CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDADES
EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN
Renatto Merino Solari
Antropólogo.
INTRODUCCIÓN
Es un aserto considerar que la vida de los seres humanos ha cambiado radicalmente, especialmente, a partir de las 3 últimas décadas del siglo XX. Es probable que la dimensión de dichos cambios sea única en la historia de la humanidad debido a la amplitud de los mismos. Nos encontramos en una sociedad que parece estar emergiendo, y por lo tanto, transformando los cimientos del mundo conocido. Desde la interacción de las colectividades con su medio ambiente hasta la interacción de los individuos en la vida cotidiana, todo se encuentra en estado de constante transición. A este fenómeno se le denomina globalización, y sobre él, existe una frondosa literatura, que en la mayoría de los casos entiende la globalización como un proceso permanente de integración económica, política y cultural del planeta.
En esta oportunidad nuestra preocupación se centra en los aspectos culturales de la globalización. El objetivo es tratar de entender cómo responden los sujetos y las culturas a las transformaciones del mundo contemporáneo en términos de construcciones identitarias. Se plantea que las identidades se han definido a partir de una noción de alteridad que construyó occidente desde el siglo XV, intentando legitimar su dominio sobre el resto del planeta. Esta concepción dividía las culturas en dicotomías como civilizadas/primitivas, modernas/tradicionales, desarrolladas/subdesarrolladas, norte/sur, etc.; asumiendo occidente la condición de paradigma y referente de la evolución que debían experimentar los demás pueblos en su ruta hacia el progreso. Sin embargo con los cambios que introduce la globalización, este discurso parece disolverse irreversiblemente. ¿Cuáles son las actuales tendencias culturales?, ¿cómo los individuos construyen sus identidades?, ¿”macdonaldización” del mundo o fundamentalismos locales?; son las preguntas que se intentarán responder en esta oportunidad.
EL NUEVO ESCENARIO (GLOBALIZADO) CONTEMPORÁNEO
El siglo XX es el más denso de la historia de la humanidad. En él se encuentran registrados la mayor cantidad de cambios y acontecimientos que se hayan producido en cualquier etapa de la historia. El ritmo de los hechos sociales evidencia una dinámica nunca antes experimentada por las colectividades humanas. Podemos considerar al siglo XX, especialmente a partir de su segunda mitad, como el siglo de la velocidad, por la cantidad de acontecimientos y rupturas que ostenta. Esta aceleración del tiempo histórico es consecuencia del avance científico y tecnológico alcanzado por las principales sociedades industrializadas del mundo desarrollado. Estos medios se encuentran revolucionando constantemente las formas de vida social y las percepciones del mundo, y solo resultan comparables, con las alteraciones que produjeron los cambios generados por las revoluciones industriales. Sin embargo los avances tecnológicos siempre son especializados y específicos. Dicho de otra manera, no necesariamente, son incluyentes ni representan mayor cantidad de bienes materiales y simbólicos con acceso igualitario para todas las personas. Es decir el avance que alcanzan los medios tecnológicos no siempre implica bienestar general. Por el contrario, su naturaleza parece ser la concentración en determinadas áreas de la ciencia con procesos de acumulación en determinados espacios que se encuentran centralizados y controlados por grupos de poder. Esto genera graves contradicciones sociales:
Un reciente informe de las Naciones Unidas sobre concentración de la riqueza en el mundo señala que actualmente la fortuna sumada de las 225 familias más adineradas del planeta es equivalente a lo que posee el 47% más pobre de la población total del mundo, que suma alrededor de 2,500 millones de habitantes, y las 3 personas más ricas poseen más dinero que el PIB sumado de los 48 países más pobres. (Hopenhayn 2004: 418)
La tecnología de las comunicaciones representa una de las áreas científicas de mayor desarrollo durante el siglo XX. La velocidad con la que circula la información a escala planetaria es un fenómeno nuevo que nos envuelve a todos, y tiene profundas consecuencias para los universos mentales de los individuos así como para la interacción entre las diferentes culturas que habitan el planeta. El acceso a la multiplicidad simbólica, que producen los medios de comunicación, está permitiendo entender el mundo a través de la riqueza de su diversidad cultural; de igual manera, parece generalizarse la idea que resulta necesario fabricar espacios de encuentro, diálogo e hibridación cultural. Pero a la vez, también se están produciendo contracciones en torno al universo local, que reproducen constantemente actitudes intolerantes y fundamentalistas.
Frente a estas dinámicas, la producción de sentido colectivo es una caja negra o al menos una caja de Pandora. Puede, por ejemplo, desembocar en un integrismo cultural y valórico que adquiere rasgos mesiánicos de distinto tipo: movimientos escatológicos de izquierda, y movimientos neofascistas de derecha… con efectos disruptivos en el orden público y en la seguridad ciudadana… (Hopenhayn 2004: 420)
Otro rasgo fundamental de la globalización es la ampliación de los mercados a escala planetaria convirtiendo el mundo en una especie de gran centro comercial de consumo masivo. Esta mercantilización se expresa en que “el mero acto de comprar es ahora una de las costumbres culturales más populares de las sociedades occidentales y el elemento comercial está presente –integrado- en casi todas las actividades recreativas contemporáneas” (Tomlinson 2001:101). Los capitalistas de las empresas transnacionales, con sus inversiones, desbordan los límites de los estados centrales, para insertarse provisionalmente en las diferentes economías de los países menos desarrollados e integrarlas al circuito mercantil de producción y consumo. Esta internacionalización de los capitales permite la existencia de “empresas globales” que se encuentran obligadas a abandonar la idea de “sede central”, perdiéndose el vínculo de territorialidad que las identificaba con sus países de origen. Al respecto Ohmae señala:
Los clientes que son importantes para ti son las personas que están encantadas con tus productos en cualquier lugar del mundo. Tu misión es proporcionarles una calidad excepcional. Cuando piensas en tus colegas, piensas en personas que comparten contigo esa misión. El país de origen no importa. La ubicación de la sede central no importa. Los productos de los que eres responsable y la empresa a la que sirves se han desnacionalizado (Hannerz 1996).
Es indudable que dicha situación es extrema. El mismo Ohmae reconoce que “hay muy pocas empresas, si es que hay alguna, que hayan llegado a este punto…”(Hannerz 1996); sin embargo puede ser una tendencia inicial que solo podrá ser confirmada con posteriores análisis. Lo que resulta evidente es que la circulación globalizada de capitales y bienes altera las relaciones no solo económicas; sino también, las funciones de los estados, y estrecha los contactos entre personas de diferentes culturas. Una de las consecuencias de este proceso, es que los bienes económicos y simbólicos al circular incansablemente, son transformados permanentemente por las especificidades culturales de los espacios locales. Sin embargo, dicha apertura que propician los circuitos mercantiles no son simétricas, exacerbándose las contradicciones propias del sistema que se expresan en diferencias económicas insalvables; así como en marginación y exclusión social. Existen grupos de poder que acumulan grandes capitales, tanto en los estados centrales como en los periféricos. La polarización social se expresa en la existencia de un sector reducido de ricos y poderosos, que pueden acceder a niveles de vida paradisíacos, conviviendo con masas de excluidos que ven como el bienestar, producido por el mundo contemporáneo, escapa a sus posibilidades materiales convertido en imágenes. La insatisfacción social, la pobreza, la exclusión de sectores de la población, etc. no son solo características exclusivas de los estados periféricos y dependientes; sino que, también, los países del mundo desarrollado deben convivir con dichos problemas. En un mundo como el contemporáneo, los males también se globalizan.
A nivel político la globalización se expresa en un proceso de concentración del poder público en espacios regionales centralizados capaces de decidir y definir las relaciones internacionales de todo el orbe. Dicho proceso se sustenta en el predominio del estado-nación democrático, por la legitimidad que ello representa, como estructura política que regula las relaciones de poder y el conflicto tanto endógena como exógenamente. Las relaciones de poder incluyen el “control del trabajo, sus recursos y productos; del sexo, sus recursos y productos; de la autoridad y de su específica violencia; de la intersubjetividad y del conocimiento” (Quijano 2000: 226). Uno de los discursos más difundidos sobre la globalización es el que anuncia el final del moderno estado-nación desbordado por las empresas transnacionales y sus capitales. Sin embargo, los hechos parecen alejarse de tal predicción. Ni los estados, ni las naciones, han desaparecido, y tampoco creo que puedan desaparecer; solo se han reconfigurado para adaptarse a las nuevas relaciones que impone el mundo globalizado.
El paradigma que ha colapsado es el del estado burocrático y populista, encerrado en sus límites territoriales con la pretensión de uniformizar, homogenizar y predeterminar la vida de sus ciudadanos bajo proyectos autoritarios, encarnados en líderes carismáticos con aureola mesiánica que se justifican recurriendo a concepciones teleológicas de la historia. Los modelos de estados vigentes son mucho más dinámicos y flexibles pues necesitan ser funcionales en un mundo en el que los cambios acelerados son la constante. Son estados que se desburocratizan rápidamente diluyéndose algunas de las redes que los vinculaban a los sectores populares a través de políticas asistencialistas. Dichos estados cada vez miran menos los intereses internos de sus respectivas naciones - salvo para imponer su autoridad cuando “el orden establecido” comienza a tambalear como consecuencia de las demandas sociales- para desplazarse regionalmente en búsqueda de “alianzas estratégicas con los vecinos”. Actualmente la fortaleza de los estados no se encuentra en el aislamiento y la conservación de sus valores esenciales; sino en la integración vecinal que genera estabilidad regional. Esto no quiere decir que vivimos en medio de la armonía social y política; por el contrario, dichas alianzas, al ser estratégicas pueden ser muy frágiles. De igual manera, es evidente, el hecho que la posibilidad de concentración de poder en espacios regionales y/o continentales se encuentra vinculado a las posibilidades de acumular poderío económico y militar; así como a los niveles de desarrollo tecnológico alcanzado por cada país. Por lo tanto, el ejercicio del poder puede evolucionar desde una estructura política que se limita solamente a ejercer autoridad colectiva a nivel local, hasta un centro de poder con la capacidad de extender sus redes a escala planetaria. Es indudable que entre ambos extremos se generan situaciones intermedias.
LA CONSTRUCCIÓN DE LA ALTERIDAD
A partir del siglo XV, con la colonización europea de América, Asia y África, los europeos ampliaron los territorios de sus monarquías expansivas constituyendo inmensos imperios ultramarinos, que podían controlar territorios tan alejados como exóticos para sus imaginarios colectivos renacentistas. Se produjo entonces el contacto directo entre el mundo occidental y los nuevos pueblos y culturas que eran colonizados, a la vez que despojados de sus principales riquezas. Desde este momento, los europeos se vieron obligados a redefinir el conjunto de conocimientos que poseían sobre el planeta, así como a construir interpretaciones de las culturas que comenzaban a conocer. El correlato de todo ello fue la reelaboración de las imágenes que los occidentales tenían con respecto a sí mismos. A partir de este momento tuvieron un universo cultural mucho más amplio, compuesto por los habitantes de los territorios que conquistaban, lo que los obligó a redefinirse y justificarse como el centro de poder, el nosotros referencial, en relación a estos nuevos pueblos coloniales que eran definidos como los otros.
La división entre un centro de poder metropolitano, constituido por seres superiores, y una periferia colonial, compuesta de seres inferiores, fueron los dos extremos entre los que se movió la construcción del “nosotros”- los “otros” a partir del siglo XV. El discurso religioso fue fundamental para otorgar legitimidad a esta construcción de la alteridad universal que impusieron los europeos. El límite de dicha alteridad emergente se encontraba determinado por la humanidad de los pueblos: “nosotros” los humanos occidentales, y los “otros” –americanos, africanos y asiáticos- los no-humanos. Las voces más lúcidas, como por ejemplo la del Padre Bartolomé de las Casas, podrían defender la humanidad del indio; pero su condición de seres inferiores era indubitable y debía ser redimida, al menos en parte, a través del proceso evangelizador.
Esta distancia entre el “nosotros” humano y superior, y los “otros” –americanos, africanos y asiáticos- no-humanos e inferiores, se reprodujo en los territorios coloniales entre los colonos europeos y sus descendientes con respecto a las poblaciones originarias. En América a las distancias culturales se sumaron las distancias socioeconómicas, que envuelven todo contexto de dominación colonial, aumentando la marginación y exclusión social. En la mayor parte de América hispana, las contradicciones descritas se agudizaron porque el ejercicio de dominación por parte de los sectores privilegiados con respecto a los sectores dominados, se convirtió en una estrategia de supervivencia étnica.
Es necesario no perder de vista que la relación “nosotros” los “otros” en América se tornó mucho más compleja porque la relación no sólo implicaba el contacto entre los europeos colonizadores y los nativos, quienes mantenían sus diferencias entre ellos, sino que, y además, es necesario tomar en cuenta a las poblaciones negras esclavizadas, así como el variopinto mestizaje que nació de la convivencia social; y finalmente, el aporte de inmigrantes que arribaron de diferentes lugares durante el período postindependencia:
El “nosotros” [americano] no designa en este caso una sociedad que se consideraba durante mucho tiempo como el centro cultural del mundo y se daba la misión de civilizar a “los otros”, sino sociedades que se consideran como periféricas y cuya autorepresentación está con frecuencia basada, al menos en parte, en la representación europea del “Nuevo Mundo”. El “nosotros” americano había por lo tanto ya sido conceptualizado como “otro” por los europeos-como bárbaro, como pagano como caníbal. (Chanady 1996: 107-108)
A partir del siglo XVIII los cambios producidos en el mundo por la “doble revolución burguesa”; es decir por las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas que generaron el desarrollo del capitalismo y la industria, así como por el desarrollo de la ciencia y tecnología, se modificó radicalmente el conocimiento acerca del planeta, y con ello se reconfiguraron las nociones entre el “nosotros” y los “otros” que el mundo occidental había elaborado. En el nuevo contexto, se desplazó el discurso religioso legitimador de las relaciones de poder y las distancias sociales por el discurso científico que ubicaba a Occidente, a partir de un evolucionismo unilineal, en la cumbre del desarrollo humano. A partir de entonces el mundo occidental se convirtió en el referente evolutivo para los demás pueblos del planeta, además asumió la misión civilizadora de expandir sus logros culturales a escala universal. El discurso que se impuso fue sostener que la ciencia y tecnología de la civilización occidental permitirían el desarrollo de las culturas atrasadas del orbe. Es decir se universalizó la noción de una historia lineal, continua, y encaminada hacia el progreso. La dominación política de los nuevos imperios se transformaba de misión evangelizadora en misión civilizadora.
…entre las numerosas sociedades existentes, una de ellas ya se ha reservado como emisora de tal discurso de vocación universal, y ésta es la sociedad occidental, en el seno de la cual, precisamente, se ha desarrollado la ciencia. Esto no significa, claro está, que en las demás sociedades todo pensamiento de este tipo esté ausente o prohibido: simplemente, no está institucionalizado de la misma manera. Por otro lado, no hay que creer que las categorías de la ciencia universal… sean de una eficiencia verdaderamente universal; es probable que con mayor frecuencia lo cierto sea lo contrario. (Todorov 1991: 108)
El correlato de esta vocación universalista de la sociedad occidental fue la exotización de los demás pueblos del orbe. Es cierto que la noción de exotismo ya se había construído, desde el siglo XVI, con la llegada de Colón a América; pero se encontraba vinculada al primitivismo y especialmente a épocas de la historia ya superadas, por lo tanto, los pueblos exóticos representaban sociedades que se habían mantenido en una dimensión atemporal que les impidió evolucionar, permaneciendo “fosilizados” hasta el presente. Los pensadores ilustrados del siglo XVIII traen consigo la reivindicación del buen salvaje, que ya “no es únicamente nuestro pasado sino también nuestro futuro” (Todorov 1991: 309). Este etnocentrismo tiene como trasfondo la ilusión de imponer una cultura global humanista e igualitaria que permita a los individuos alcanzar el bienestar general:
El “cosmopolitismo” del pensamiento político dieciochesco… que constituye en esencia una “mundialización” europea articuló un sentido de interdependencia e intereses comunes genuinamente globales… a menudo estos ideales se articularon en una relación ambigua e incluso contradictoria con otras ideas menos progresistas ‘en la forma de una transigencia con el nacionalismo, la conciencia de raza’, etc. Pero lo fundamental es que expresan un sentido de la posibilidad percibida y la conveniencia de una sociedad y una cultura global común” (Tomlinson 2001: 88)
LA ALTERIDAD SE DESCONTEXTUALIZA
Este paradigma optimista de una cultura global igualadora, con algunas variantes, mantuvo su vigencia durante el siglo XIX. Durante el siglo XX asume valencia negativa, pues “la idea de una cultura global… tiende a convertirse en una cultura hegemónica. Esta interpretación pesimista… [se encuentra vinculada a] la teoría del imperialismo cultural” (Tomlinson 2001: 94). Sin embargo, en las últimas décadas de la centuria pasada, nuevos cambios transformaron las interrelaciones entre los hombres y su espacio ecológico; así como entre los seres humanos y sus formas de representación. Al nuevo escenario mundial que brota de dichos cambios los especialistas lo han denominado globalización. Las nuevas relaciones espacio-temporales que genera la globalización alteran radicalmente la percepción del mundo y la interacción entre los seres humanos.
A partir del fenómeno globalizador, la noción del tiempo y del espacio se altera bruscamente. Los seres humanos se encuentran obligados a interrelacionarse en un mundo en el que el tiempo se acelera bruscamente y el espacio se extiende permanentemente. En la concepción tradicional “la noción de tiempo encuentra su prototipo original en el carácter periódico de la vida social; y la de espacio, en el territorio físico ocupado por la sociedad” (Giddens 1985: 195). Sin embargo, actualmente, nos encontramos viviendo en una especie de tiempo atemporal que “se da cuando las características de un contexto determinado, a saber, el paradigma informacional y la sociedad red, provocan una perturbación sistémica en el orden secuencial de los fenómenos realizados en ese contexto” (Castells: 499). La consecuencia de ello, es que el universo simbólico de los individuos ha sido descentrado escapando a los esencialismos que los definían como Yo, y por lo tanto, de las bases que los condicionaba para la interacción con los “otros”. Las certezas que definían a los individuos, así como las que cohesionaba las colectividades, se han relativizado al punto tal que en muchos casos la pregunta primordial que se plantean las personas es ¿quién soy? Y como correlato de ello ¿quiénes somos?.
La percepción tradicional del “nosotros” y los ”otros” que describíamos en los párrafos anteriores ha perdido vigencia en las últimas décadas del siglo XX. Dicha concepción tradicional se construyó en un mundo en el que los espacios sociales, políticos, económicos, y culturales se encontraban definidos claramente en torno a estados-nación centralizados, que eran capaces de determinar teleológicamente la vida social de sus ciudadanos. Estos estados-nación asumían características y valores definidos, así como exclusivos, que mantenían las diferencias y distancias otorgando identidad colectiva a las comunidades. Dicho de otra manera, existía un centro del desarrollo mundial que encarnaba la modernidad y el progreso. Frente a ellos, se encontraban las periferias subdesarrolladas, atrapadas entre la disyuntiva del aislamiento, por lo tanto, de su extinción, o de la asimilación cultural y por lo tanto, la pérdida de sus creaciones materiales y simbólicas. Todo ello en medio de una concepción del tiempo lineal y continua que alentaba la creencia de que el mundo se encontraba en marcha inevitable hacia el progreso. Sin embargo con los cambios de la sociedad emergente “las distancias ya no importan y la idea del límite geofísico es cada vez más difícil de sustentar en el ‘mundo real’” (Bauman 1999: 21). Las distancias son relativas y su magnitud varía en función de la velocidad con la que se desencadenan los fenómenos. Esto ha llevado a plantear a algunos que en vez de la conocida predicción del “fin de la historia”, es más apropiado plantear el “fin de la geografía”.
Las comunidades, que siempre han sido los espacios en donde se construyen las identidades, son desbordadas por la alteración que se produce en la noción de “lo cercano” y “lo lejano”, y por lo tanto, del “nosotros” y los “otros”. Las comunidades se han constituido históricamente en base a las identidades que surgían de la interacción endógena entre sus miembros. Esto les permitía asumirse como un Yo colectivo que los diferenciaba de los que no formaban parte de dicha colectividad. Sin embargo, en la sociedad contemporánea podemos ver:
…más claramente que nunca el papel del tiempo, el espacio y los medios para dominarlos en la formación, estabilidad/flexibilidad y desaparición de las totalidades socioculturales y políticas… La actual fragilidad y breve esperanza de vida de las comunidades parece obedecer principalmente a la disminución o desaparición de esa brecha: la comunicación intracomunitaria no tiene ventaja alguna sobre la intercomunal, si ambas son instantáneas. (Barman 1991: 24)
IDENTIDADES “PLÁSTICAS”, ESTRATEGIA Y GLOBALIZACIÓN
En la sociedad emergente lo que caracteriza a las identidades es la mezcla, el fenómeno híbrido. Actualmente se reconoce que las construcciones identitarias son “plásticas” y “maleables”; sin embargo ello no significa una disolución absoluta de los esencialismos que se convierten en estrategia política recurrente en un mundo tan cambiante y volátil como marginador y excluyente. Es innegable el hecho que la globalización implica la difusión principalmente de símbolos culturales occidentales que en muchos casos disuelven las particularidades locales. Sin embargo, también se generan espacios intermedios, en los que se recrean las identidades a partir de situaciones interculturales que permiten aceptar, rechazar, y reinterpretar símbolos y valores. Estas síntesis culturales no representan necesariamente el producto del diálogo, la comunicación o la “experiencia transcultural”; por el contrario, se constituyen en base al conflicto que nace de las contradicciones que generan la interacción entre lo global y lo local. Es necesario tomar en cuenta que “el capitalismo desarrolla sus tendencias expansivas necesitando a la vez homogeneizar y aprovechar la multiplicidad” (García 2004: 96). En este sentido, que los símbolos culturales occidentales sean reinterpretados localmente no significa automáticamente “el renacimiento de lo local”; por el contrario pueden expresar su inserción y adaptación al orden global.
Las síntesis culturales no son la única respuesta a los dilemas que plantea la globalización en términos culturales. Existe una tendencia cuya estrategia es el rechazo sistemático a esta circulación de bienes simbólicos y valores occidentales que difunde el fenómeno globalizador. En diferentes partes del planeta surgen “murallas” culturales que intentan preservar la “pureza” de sus identidades. Estas se cohesionan en base a la reafirmación de un pasado idealizado, y asumen una actitud mucho más beligerante que pone en riesgo la seguridad colectiva mundial. La negación del “otro” - tanto a nivel micro: sujeto contra sujeto como a nivel macro: cultura contra cultura - subsistirá en la medida que la pobreza y la marginación no disminuyan. Las identidades devienen en estrategia en situaciones de contradicciones sociales.
Es importante tomar en cuenta la construcción de identidades como estrategias que compiten por el acceso a bienes y recursos materiales. No solo se trata de “tradiciones inventadas” que cohesionan colectividades sino, en muchos casos, de reinvenciones de las mismas tradiciones, a partir de reinterpretaciones históricas poco confiables, con el objetivo de obtener beneficios económicos para sus respectivas comunidades –como sucede en el Perú con el caso del Intiraymi. En un contexto en el que el acceso a las fuentes de riqueza se restringe y las principales instituciones públicas son erosionadas, las construcciones identitarias como estrategias adquieren vigencia convirtiéndose en instrumento de protesta social y de acceso a los beneficios que la globalización genera.
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