hay regreso posible. Pero también es su virtud: sólo en los sueños puedes volver a reunirte con tus muertos, que en esa zona de nuestro descanso están vivos, como si todos hubiéramos vuelto al tiempo en el que todo parecía posible, incluso burlar a la enfermedad.
[Nota: lo anterior no es un relato, no es una fantasía, no es una invención]