LA CIUDAD ESTÁ DENTRO DE NOSOTROS
Por: Alex Morillo
Pero tú, el poeta,
Pervirtiendo los ritos aseguras
El reconocimiento de tu oficio.
Rodolfo Hinostroza
La mayoría de las veces convivimos con la ciudad en silencio, desde la inercia, pero cuando el aire comprime demasiado y los muros de la misma nos convierten en un torrente caótico de rumores, emerge el deseo de trazar un camino que nos enseñe a huir y a retornar hasta que el tránsito de las pulsiones nos devuelva a la vida o hasta que la poesía, en su agitada transparencia, nos diga a qué versos podemos emigrar. Itinerario de Arturo Córdova (Lima, 1980) nos brinda esa posibilidad, y por ello considero importante tentar algún tipo de aproximación a la primera publicación de este joven poeta.
Señalaré, en primer lugar, algunas apreciaciones en cuanto a las influencias que encuentro en este libro. Percibo, más allá de las referencias explícitas a la poesía inglesa, un sustrato surrealista, acaso el influjo de Moro, en la medida que los sentidos se encuentran determinados por la alianza tenaz entre la lucidez y lo onírico o, mejor dicho, por la otra lucidez. Así mismo, y tomando en cuenta el tópico de la urbe desde la visión moderna, percibo influencias de Enrique Verástegui y de Jorge Eielson. Del primero acaso me viene a la mente el poemario En los extramuros del mundo, donde es clara la necesidad imperiosa de someterse con cierto desgarro al acto de deambular y de fijar con palabras esa pulsión de destierro, de reconocerse en la huida.
Y de Eielson me viene a la mente poemarios como Habitación en Roma, por el sentido crítico con el que se alude a la lógica racional, utilitarista e institucionalizada de la modernidad y por la identificación que se establece con el hombre cuyo estigma es la marginación, el autoexilio, la angustia, el aislamiento, la fragmentación. Por otro lado, de Tema y variaciones, Mutatis mutandis y De materia verbalis Córdova retoma constantemente el concepto del devenir vital, es decir, la constitución física y la dimensión espiritual formando parte de un movimiento continuo que imposibilita el establecimiento de un yo concreto e invariable.
Pero cabe mencionar que no sólo hallamos interrelacionadas estas fuentes poéticas, sino también algunas teorías antropológicas sobre la urbe, de importantes pensadores como Lévinas, Baudrillard o Augé, lo que demuestra que la exploración de esta primera entrega es además de creativa, ideológica.
Así llegamos al primer poema, donde la palabra se manifiesta en la medida que no basta, que no es suficiente, en la medida que se anula en sus propias pretensiones para dar paso a un estar-en-el-mundo que agobia, satura y nos somete al deterioro o a la inevitable, subversiva y placentera agonía. De este modo, la idea que condiciona a este texto de apertura puede traducirse de la siguiente manera: bastaría con decirlo, pero no lo digo, lo padezco y me regenero en este sacrificio.
La metáfora del deterioro deviene metáfora del desprendimiento de la realidad; por tal motivo la evocación, la mirada retrospectiva se materializa desgarradoramente en el texto, alcanzando incluso los límites de la fatalidad o del sacrificio del ser. Citemos un fragmento del poema titulado “Leve”:
…y esperar al pájaro agorero que ha de escudriñar nuestras
vísceras
hasta que la carne galope tras la perspectiva de un sueño
de piedra carcomida por la ruta de los niños…
No se trata del enfrentamiento entre el hombre y la realidad, se trata de la puesta en escena de dos mundos que se mantienen vivos gracias al contacto y a la fractura. El entorno, de esta manera, se personifica para ser más visceral e intenso, más orgánico: “encontrar algún rincón donde resguardarnos del tedio que nos rasca con sus guantes blancos.”. Los días se convierten en giros o trayectorias que el hablante poético rehúye, resiste; pero paradójicamente la huida es también una forma de ingresar de nuevo al epicentro de lo insoportable, en otras palabras, la huida –o el pretexto poético de estos veinticuatro itinerarios– es, al final de cuentas, un modo de enfrentamiento y de desafío: “Días simples y pequeños como ceniza reposando tranquilamente entre las manos. Y acaso alguien debiera aprender a soplarlas.”
Uno de los primeros comentarios que provocó este poemario fue el del crítico literario Camilo Fernández Cózman, quien realiza acertadas precisiones sobre la naturaleza de estos escritos, salvo un punto que me atrevería a problematizar: Fernández Cózman, en su intento por clasificar u otorgarle una definición a la voz que gobierna este libro, afirma que se trataría de un sujeto o, en todo caso, sujetos migrantes. Desde mi perspectiva, no obstante, no se trataría exactamente de un migrante –al cual, dicho sea de paso, le otorgo un desplazamiento o una movilidad mayor, a gran escala o inter-cuidad–, sino más bien de un peatón, un transeúnte o, como indica explícitamente el poemario, un pasajero, categorías que describen a una persona que transita por la vía pública y que no tiene residencia o rumbo fijo. Lo que tienen en común estas categorías o, mejor dicho, los sujetos que la representan, es que su desplazamiento o movilidad comprende un espacio a menor escala, más restringido, aunque por esto la experiencia no es menos enriquecedora o intensa. Tanto el peatón, el transeúnte y/o el pasajero describen mejor lo que sucede en estos poemas: una exploración íntima que se proyecta a la urbe, y viceversa, logrando superar el mero desplazamiento físico en pos de un recorrido interno que ocupa y vacía el cuerpo, el corazón y la mente. La poesía de Córdova se reconoce en este recorrido colmado de vacilaciones ontológicas y de misterio:
¿Quiénes nos pueblan el pecho y la memoria;
de qué materias sutiles,
espuma de luz, siluetas veleidosas,
está compuesto el ancho lienzo
tan sedoso e insaciable
que nos arroja y penetra con su euforia equidistante?
El cuestionamiento y la certidumbre desencantada configuran la dialéctica emocional que articula la significación de estos textos. En suma, el yo poético, ya sea en el detenimiento o en la vertiginosa demanda de su evolución, se desintegra, disuelve, descascara y fulmina entre “laberinto de acero y vehementes bocinas” y “gritos y sollozos de gente desvelada que se arroja de los autos,/ que se oxida solitaria, obnubilada en sus pantallas…”.
Precisamente, dentro del libro encontramos un primer subconjunto conformado por media docena de poemas con el título de “pasajero”, textos que aluden a personajes urbanos marcados por la decadencia, el olvido y el anonimato. De algún modo, la recreación de este contexto repercute en la musicalidad del poemario, puesto que el ritmo en varias ocasiones se corresponde con una voz reaccionaria y sublevante. Por ello, la poesía en estos textos adopta la apariencia de un grito, de una expresión desenfadada, lo que incrementa mucho más la visión crítica y desmitificadora una vez que la palabra no sólo busca regocijarse en la imagen o en el encadenamiento sonoro, sino también busca persuadirnos de lo que dice, o más aún, pretende salirse del cuadrilátero de la hoja para darnos el encuentro e instarnos a la ruptura, a la transgresión, a la otra vida liberadora:
Posa tus pies sin culpa sobre el replegado barro,
anhela un día de botella a la deriva
y pregona, despachado a tus anchas,
el imbatible canto de las cosas inservibles
en una ceremonia íntima de gemidos y colores ajados.
El pasajero se moviliza en la paradoja de estados oscilantes, debido a que si bien es cierto se percibe una atmósfera surrealista, onírica y aparentemente abstracta que deforma el entorno, ésta se encuentra provista de un carácter reflexivo que linda con una visión crítica sobre la superficialidad, las luces artificiales, la velocidad en el tiempo, la perversión del ciudadano consumista, lo cotidiano en su disfraz de ruleta perfecta, e incluso sobre espacios de dominio público como las calles, los semáforos, las avenidas, los supermercados, los puentes peatonales, etc. En otras palabras, arremete contra todos los seres sometidos al imaginario plastificado o sintético de la aldea globalizada que trastoca el orden jerárquico entre los hombres y los objetos, provocando, como diría Hugo Friedrich, el triunfo sobre lo humano. Por momentos también arremete con la ironía, erigiéndose ésta como una toma de postura frente a una valorización negativa del ser al pretender revelar el declive moral de la sociedad contemporánea, claramente representado en los arquetipos humanos presos de la alienación.
El pasajero se caracteriza por el desplazamiento y la contemplación, su identidad se configura precisamente en esta dinámica que asume la condición laberíntica de su hábitat. Así, el hablante poético se apodera de esta condición dándonos claros indicios de un estilo propio, en donde se advierte un cambio en el acto de la enunciación: de un tono impersonal pasa a un tono directo, persuasivo, confrontacional. Lo anterior evidencia que el itinerario no es sólo temático –la ciudad como la prolongación multiplicada del cuerpo–, sino además estético, en la medida que estamos ante un lenguaje que explota, creo que con acierto, el alcance y el límite de su proceso formativo, liberando sus demonios expresivos.
Otro tema medular es la soledad que se resemantiza en un estado comunitario. El poemario se puebla de voces en una sola y continua expresión de los habitantes y de lo habitado. El aporte de Córdova es que hace de esta temática un pretexto para re-pensar y re-crear, con gran criterio, un tópico tan presente en las poéticas contemporáneas: la urbe y el ciudadano. Sin embargo, este tópico no se impone arbitrariamente en los textos, puesto que el ritmo, el trabajo de las imágenes y la disposición de éstas se organizan en pos de algo superior, más trascendental: la búsqueda y la construcción de un hombre nuevo con los fragmentos de los anteriores.
El hablante poético para transitar necesita desdoblarse, mutar sobre sí mismo y observarse en el auto-distanciamiento. Desde allí, desde el no-lugar, su esencia se muestra más propicia para el lenguaje que pretende construir. Así pues, la poética que va configurando Itinerario no se detiene en el hombre común identificado como un acontecimiento perfectamente medible, aprehensible, manipulable, todo lo contrario, va construyendo un “homoborder”, un ente que para sobrevivir –real y textualmente– se sitúa en el borde, en el límite del mundo. Cito aquí fragmentos del que considero el mejor poema del conjunto:
El frágil insomne bordea el rastro de su piel cansada
dibuja surcos inflamados sobre el cristal
de la ventana que lo hace distancia
intuye los borrosos trazos
del que amanece con el pie sobre su mirada
de aquel que nunca termina por empezar
del que escupe su pereza en una lata de conservas
del expuesto a su propia contienda de hollín y desgano.
Arrojado de su voz y de sus miembros
es casi pupila y paso
cíclope estático aterrado
en su rincón sin tiempo
vuelve a sí mismo en el errante flujo de la sangre
que se desboca en los cruceros peatonales
que rabia su desencuentro bajo un panorama
de anuncios publicitarios:
todo es palpitación y frases consignadas.
El retrato no es uniforme, por este motivo los personajes urbanos representados lindan entre lo oficial (entiéndase alienación) y lo periférico. Entonces, la visión es totalizante en la medida que se entienda la totalidad como la acumulación de desfases, ya sean humanas, sociales, ontológicas, etc. El desdoblamiento, por otro lado, no sólo es material, también es temporal, de ahí la orientación preferente por la madrugada, el insomnio, el desvelo o la intuición del amanecer.
Mientras sigo avanzando en la lectura, advierto que la ciudad deja de ser un recinto real, palpable, va dejando su naturaleza terrenal y adopta la apariencia de un sello de agua, cediendo a la abstracción y al diseño de una ciudad personal, subjetiva, modelada al derrotero imaginario de una voz que alcanza plenitud en el mismo despliegue vertiginoso de sus imágenes. Esto se da, por cierto, a través de una mirada que invierte la descripción que realiza del mundo. Para comprender un poco más esta idea retomo brevemente algunos postulados semióticos de Jacques Fontanille. Como sabemos, desde la perspectiva semiótica siempre se ve al sujeto como un cuerpo sensible que se relaciona con el mundo y, dada esta relación, se ve en la necesidad de configurar toda una serie de clasificaciones que le permita ordenar los procesos de significación que lleva a cabo, y vivir en base a estos. Sin embargo, el proceso de significación en este libro es ambiguo, figurado, aparente, porque en un primer momento se rige por una sensación de errancia, pero en el fondo revela una búsqueda, una intencionalidad, quizás un tipo de fe, acaso porque la escritura es, al fin y al cabo, una creencia, una espera, un símbolo de convicción.
Cabe resaltar un segundo subconjunto conformado por siete poemas dispuestos intercaladamente, cuyo rasgo distintivo es su carácter prosaico y, por ende, hostil a una composición versal. Me atrevo a decir que quizás esto se deba a un intento por darle un carácter más instintivo a los textos, a modo de un discurso cuya fluidez evidencia una tensión entre lo sugerente y lo confesional, pero habría que precisar que esta aparente expulsión de las fijaciones retóricas no elimina el ritmo de las palabras escogidas, pues la poesía en las manos de Córdova no conoce el logro en forma de ataduras, sino en el acto de despegarse de éstas.
Dentro del subconjunto anterior encontramos un tercer subconjunto conformado por tres poemas que aluden explícitamente a Lima –o, como la denomina el poeta, la “ciudad a tientas”– desde una conciencia que se sabe parte de un perímetro en franca convulsión y que se entrega a ella por medio de un ritual sísmico, al mismo tiempo purificador y catártico: “Lima. Resbala con las piernas abiertas y recibe, amante enferma, mi orfandad de cartulina, mi respiración de papel quemado, sobre tu pecho ronco y transparente.”. Los poemas de la ciudad describen el rostro de la misma a partir de la extinción y la aparición del día. En efecto, la nocturnidad, como un evento apremiante, resulta siendo una vía de liberación frente a la dinámica asfixiante de la luz: “penetrando el día… La vida pesa nuevamente en las esquinas y el paso es una rueda estropeada… El parpadeo que reanuda la gramática amnésica del tránsito… El día pisa firme sobre un lecho de criaturas perezosas. Orines matutinos, aroma de dentífrico para purificar al hartazgo.”
Un cuarto subconjunto está compuesto por algunos textos que, bajo el título recurrente de “fuga”, describen nuevamente una suerte de inversión o giro paradójico, debido a que si una primera lectura indica que estamos ante un hablante poético asediado por las fauces de la urbe, una segunda lectura, más minuciosa, denota una fuerza interior que transforma la ciudad, la hace suya. Y es en ese preciso instante donde surge lo que denomino el erotismo de la materialidad en movimiento. En efecto, tras los ojos de este transitador la consistencia de las cosas termina siendo una masa líquida que inunda y gobierna todo alrededor: “como un lenguaje hiriente que es frío que grita, lluvia de alfileres, metal fluyendo líquido en cauce de avenidas que se multiplican. Cicatrices encendidas.”. Hugo Friedrich decía que uno de los rasgos representativos de la condición moderna de la escritura poética consiste en la relatividad ontológica. Esta relatividad, que también puede traducirse como fenomenológica, adopta una conciencia distinta y renovada sobre la materialidad del mundo, situando al mismo nivel lo concreto y lo abstracto. Así, la materia no se fundamenta en la permanencia, sino en la transformación. Lo orgánico es en tanto que muta o se resiste a las fijaciones corporales. Consecuentemente en Itinerario, los parámetros espaciales y temporales, tangibles e ideales, familiares y extraños, quedan abolidos en busca de nuevas latitudes existenciales donde prima la fusión, la mezcla, la hibridez, la liminalidad, la metamorfosis, etc.
Entonces, para Córdova las fugas son una forma distinta de lucidez, alimentada por el delirio y la resaca. Y el amor, en medio de estos trances citadinos, es una de las versiones de este delirio, tal y como lo demuestra el poema titulado “Cuarta fuga”, donde las palabras anuncian la ausencia, el abandono, la insoportable sensación de los cuerpos alejados. Este poema refleja, además, una textualidad cuyo sustrato heterogéneo permite la convergencia del verso, la prosa e incluso ciertas referencias fílmicas (la realidad como una “pantalla luminosa”) y musicales, haciendo más compleja la relación entre el encadenamiento sonoro y el montaje de las imágenes, o en todo caso enriqueciendo la lectura que podamos hacer de esta relación.
Finalmente, en la “Última fuga” se retoma estratégicamente la correspondencia entre el ritmo de los versos y la imagen del desplazamiento, para dar la sensación de una elocutio que presume de recorrido interminable:
…fragmentos de una quimera hundida entre las sienes,
tristeza diáfana de esta polifonía inconclusa
donde comienzo,
donde acabo,
donde el paso se hizo colección de retazos sentimentales
y pegamentos que ahora duele en los dedos y pulmones…
avanzo desprovisto de latido,
el cuerpo, una retícula dentada,
una visión láctea, casi una caricia:
alegría de animal en fuga, de garúa en las encías…
Lo agónico de este traslado surge cuando las palabras chocan con las paredes, tropiezan, se pierden entre sí. La movilidad se convierte, pues, en un acto que lastima, por ello el discurso empleado germina en el poder trasgresor y mutante de la enunciación, acaso porque el decir mismo irrumpe en las superficies para dejar constancia, nostálgicamente, que lo silvestre deviene etiqueta, código de barras, iridiscencia, maquinaria incesante.
En resumen, la primera entrega de Arturo Córdova es elogiable tanto por la propuesta que lleva consigo como por el intenso e ineludible mensaje que nos transmite: el itinerario de la vida nos distancia y nos une al mismo tiempo, su laberinto y horizonte siempre estará ahí para nosotros.