Esa
maldita manía de observar tengo que cambiarla. Sí, tengo que
hacerlo. Y más si lo observado es la gente. No puedo ir todo el
tiempo dando explicaciones a todo el mundo de que no es una costumbre
dañina en su objetivo, que no tiene un propósito lucrativo ni
beneficio personal. No puedo ir haciendo eso todo el rato. No se
entendería en la mayoría de las casos y es muy cansino para mí.
Se
trata de un acto reflejo, un instinto de observación objetiva
motivado por una curiosidad. Como cuando se observa a un gato en la
esquina de una huerta intentando cazar a un ratón o a un lagarto.
Como cuando prestamos atención a la explicación de un monitor sobre
el uso de un aparato en el gimnasio. Como cuando escuchamos y miramos
a la azafata la primera vez que nos subimos a un avión y nos muestra
las instrucciones de emergencia escenificando cómo ponerse el
chaleco salvavidas.
Así
es mi maldita manía.
La
verdad es que, generalmente, si se trata de personas, mi mente extrae
deducciones de esas "observaciones". Especulaciones, si
quieren. Invento por qué están allí; imagino el tipo de relación
que tienen con sus parejas; deduzco que van a una consulta médica
porque parecen enfermos; supongo que una madre se lleva mal con su
hija, que va al lado enfurruñada y toqueteando el móvil... También
mi mente recaba información para hacer imitaciones de prototipos de
personas en otros contextos (cosa que divierte y me entretiene); o
para saber cómo funciona algo al detalle y actuar de forma adecuada
ante ese algo (o alguien) cuando sea preciso... En definitiva, genera
en mi cabeza realidades que se mezclan con la ficción.
Pero
claro, también es verdad que alguna vez estas observaciones me traen
algún problema o quebradero de cabeza. Y de ahí parte el caso que
les quiero contar.
Hace
unos días mi maldita manía me llevó a detenerme en un caso
concreto de observación. No, no fue el gato del vecino de enfrente,
que tiene repertorio para ello, ni el estilo jerárquico de la vecina
al tender la ropa de color, criterio este opuesto al de su marido.
No, no fue eso. Tampoco fue la observación del fluido de gente
dispar que cruza la sala de espera de un aeropuerto, buscando su
puerta de embarque como quien espera una aparición mariana. Ni
tampoco la forma que tiene José de colocarse bajo el dintel de la
entrada del bar del pueblo: hombro recostado en la pared, cuerpo
inclinado hacia un lado, gorra ligera y estratégicamente inclinada
hacia adelante, camisa abierta hasta donde termina el esternón y
chasquido con la boca reclamando la atención de los viandantes
mientras cambia el palillo de posición bucal. Tampoco fue eso.
Había
quedado con un amigo en un parque para charlar un rato. La elección
de este espacio fue motivada, ya que mi amigo tiene dos niños. De
esta forma, podríamos hablar un buen rato mientras los niños
jugaban en el columpio.
Pues
allí estaba yo, sentado en un banco del parque, un buen rato antes
por culpa de otra de mis manías: intentar ser puntual. El margen de
maniobra de un padre o una madre se amplifica mucho más y
normalmente se produce un retraso en la llegada debido a
circunstancias operativas no esperadas. Y este fue un retraso de
media hora.
Ya
pasados unos diez minutos y, ante el inminente desespero del que
espera, mi mente clavó su observación en una niña que jugaba
frente a mí, en la zona de arena donde dejan caer los cuerpos los
niños que bajan por el tobogán.
La
niña llevaba un trajecito rosa, muy poco apropiado para la ocasión.
Su escaso cabello estaba recogido con un turbante haciendo juego con
el traje y rematado con una flor de tela por un lado. Evidentemente,
no había nada más llamativo por allí. Mientras el resto de niños
jugaba por todos lados corriendo de un lado a otro, subiendo y
bajando del tobogán o meneando el columpio, la niña se mantenía en
la arena, como derrotada tras la dura batalla de los gladiadores.
La
pequeña intentaba sentarse en el bordillo de la acera, pero sus
movimientos retaban a su equilibrio continuamente y le resultó muy
difícil conseguir establecer cierta firmeza. A continuación, una
vez instalada en su asiento improvisado, concentró su atención en
un fleco que le salía de su traje. Metía un dedo y trataba de
alargarlo. Y lo conseguía. Luego echó un vistazo a lo que hacía el
resto de niños, pero eso no pareció importarle mucho. Yo miraba a
los alrededores para buscar a sus padres y poder manifestarles una
sonrisa cómplice, pero no pude identificar quiénes eran estos.
Todos parecían entretenidos hablando de sus cosas.
La
niña volvió a la carga con el turbante y, en ese momento, me alié
con ella en la distancia. A ver si se lo quita, pensé para mis
adentros, y tira ese adorno estúpido a la arena. La habilidad esta
vez no fue la suficiente y el turbante se quedó a medio camino
formando una especie de antifaz. La niña se apuró un momento porque
no veía. Quise salir en su ayuda pero, en un movimiento de lo más
natural, la niña se revolvió en el suelo, haciendo la croqueta,
para quedarse sentada más allá y con su antifaz colocado tras la
orejas. La nueva situación era cómoda para ella. No pude más que
sonreír y volver a sentarme en el banco.
Una
vez más, no me percaté de preocupación alguna por parte de uno de
aquellos padres. ¿Dónde demonios estaban? Además de vestir a la
niña de aquella forma tan ridícula no estaban atentos a los
movimientos peligrosos de su hija. La niña pudo golpearse contra el
bordillo varias veces.
Ya
con un look diferente, la niña continuó su operación imparable.
Había encontrado algo en el suelo, que ella misma consideró
comestible. Lo elevó entre sus dedos con la intención de probarlo.
Pero, ¿y sus padres?
Cuando
se disponía a comérselo, me incorporé preocupado, con la intención
de impedir que el organismo desconocido entrara en el cuerpo de
aquella niña. Como un resorte despedido, me dirigí hacia donde
estaba. Pero justo a dos metros de distancia, un hombre de mi edad me
obstaculizó el paso.
—¿Adónde
va, caballero? —me preguntó con un tono retador.
—La
niña, se va a... —respondí de forma natural.
Mientras,
detrás de nosotros un grupo de madres se apelotonaban hablando entre
ellas, una enfadada y otras expectantes. Decían cosas
inconexas.
—Lleva
ya un rato fijándose en la niña, que lo he visto yo.
—¿Quién?
¿Ese? —decía otra señalándome con el dedo.
Una
de las madres, comprendí después que era la madre de la niña,
instigó al hombre que me había parado. El hombre se vio rodeado de
empujes verbales contra mi persona y me agarró por el cuello de la
camisa amenazándome. Yo no supe reaccionar, solo defendía mi
integridad física. Supongo que fue el instinto de
supervivencia.
—¿Quién
eres tú? ¿Un asqueroso pedófilo de esos? —me increpaba el hombre
mientras le saltaban babas de la boca.
—No,
por favor, yo no... —balbuceaba ante tremenda acusación. —La niña
se iba a comer un bicho y...
—Un
bicho sí se va a comer usted —dijo el hombre levantando el puño
derecho y apuntando hacia mi cara.
En
esto, un policía local llegó hasta nosotros y ayudó a quitarme las
manos de encima de aquel hombre enfurecido.
—¿Qué
pasa aquí? —preguntó el policía, mirando a todos lados.
Muchas
madres comenzaron a hablar a la vez y unos padres intentaban pararlas
para que se entendiera lo que se decía.
El
policía levantó la mano para ordenar el diálogo y se colocó
delante de mí, en forma de barrera. Tras oír los argumentos de la
madre y el padre de la niña, el policía se giró y me preguntó con
la mirada. Yo negué todas aquellas exageradas e inventadas
acusaciones hasta que el policía me paró. Se dirigió a la
acusación y habló.
—Yo
conozco a este hombre. ¿No habrá sido un malentendido?
En
esto, un niño se coló entre la gente gritando mi nombre y tirándose
a mis brazos. Era el hijo mayor de mi amigo. Lo levanté y lo abracé.
Por encima de las cabezas vislumbré a mi amigo, que me preguntaba
con la cabeza qué pasaba allí.
La
gente quedó un poco desconcertada y yo aproveché para relatar los
hechos de la mejor forma. El policía habló con los padres de la
niña, quien lloraba desconsolada en los brazos de su madre.
Finalmente, los padres de la niña entendieron que todo había sido
un error y el grupo se fue disolviendo poco a poco. Los padres no
vinieron a disculparse, pero yo no los culpo por ello. La ira, la
vergüenza y el arrepentimiento son ángulos de diferentes
triángulos.
Cuando
pude alcanzar la zona donde estaba mi amigo, él me esperaba con su
otro hijo en el brazo. Antes de que me dijera nada, yo ya le estaba
diciendo que se callara. Él sonrió.
—No
te puedo dejar solo. ¿Qué pasó? —se dispuso mi amigo a escucharme,
mientras yo intentaba diferenciar qué parte había sido real y qué
parte ficción.