Acerca
de la literatura y su enseñanza
El
concepto de lectura creativa no es
nuevo, por cierto, pero hace poco Pablo Anadón volvió a ponerlo sobre la mesa,
citando un pasaje del libro Pasión
intacta, de George Steiner. Éste (recordando a su vez palabras de Péguy) dice
que una “lectura bien hecha” es aquella que completa y corona la obra de arte;
el lector tiene, en efecto, la responsabilidad “casi aterradora” de cooperar
con el autor. Es claro que esa “lectura bien hecha” no puede dejarse, según
Steiner, librada “a los todopoderosos especialistas”... Pero ¿dónde encontrar
entonces los lectores capaces de hacerla? El maestro se responde, con modesto
orgullo: “Confío en que sabremos formarlos”. Y prosigue:
Tendremos que empezar por el nivel de
integridad material más sencillo y, por lo tanto, más preciso. Debemos aprender
a analizar las frases y la gramática de nuestro texto, porque, como Roman
Jakobson nos ha enseñado, no es posible acceder a la gramática de la poesía, al
nervio y a la energía del poema, si permanecemos ciegos a la poesía de la
gramática. Tendremos que volver a aprender la métrica y aquellas reglas de
escansión que eran familiares para los escolares ilustrados de la época
victoriana. Tendremos que hacerlo no por pedantería, sino por el hecho
abrumador de que en toda poesía, y en una gran proporción de obras en prosa, el
metro es la música que controla el pensamiento y la sensibilidad. Tendremos que
despertar los entumecidos músculos de la memoria, redescubrir en nuestros
vulgares yos los enormes recursos de memorización precisa, y el placer que
procuran los textos que hemos alojado para siempre en nuestro interior.
Buscaremos aquellos rudimentos de reconocimiento mitológico y escritural, de
recuerdo histórico compartido, sin los cuales es casi imposible ―salvo
con el apoyo constante de notas a pie de página cada vez más elaboradas―
leer correctamente una línea de Chaucer, de Milton, de Goethe o, para dar un
ejemplo deliberadamente modernista, de Mandelstam (uno de los maestros del
eco).
Se
trata, entonces, de abrir puertas al texto, de entrar y demorarse en él todo lo
necesario, hasta empezar a oír lo que
el texto tiene que decirnos, en su propio e intraducible lenguaje, como
testimonio humano y como obra de arte (son dos aspectos de lo mismo). Sólo así
podemos aspirar a una lectura que no se limite a repetir los juicios sumarios de
los manuales. Pues sólo el candor del principiante puede soñar que el texto
aparezca de verdad desnudo ante los ojos que lo registran por primera vez; siempre
aparece velado por los prejuicios que todo lector arrastra y que una sana
teoría debe encargarse de apartar o al menos de remover. Una lectura, en suma, como la que realizaron
los maestros de la estilística,[1]
sostenida por una teoría que intente ir hacia el texto literario, no convertirlo
en un pretexto para hablar exclusivamente de otras nociones teóricas, con todas
las infinitas suspicacias inherentes al tipo de análisis que hoy predomina. Una
lectura y una crítica que partan, como ha dicho el propio Steiner en otra parte,
de una deuda de amor hacia el texto;
del amor (permítasenos agregar) y no de
la sospecha. Una deuda infinita, si consideramos, por otra parte, que el
alma del texto permanece secreta y a salvo de una exégesis “definitiva”:
Un gran acto de interpretación nos acerca cada
vez más al núcleo de la obra, y nunca se está demasiado cerca. La excitante
distancia de una gran interpretación es el fracaso, la distancia a la que es
impotente. Pero su impotencia es dinámica, es ella misma sugestiva, elocuente,
articulada. Los mejores actos de lectura son actos de inconclusión, actos de
intuición fragmentaria, de lo que rechaza la paráfrasis, la metafrase; que
acaban diciendo: “Lo más interesante, de todo esto, no he sido capaz ni de
rozarlo”. Pero lejos de ser una derrota humillante o una forma de misticismo,
esta incapacidad se convierte en una especie de gozosa invitación a releer.[2]
Al respecto, Alejandro Faure, reflexionando
hace poco sobre esta “derrota dinámica” postulada por Steiner, recordaba un concepto
del Banquete de Platón:
[...]
El amor es la búsqueda de lo que nos falta (búsqueda que tiene inicio pero
no tiene fin, pues también el encuentro de eso que nos hace
falta inaugura una nueva falta que ―a su vez― abre una
nueva búsqueda: tener por siempre eso que hemos encontrado). Un amor de
este tipo parece surgir en nosotros hacia ciertas obras; un
amor vinculado con la falta, con la búsqueda, con la interrogación, con la
duda, con el fracaso y con el ya nunca dejar de volver a ellas, con
el ya nunca dejar de interrogarlas, con el ya nunca dejar de buscar su
alma.
Entonces,
es inevitable ―al parecer― enfrentarse a la sensación de frustración que surge
de aquella búsqueda; pero, aún en este caso, es interesante pensar
que el fracaso al que nos expone el intento de interpretar una
obra -cuando, precisamente, se ama esa obra- no es nunca una impotencia
paralizante, sino una impotencia fértil en preguntas que motivan a seguir
buscando nuevas posibilidades en la misma obra o en otras obras del mismo autor
―¿preguntas que motivan a seguir
buscando nuevas posibilidades en medio de la imposibilidad?[3]
Así pues, el amor es una busca incesante, pero
que no está fuera sino dentro de nosotros. Si la obra de arte merece nuestra
atención y nuestro tiempo, es porque abre caminos hacia el enigma más hondo, hacia
el destino, hacia la intimidad del alma de cada hombre. Y en este sentido es
justamente como la obra de arte se deja compartir entre personas de cualquier
edad y de cualquier condición.
Hasta donde alcanzamos a ver, el punto de
partida de los análisis que hoy prevalecen, y de la teoría que los sustenta, está
en las antípodas de lo que venimos afirmando. Consiste en considerar al texto
literario como un fenómeno de comunicación y de lenguaje, apenas un tipo
particular de discurso, sin otro privilegio que el que le confiere una
tradición aristocrática (apelando al sentido nietzscheano del término);[4] tradición
que resulta, por definición, sospechosa al discurso hegemónico. Se deja fuera,
así, o al menos se soslaya, la consideración de la literatura como arte; se la
estudia apenas como testimonio de alguna posición política, de alguna ideología
de clase o de “género”. Se parte, incluso, de una tácita descalificación del
arte, al que se ve como una superestructura o incluso como un sofisma. Hoy sólo
parece legítimo hablar de fenómenos sociales. Se deja de lado el hecho de que
las sociedades están compuestas de personas, cada una diferente de la otra,
cada una el centro de su mundo, y que el arte se dirige a esa persona,
no a la masa, y que lo hace de un modo complejo, sutil, casi secreto: único
modo en que pueden esperar entenderse las complejas y sutiles almas humanas; en
un lenguaje hasta cierto punto cifrado, pero que espera desciframiento: único
puente capaz de atravesar el abismo entre un ser y otro. Nada de esto incumbe a
la masa, nada de esto se deja entender mediante la fácil y engañosa ecuación
que ve en cada hombre apenas un hambre. Antonio Machado (cuyo fervor popular
está fuera de sospecha) decía hacia 1935, en su lúcido Juan de Mairena, que
el concepto de masa entraña “la abstracción de todas las cualidades del
hombre, con excepción de aquella que el hombre comparte con las cosas
materiales: la de poder ser medido con relación a unidad de volumen”. Agregaba
que “en estricta lógica, las masas humanas ni pueden salvarse, ni ser
educadas”, aunque “siempre se podrá disparar sobre ellas”. Medio siglo después,
el filósofo italiano Alfonso Berardinelli, no sin ironía, parece completar el
pensamiento del poeta español: Le masse sono composte d’individualisti. Gli
individualisti eseguono ordini che nessuno ha dato.[5] Pero
es claro que un individualista es lo contrario de una persona,
del mismo modo que un esclavo obediente es lo contrario de un hombre libre. Machado
abogaba por una “escuela superior de sabiduría popular”. En ella, sería
perfectamente posible y deseable leer a Platón, a Sófocles, a Dante y a
Shakespeare. A nosotros nos parece sofístico el proyecto de ofrecer a los pobres
(de espíritu o de bolsillo) las sobras del gran banquete de la filosofía y del
arte; nos parece infundada la creencia, casi siempre implícita, de que sólo
puede dárseles material licuado, filtrado o predigerido. Todo lo contrario: en
nuestro concepto, los que se acercan a la escuela merecen que se les ofrezca lo
más elevado. Merecen ser invitados a Cervantes, a Hugo, a Tolstoi, a Kafka, a
Borges.
Acaso la filosofía y el arte sean
las vías regias para redimirnos de la banalidad circulante. Es trágico que no
tengamos reparo en dejar de lado lo más valioso, pensando que los jóvenes están
atrapados por otras cosas. ¿No les daremos siquiera la oportunidad de encontrar
en la literatura y en la filosofía un camino para buscarse, para rastrear el posible
sentido de su propia vida, no como números, no como votantes, no como
prisioneros de un no lugar infinito, sino como personas humanas que
tienen derecho a sentir su destino? La frase del joven Banchs: Pero las
multitudes ¿qué me importan?, por fuerza ha de sonar revulsiva a los demagogos,
que viven precisamente de esas multitudes, de su aquiescencia o de su
resignación. Pero el dolor es de cada uno; y porque no somos comparables a
números ni a engranajes ni a borregos, cada uno de nosotros (pobre o rico,
joven o viejo, hombre o mujer) repite tácitamente la frase de Banchs cada vez
que la angustia lo agarra por el cuello.
Lo que intentamos definir como amor
por el texto (etimológicamente, filología) de ningún modo supone
soslayar el estudio minucioso y meditado de su forma y de los artificios que
contribuyen al mensaje total. Subrayemos todavía un adverbio que usa Steiner,
en el primero de los textos citados: habla de “leer correctamente” una
línea. Si el lector no percibe un pentámetro yámbico, es literalmente incapaz
de leer un verso de Shakespeare, y si no percibe el endecasílabo, es inútil que
analicemos la muerte de Garcilaso (como autor), porque está muerto de un
modo mucho más drástico. Se trata, en fin, de la muerte de la poesía. El arte
exige de quien lo practica conocimiento y destreza; si un músico no sabe mover
los dedos sobre su instrumento, fracasa; ¿qué diremos de un lector que no sepa
encontrar en su texto los puntos neurálgicos, que no pueda captar la resonancia
de las palabras, o que piense que todas valen más o menos lo mismo? En el verso
de Lugones Llueve en el mar con un murmullo lento, la palabra murmullo
es irremplazable: si en su lugar pusiéramos un sinónimo (incluso con la
misma cantidad de sílabas, como susurro, pero que destruye la
aliteración) el verso moriría como verso. En La tía Tula, de Unamuno, la
protagonista argumenta ante su confesor que no puede casarse con su viudo
cuñado, padre de sus sobrinos, porque lo quiere como a un hermano, o
mejor, como al padre de sus hijos. Quien pase por alto esa frase, quien
la vea como una frase más o como un adorno, se privará de dar la más profunda
ojeada al secreto del personaje, y así, al fondo de la obra que lee.
Propugnamos, en definitiva, una
lectura de tipo estilístico, que se adentre en el texto y vaya mostrando las
diferentes capas que lo componen, hasta alcanzar, si fuera posible, las fuentes
míticas donde se mueve su vida profunda. No se nos oculta, por cierto, que la
noción de “leer correctamente” entraña una ideología. Desconstruir
esa ideología, también.
[1] La estilística,
inaugurada por Charles Bally y desarrollada luego por Karl Vossler y Leo
Spitzer, tuvo en nuestra lengua maestros tan notables como Amado Alonso, Dámaso
Alonso, Raymundo Lida y Pedro Henríquez Ureña. La cita admirativamente Gérard
Genette en sus Figures. Blanco
Encalada dice que la estilística fue en el ambiente hispánico la principal
fuente de renovación crítica hasta que empezaron a conocerse entre nosotros los
trabajos de los formalistas rusos. La coincidencia básica es clara: se trataba
de entramar en la teoría y la crítica literaria los conceptos de la lingüística
post-saussuriana. Mejor dicho: de devolver a su fuente muchos de esos
conceptos. No olvidemos que Jakobson fue primero crítico y luego lingüista.
[2] Steiner, Los logócratas, 2003.
[3] Comunicación
privada (citado con autorización).
[4] La observación
pertenece a Fernando Márquez.
[5] “Las masas están
compuestas de individualistas. Los individualistas ejecutan órdenes que nadie
ha dado”. Berardinelli, L’esteta
e il politico, 1986.