Tuesday, September 04, 2012
de rodillas (2a versión)
La función del arte es edificar, reconstruirnos cuando estamos en peligro de derrumbe.
Sigmund Freud.
Cuando era un niño me decían que
si dejaba actuar esa parte incontrolable de mi naturaleza
que ellos llamaban con displicencia maldad o alevosía
me harían arrodillar sobre sal gruesa:
una práctica de las monjas salesianas
que administraban su justicia doméstica
a espaldas de Dios y con el beneplácito
de algunos,
bastantes,
un montón de hombres.
Poco después, ya lejos de mi casa,
hundido hasta el mentón en la de ellos,
pálidos curas de sotana negra y alma oscura,
me hicieron arrodillar sobre la madera rancia de los reclinatorios
para hacerme perdonar unos pecados
que ni siquiera había cometido,
y que ellos,
preocupados por hurgar con manos frías
entre mis entretelas húmedas,
ansiosos por meter manos donde nadie se había atrevido antes
a meterlas,
decían conocer sólo de oídas.
Paños violetas y cirios encendidos,
sucintas biografías que siempre terminaban en martirio,
coloridas imágenes de cuento que nunca nos miraban,
que jamás sonreían,
cuerpos flagelados de hombres lasos, moribundos,
de mujeres con los ojos en la nubes y senos en bandeja,
conformaban nuestra cotidiana y teatral escenografía
El guión, por ser vulgar, no era sencillo:
premonitorias peroratas sobre el destino de nuestras almas becerriles,
pecadoras,
asándose entre las llamas impías de ese infierno que,
para mayor desgracia,
siempre se asociaba con mi nombre de pila,
bautismal, por supuesto
No era fácil imitar en nuestra infancia
a esos santos de mirada voladora,
distraída,
objetos del placer extremo
en forma de violaciones y torturas,
hasta el final, fatal, letal castigo.
Por vulgar honestidad o pura tontería,
deberé confesar aquí mismo y ahora, ya lejos del confesionario,
que si bien todos aquellos santos sufridores
un instante después de sus calvarios
alcanzaban el cielo,
no me parecían un ejemplo a seguir con alegría.
Jamás, en realidad, me resultaron demasiado divertidos.
Pasaron los años y abandoné el colegio salesiano
con sus diarias misas obligadas,
con sus cerúleas, ácidas, moradas realidades
y sus alucinatorias fantasías.
Pensé que al irme dejaría atrás,
junto a la sotana roja de los monaguillos,
santidades, culpas y castigos,
que más allá de esa puerta cerrada a pura cal, sin cantos,
lejos de sus responsos, sus rosarios y sus sacristías,
podría vivir las horas que tenía adjudicadas a mi nombre
como algo propio, de mi pertenencia:
un futuro dantesco sin catástrofes,
una dantesca historia sin tragedias ni caídas.
Hoy ha pasado el tiempo y me detengo a recorrer
el álbum de mi vida.
Es demasiado tarde para arrepentirse,
demasiado temprano para llorar sobre la abierta,
inapelable y más que fatal herida.
El dolor está latiendo como un tatuaje vivo bajo esta piel
que habito:
abrasada sin mimo por miles de soles ya apagados,
por un millón de pasos ya pasados, olvidados, perdidos.
Ilustra "Gonzalo", foto-retrato de Dante Bertini
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