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martes, 27 de enero de 2009

CON BOND EN JAMAICA


Hago una selección de libros para llevarme a la playa, y releo páginas marcadas de La vida descalzo, de Alan Pauls, mezcla de autobiografía marítima y ensayo sobre "la playa" que Sudamericana editó en 2006, y que recuerdo haber leído de un tirón y con mucho entusiasmo. Acá uno de los pasajes subrayados (con la recomendación fervorosa de que lean el libro completo) más el bonus de Ursula Andress saliendo del mar:


Estamos en Jamaica, en la isla donde se atrin­chera el Dr. No, y lo que Bond contempla atónito desde detrás de su palmera, una barricada no muy distinta de la que nos protegía a mi hermano y a mí, igualmente atónitos, en la oscuridad del Atlantic, es una criatura sobrenatural, mitad humana mitad marina —a tal punto que cuando Úrsula Andress terminaba de salir del agua yo no podía entender cómo su cuerpo no remataba en una cola de sirena sinuosa y brillante, tapizada de escamas tornasoladas—, que parece dar a luz la especie a la que pertenece, una especie compuesta de un solo especimen, ella misma, en el momento mismo en que emerge del océano. (He aquí una de las fatalidades que condenan la playa al kitsch: probable­mente haya pocos momentos tan ridículamente metafóricos como la salida del mar.) Si Bond, impecablemente vestido, es el intruso, el que llega de afuera, el extranjero urbano, Honey Rider, que busca caracoles semidesnuda, es la representación aggiornada de la nativa, la local, la que ocupaba la playa antes de la llegada del intruso. La escena, además de excitante, resulta bastante menos estú­pida de lo que parece; es erógena porque lo que elige poner en escena, antes que una consuma­ción sexual, es el nacimiento de un objeto de deseo único y mítico —es el mar, aquí, el que crea la Mujer, y no Dios, como en la película de Roger Vadim— para dos destinatarios simultáneos, Bond por un lado, por otro mi hermano, yo y todos los veraneantes que esa noche hacíamos crujir las butacas enclenques del Atlantic de Villa Gesell, y es política porque explota la playa como escenario vagamente colonial, zona-límite de invasión y de resistencia, en el preciso momento en que la expan­sión colonial empieza a vestirse con la ropa de una forma de ubicuidad nueva, hedonista y francamen­te bondiana: el turismo. El encuentro entre Bond y Honey invierte el antiguo estereotipo del desem­barco colonial, en el que la playa era el sitio de encuentro (o de enfrentamiento) entre los conquis­tadores (los que venían del mar) y las nativas (que salían de la selva a recibirlos). (Muchos años des­pués vi en una playa cerca de La Habana otra ver­sión, más crispada, de la misma escena: los cañones enterrados en la arena, sobre la costa, apuntando hacia el mar, y las pequeñas trincheras cavadas junto a los cañones. Yo, un extranjero —el mismo que un rato antes había visto cómo una pareja de turistas que tres años más tarde ya no tendrían derecho de llamarse soviéticos desaloja­ban a los gritos a un puñado de chicos cubanos para tender en la arena su tosco arsenal de accesorios de playa—, vi la playa y el mar desde el punto de vista de los amenazados, los que viven esperando la invasión, y entendí de golpe hasta qué punto vivir en una isla, rodeado de un mar abierto, sin obstácu­los que intercepten la mirada, puede ser no la expe­riencia de la libertad y la expansión que siempre imaginamos que sería, sino la sentencia que nos condena a un encierro absolutamente insoportable.)


Alan Pauls, La vida descalzo, Sudamericana, Buenos Aires, 2006.